Skip to main content

Full text of "Paul Evdokimov - El Arte Del Icono: Teología De La Belleza"

See other formats


Paul Evdokimov 


El arte del Icono 


Teología de la belleza 


p[tir biélkammfjarvtiarw 


MADRID 

1991 


Título original: L’artc de I’icóne 
Theólogie de la beauté 
© Desclée de Brouwer 

Traductora: Laura García Gámiz 
Revisión Literaria: Macario Diez Presa, cmf. 

© Publicaciones Claretianas 
Juan Alvarez Mendizábal, 65, dpdo. 3.'' 

ISBN: 84-86425-98-0 
Depósito legal: M. 9.805-1991 

Imprime: Anzos, S. A. - FuenJabrada (Madrid) 



EL ARTE DEL ICONO 


Pablo Evdokimov nos ofrece hoy una Suma sobre la belleza, o 
mejor, en la belleza: esa belleza divino-humana que << salvará al 
mundo», como dijera ya Dostoievsky. Para llevar a buen o, me- 
jor, «bello» término tal empresa, sin caer ni en el esteticismo ni 
en un intelectualista reduccionismo del misterio, era, sin duda, 
imprescindible este gran teólogo ortodoxo, en el sentido de una 
teología que, como la suya, «canta la gloria» en comunión con 
los transfigurados (se sabe que Evdokimov nos ha dado, en estos 
últimos años, importantes estudios sobre la espiritualidad y la li- 
turgia del Oriente Cristiano). El espíritu de la Ortodoxia, en su 
más profunda e ininterrumpida continuidad, es un espíritu filo- 
cálico. Filocalías se denominan -«amor a la belleza»- esas co- 
lecciones de teología mística (y toda verdadera teología es 
mística) que jalonan la historia del Oriente cristiano y que ayu- 
dan al hombre a participar, con su inteligencia y su corazón au- 
nados, en la gloria misma de Dios. Consiguientemente, el 
método de Evdokimov es «filocálico», tan típico de un pensa- 
miento que se ha nutrido en los Padres griegos, para quienes la 
belleza es un Nombre divino y constituye una vía luminosa por 
la que el mundo y el hombre encuentran su origen y su fin y que 
se vela y se revela a la vez en la «cruz luminosa». Pensamiento 
alimentado igualmente en la experiencia rusa de la liturgia como 
«arte de las artes y presentimiento del reino», ya que en este li- 
bro se percibe la resonancia de la decisiva admiración de los 
mensajeros rusos llegados a Constantinopla, en ¡a iglesia de la 
Sabiduría, en busca de la verdadera fe: «En ninguna otra parte 
puede encontrarse tanta belleza». Pensamiento que pone al des- 


3 



cubierto, a través de Dostoi'evsky y Berdiaeff, pero también de 
fung y de Heidegger, el vacío y el infierno que se abren en el al- 
ma contemporánea, lugar, por otra parte, providencial, en el que 
hacer brillar la luz de la Resurrección, es decir, del Espíritu San- 
to: «Todo está lleno de luz, el cielo, la tierra, el infierno», canta el 
Oriente cristiano en la noche de Pascua. Más allá de esa muerte 
de todos los valores filosóficos, morales y estéticos, por la que, co- 
mo por una noche, está pasando hoy Occidente, Evdokimov ve 
proféticamente surgir el misterio irreductible de la persona (en el 
sentido teológico, aunque inefable, de la hypóstasis), el rostro 
martirizado y transfigurado - el icono- en torno al cual se revela 
el mundo como una «zarza ardiente». 

El libro, que parte de una visión bíblica y patrística de la be- 
lleza para revelar, a su luz, las aspiraciones contemporáneas del 
arte, culmina en la teología del icono, en el que la persona se 
convierte, en un como sacramento de la Luz donde la historia se 
consuma en eternidad. Y se cierra con el regusto paradisíaco de 
diez iconos fielmente reproducidos y cuyo comentario, que parte 
de la obra maestra de Rublév para terminar en el Angel-Sabidu- 
ría de Novgorod, nos lleva desde el misterio de la Trinidad, fuen- 
te de amor sacrificial, hasta el de la Sabiduría, que hace de ¡a 
Trinidad el lugar de nuestra existencia renovada y que se con- 
vierte para nosotros en conocimiento integral en el que el cora- 
zón se abraza con la belleza. 


Olivicr Clément 


4 



Primera Parte 

La Belleza 



CAPITULO PRIMERO 


Visión bíblica de la belleza 


«Lo hernioso es el esplendor de lo verdadero», decía 
Platón: afirmación que el genio de la lengua griega com- 
pletó forjando un término tínico, kalokagathia, que hace de 
lo bueno y lo bello las dos vertientes de una misma cum- 
bre. En el último grado de la síntesis, la de la Biblia, lo 
verdadero y lo bueno se ofrecen a la contemplación, su 
viva simbiosis marca la integridad del ser y hace surgir la 
belleza. 

«El pájaro en la rama, el lirio en el campo, el ciervo en 
el bosque, el pez en el mar, las legiones innumerables de 
hombres felices, proclaman con júbilo: ¡Dios es amor! Mas 
por debajo, y como recogiendo todas estas voces, como el 
bajo que brama dando fondo a todos estos claros sopra- 
nos, se escucha, de profundis, la voz de los sacrificados: 
¡Dios es amor !» 1 

Los sacrificados, los mártires, estos «amigos heridos del 
Esposo» que «se ofrecen como espectáculo a los ángeles y 
a los hombres», representan los acordes fundamentales 
del inmenso canto de la salvación. El Señor deposita las 
espigas segadas en los graneros de su Reino. La Tradición 
ve aquí la conformación con Cristo en la Belleza. Nicolás 


1 Kíf.rkkcaard, 1.a nota de 7852, Bohlin, 1941, p. 251. 


7 



Cabasilas, el gran liturgista del siglo XIV, lo dijo hablando 
de «los que supieron amar por encima de todo la Soberana 
Belleza », 2 simiente de lo divino, «agapé arraigado en el co- 
razón» 3 . 

Al sacar el mundo de la nada, el Creador, como Poeta 
divino, compone su «Sinfonía en seis días», el Hexaméron, 
y en cada uno de sus actos «vio que era bello». El texto 
griego del relato bíblico dice «kalón» -bello- y no «aga- 
thón» -bueno-; la palabra griega tiene los dos significados 
al mismo tiempo. Por otra parte, el verbo crear está conju- 
gado en hebreo en su forma perfectiva: el mundo ha sido 
creado, es creado y será creado hasta el final. Al salir de 
las manos de Dios, ya el germen es bello, pero busca su 
evolución, esa historia tantas veces agitada y trágica por el 
sinergismo del actuar divino y del actuar humano. Según 
san Máximo el Confesor, la consumación de la primera 
belleza en la Belleza perfecta se realiza al final y recibe el 
nombre de Reino 4 . 

La Tradición nos aporta una precisión importante sobre 
este punto. Un gran espiritual del siglo IV, Evagrio, co- 
mentando la variante del Pater en el Evangelio de san 
Lucas, donde en lugar de «Reino» se lee «que venga tu 
Espíritu Santo», dice: «El Reino de Dios es el Espíritu San- 
to; rogamos al Padre que lo haga descender sobre noso- 
tros» 5 . De acuerdo con la Tradición, Evagrio identifica así 
el Reino y el Espíritu Santo. 

Por lo tanto, si el Reino contemplado es la Belleza, la 
Tercera Persona de la Trinidad se revela como Espíritu de 
¡a Belleza. Dostoievsky lo ha comprendido bien: «El Espíri- 


2 

3 

4 

5 


M. Lot Borodine. N. Cabasilas , 1 958, p. 156. 
San Juan Crjsóstomo, Ibid., p. 1 55. 

MisL 23; P.G. 91, 701 C. 


El Tratado de la Oración, I. Hausherr, París, 1960, p. 83. 


8 



tu Santo, dice, es la captación directa de la Belleza»; El 
comunica el esplendor de la santidad. Por eso, según san 
Gregorio Palamas, en el seno de la Trinidad, el Espíritu es 
«la alegría eterna... en la cual los Tres juntos se compla- 
cen» 6 . El célebre icono de la Trinidad de Rublév nos ofrece 
la visión sobrecogedora de esta Belleza divina. 

El dogma trinitario explicita: si el Hijo es la Palabra que 
el Padre pronuncia y que se hace carne, el Espíritu la ma- 
nifiesta, la hace audible y nos la hace oír en el Evangelio. 
Pero el Espíritu permanece escondido, misterioso, silen- 
cioso, «no hablará de Sí mismo» ( }n 16, 13). Su persona se 
disimula en su misma epifanía: «Tu nombre tan deseado, 
y constantemente proclamado, nadie sabrá decir qué es» 7 8 . 

Su propia obra, en cuanto Espíritu de la Belleza, es una 
«poesía sin palabras». Por relación al Verbo, el Evangelio 
del Espíritu Santo es visual, contemplativo. En sus revela- 
ciones, es el «dedo de Dios» que dibuja el Icono del Ser 
con la Luz increada. En el umbral de la inefable Sabiduría 
de Dios, hace contemplar la Belleza sofiánica del Sentido y 
lo constituye en Templo cósmico de la Gloria. 

«Lo que la palabra dice, nos lo muestra la imagen silen- 
ciosamente», «lo que hemos oído decir, lo hemos visto», 
dicen los Padres del Séptimo Concilio refiriéndose al ico- 
no. Ahora bien, si «Nadie puede decir: ¡Jesús es el Señor! 
si no es por el Espíritu Santo» , nadie puede representar la 
imagen del Señor si no es por el Espíritu Santo. El es el 
Iconógrafo divino. El ritual de la consagración de una igle- 
sia insiste sobre este atributo del Espíritu. El tropario (del 
cuarto tono) canta la perfección de la forma adecuada al 


6 Cap. fis., 37. 

7 San SrMnONel Nuevo Teólogo, Himno al amor divino, en «La vida Espiritual», 27, 
1931, p. 201. 

8 1 Cor 12, 3. 


9 



advenimiento de lo Bello: «Igual que has desplegado en lo 
alto el esplendor del firmamento, aquí abajo has revelado 
la belleza de la santa morada de tu gloria». Sigue la epí- 
clesis: «...por tu indecible amor hacia los hombres... la 
creación ha recibido, como imagen de la nueva alianza, la 
teofanía del Monte Sinaí, el prodigio de la zarza ardiente y 
el templo del gran Salomón; te rogamos y te suplicamos... 
envíes sobre nosotros y sobre toda tu heredad tu muy 
Santo Espíritu...» - «Señor, amo la belleza de tu casa» (Sal 
25). 

Los atributos bien conocidos del Espíritu son la Vida y 
la Luz. La luz es, ante todo, poder de revelación, y por eso 
el Deus revelatus se llama Dios-Luz. Su poder «ilumina a 
todo hombre que viene al mundo» ( Jti 1, 9) y, según san 
Simeón, «transforma en luz a los que ilumina». Más aún, 
se impone como fuente de todo conocimiento: «Con tu luz 
conoceremos toda la luz» (Sal 36, 10) 9 . 

Hay «puntos de vista» que son siempre parciales, por 
lo tanto deformadores; como también se da la mirada ple- 
na, que hace del hombre, según la expresión de san Maca- 
rio 10 , un «ojo único» e inmenso penetrado por la luz 
divina. San Gregorio de Nisa invita a «mirar por el ojo de 
la Paloma», y san Máximo el Confesor «con el ojo de 
Dios»: «Así como se da en el centro del círculo ese punto 
único, en el que permanecen aún indistintas todas las lí- 
neas que parten de él, así también aquel que sea juzgado 
digno de alcanzar a Dios, conocerá en Él, con una ciencia 
simple y sin conceptos, todas las ideas de las cosas crea- 


9 La redacción de los Evangelios y el icono se sitúa después de la iluminación de 
Pentecostés. 

10 llom. 1,2. 


10 



das»". «Sin conceptos» significa la captación intuitiva y 
contemplativa, y por eso los iconógrafos enseñan el «ayu- 
no de los ojos»' 1 que enseña a contemplar. 

Sobre el plano óptico, el ojo no percibe los objetos, sino 
la luz reflejada por ellos. El objeto no es visible sino por- 
que la luz lo hace luminoso. Lo que se ve es la luz que se 
une al objeto, lo que lo desposa en cierta medida y toma 
su forma, que lo figura y revela. La interacción misteriosa 
del carbón y de la luz produce el diamante, la belleza. 
Según una antigua creencia popular, el rayo de luz que 
penetra la noche de una ostra engendra la perla 13 . El espa- 
cio no existe sino por la luz que hace de él la matriz de 
toda vida. En este sentido, la vida y la luz se identifican. 
La luz convierte a todo ser en ser vivo, haciéndolo presen- 
te, haciéndole ver al otro y ser visto por el otro, como un 
ser que vive con y «hacia» el otro, existiendo el uno en el 
otro. Por el contrario, el infierno, el Hadés griego o el Sheol 
hebreo, significa el lugar tenebroso donde la soledad redu- 
ce al ser a la extrema indigencia del solipsismo demo- 
níaco, en el que ninguna mirada se cruza con otra. Los 
Apotegmas coptos de Macario el Viejo ofrecen una sobre- 
cogedora descripción de esta soledad. Los cautivos están 
atados los unos a los otros por la espalda, y solamente una 
gran piedad de los vivos les proporciona un instante de 
reposo: «El tiempo que dura un abrir y cerrar de ojos, nos 
vemos las caras unos a otros...» 

Según el relato bíblico de la creación del mundo, al 
comienzo: «Hubo una tarde y una mañana, tal es el día». 


11 Juan Hani, El Simbolismo del Templo cristiano , París 1962, p. 126. 

12 San Doroteo, Enseñanzas útiles para el alma. 

13 Para san Efrén el Sirio, la perla evoca el bautismo de agua y el fuego, puosos el 
fruto de la unión del agua y del fuego-luz. San Macario habla de la «Perla 
celeste», imagen de la Luz divina, y en la parábola evangélica la perla da figura 
al Reino. 


11 



El Hexaméron no conoce la noche. Las tinieblas y la noche 
no son creadas por Dios; por el momento la noche no es 
más que un signo de lo inexistente, la nada abstracta «se- 
parada» del ser por su misma naturaleza. La mañana y la 
tarde marcan la sucesión de los acontecimientos, designan 
la progresión creadora y sólo forman el día, dimensión de 
la luz pura. Su opuesto, la noche, todavía no es el poder 
efectivo de las tinieblas; la noche en el sentido joánico sólo 
aparece en la caída. 

No es una simple y pasiva ausencia de luz. Los psi- 
quiatras saben que toda «pasividad» aparente esconde u- 
na sorda y activa resistencia. La tiniebla en cuestión es una 
huida desesperada hacia el interior de sí misma, pues, im- 
potente para sustraerse a la luz, y para esconderse, se 
cubre de oscuridad culpable, manifiesta una actitud de- 
moníaca y consciente de negación y rechazo. 

Cuando se celebra la Cena del Señor, la cámara alta está 
completamente inundada de luz, pues Cristo está en me- 
dio de los apóstoles. En este momento. Satanás entra en 
Judas y desde entonces Judas ya no puede permanecer en 
el círculo de luz: sale precipitadamente, y Juan, tan sobrio 
para los detalles, señala: era de noche. Las tinieblas de la 
noche envuelven a Judas y encubren el terrible secreto de 
su comunión con Satanás. 

El primer día de la Creación, anotan los Padres, no es 
próti sino mia; no es el primero sino el uno, el único, fuera 
de serie. Es el alpha que ya lleva y llama a su oméga, el 
octavo día de la armonía final, el Pleroma. 

Este primer día es el himno jubiloso del Cántico de los 
Cánticos del mismo Dios, el surgimiento fulgurante del 
«¡hágase la luz!» Esta luz no es un elemento óptico, que 
aparecerá el cuarto día con el sol astronómico. La luz ini- 
cial, «al comienzo» en su sentido absoluto, in principio, es 
la revelación más conmovedora del rostro de Dios. «Que 


12 



se haga la Luz» significa para el mundo en potencia: que 
la Revelación tenga lugar, y, por lo tanto, que el Revela- 
dor, ¡que el Espt'ritu Santo venga! El Padre pronuncia su 
palabra y el Espíritu la manifiesta. El es la Luz de la Palabra. 
Esta revela a Dios como el tú absoluto y suscita inmediata- 
mente al que la escucha y contempla, la segunda luz surgi- 
da de la Luz e instalándose como su segundo yo y espejo 
en la luz-revelación-comunión. 

Incluso tras la caída, «la luz alumbra en las tinieblas». 
No alumbra simplemente por alumbrar, sino que meta- 
morfosea la noche en día sin ocaso: «Tu luz se elevará en 
el seno de la oscuridad y la noche se convertirá en claridad 
de mediodía» (/s 58, 10). «El ojo es la lámpara del cuerpo: 
si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará en la luz» (Mí 6, 
22). La tradición hesicasta enseña el método del recogi- 
miento silencioso y la ciencia de la luz: «Los perfectos se 
instruyen en lo divino no solamente por la palabra (el Ver- 
bo), sino por la luz de la palabra (el Espíritu Santo), miste- 
riosamente...» 

En la cima de la santidad, el ser humano «se convierte 
en cierta medida en luz» 14 . Así, un Serafín de Sarov se 
viste de sol y resplandece; llamado «muy semejante», él es 
el icono viviente del Dios-Luz. San Gregorio de Nisa des- 
cribe la subida del alma que escucha: «Te has vuelto bella 
acercándote a mi luz». El hombre es aspirado hacia lo alto, 
se podría decir que «cae hacia lo alto», y alcanza el nivel 
de la belleza divina. Estar en la luz es estar en una comu- 
nión clarificadora que revela los iconos de los seres y de 
las cosas, capta sus logoi contenidos en el pensamiento di- 
vino e inicia así su integridad perfecta; dicho de otra ma- 
nera, su belleza querida por Dios. 


U 


G. Pal AMAS, I familias sobre la presentación de la Santa Virgen en el templo. 


13 



El Apocalipsis está en el término, pero también en el 
comienzo. La luz del primer día es el objeto de la visión, 
pero es también el órgano de la visión. Como el primer 
tiempo de la creación, «el siglo futuro entero forma un 
solo día, el gran Día», dice san Gregorio de Nisa. Efectiva- 
mente, según el Apocalipsis: «La noche no existirá, y los 
hombres no necesitarán ni la luz de lámpara ni de sol, 
porque el Señor Dios los iluminará» (22, 5). 

«Yo soy el alpha y la omega... el comienzo y el fin». El 
círculo de la Revelación está cerrado en la diferencia y al 
mismo tiempo en la identidad perfecta de todos sus ele- 
mentos. La primera palabra de la Biblia «Hágase la Luz» 
es también la última: «¡Hágase la Belleza!» El hombre sólo 
puede convertirse por entero en doxología viviente: «Glo- 
ria a Ti que nos has revelado la Luz». - «Una cosa pido a 
Yavé y esta busco: habitar en la casa de Yavé todos los 
días de mi vida, contemplar la Belleza de Yavé». Su obra 
propia como Espíritu de la Belleza es: una «poesía sin con- 
templación de la Belleza divina se extiende sobre la eterni- 
dad...» 


14 



CAPITULO II 


La teología de la belleza 

en los Padres 


Según la narración legendaria de la «elección de la fe», 
Vladimir, príncipe de Kiev, habría enviado emisarios a los 
musulmanes, judíos, latinos y griegos, con el fin de es- 
coger la mejor religión. La relación que sus enviados hi- 
cieran sobre lo que habían vivido en Constantinopla, lo 
habría decidido, sin dudar, por el cristianismo bajo su for- 
ma bizantina. Porque decían: «No sabíamos si estábamos 
en el cielo o sobre la tierra, ya que en la tierra no se en- 
cuentra semejante belleza». No se trata aquí solamente de 
la impresión estética, pues el relato la sobrepasa infinita- 
mente: «Así, pues, no sabemos lo que debemos decir, pero 
sí sabemos una cosa, y es que Dios mora allí con los hom- 
bres...» Es la presencia de Dios entre los hombres la que es 
hermosa; la que arrebata las almas y las transporta. 

San Germán, patriarca de Constantinopla, decía que, 
con Cristo, todo el cielo ha descendido sobre la tierra, y 
que el alma cristiana está por siempre sobrecogida con tal 
visión. Los más grandes Padres Orientales son poetas ilu- 
minados y su teología es contemplativa. «Teólogo es aquel 
que sabe orar», decían Evagrio y san Gregorio de Nisa. 
Teólogo es aquel que traduce en términos teológicos la 
experiencia litúrgica de Dios, su comunión vivida. Orante, 


15 



la teología se construye como una composición litúrgica; 
incluso los dogmas en su formulación presentan una do- 
xología. Se comprende que el padre Sergio Bulgakov lla- 
me a la Ortodoxia «el cielo en la tierra», pues en su 
cumbre ésta se expresa en términos de luz y de belleza. 

Para Dionisio el Pseudo-Areopagita, la Belleza es uno 
de los nombres de Dios en su conexión con el ser humano 
y en una relación de conformación, pues «el hombre es 
creado según el modelo eterno, el arquetipo de la Belle- 
za» 1 . En este plano de las estructuras arquetípicas, la crea- 
ción del mundo contiene en germen su última vocación y 
determina el destino del hombre: «Dios nos concede parti- 
cipar de su propia Belleza» 2 3 . Los Padres adoptan esta pers- 
pectiva y establecen así el fundamento de una penetrante 
teología de la Belleza. 

Junto con Gregorio de Nisa, Dionisio y Máximo el Con- 
fesor, la Tradición asimila las geniales intuiciones de Pla- 
tón sobre el Éros como «nacimiento de la belleza». Y ya el 
himno al amor de san Pablo (/ Cor 13), ese Banquete pauli- 
no, es una magnífica réplica al Banquete de Platón. Para san 
Máximo, el Creador es el «Éros divino» y Cristo es el «Éros 
crucificado». «El Éros divino, dice san Macario, ha hecho 
descender a Dios sobre la tierra»' 1 . El poder del amor divi- 
no contiene el Universo, y del caos hace el Cosmos, la 
Belleza. Normalmente, todo ser viviente está en tensión 
hacia el Sol de la Belleza divina. Lo dice san Basilio: «Por 
naturaleza los hombres desean lo bello» 4 ; el hombre, pues, 
en su esencia, es creado con la sed de lo bello, es él esta 


1 llier. eccles., 111,7. 

2 Ibid., III, 11. 

3 Hom. 26,1. 

* Kegulae fusius t metate , P.G. 31, 912 A. 


16 



misma sed puesto que, como «imagen de Dios», «de la 
raza de Dios» ( Hch , 17, 29), está «emparentado» con Dios 
y, en su «semejanza, el hombre manifiesta la Belleza divi- 
na» 5 . Los oficios litúrgicos definen una cierta categoría de 
santos con la denominación de «muy semejantes». Del 
mismo modo, se ha llamado a una recopilación ascética 
bastante conocida Philocalía, que significa «amor de lo be- 
llo», palabra sintomática que quiere decir que un asceta, 
un espiritual, un «teodidacta», no es solamente bueno, lo 
cual es consabido de antemano, sino que es bello, resplan- 
deciente de la belleza divina: «Dios ha hecho al hombre 
poeta de su resplandor» 6 , anota san Gregorio Nacianceno. 

La tradición antioquena, cristológica, pone el acento so- 
bre la revelación del Verbo en su humanidad. La tradición 
alejandrina, pneumatológica, insiste sobre la belleza de lo 
divino. San Cirilo de Alejandría precisa, y con razón, que 
lo propio del Espíritu es ser el Espíritu de la Belleza, la 
forma de las formas; en el Espíritu, dice, somos partícipes 
de la Belleza de la naturaleza divina 7 . En el momento de la 
creación, el soplo original «confería al hombre la belleza 
perfecta» 8 . Sellado por los dones del Espíritu Santo, el 
hombre recibe un carisma contemplativo: lleva en sí mis- 
mo «un logos poético escondido», y microtheos como en un 
microcosmos, «contempla en sí mismo la Sabiduría de 
Dios, la belleza de los logoi poéticos del universo» 9 . San 
Basilio de Seleucia habla del carisma propiamente artístico 
de penetrar y resucitar la esencia de las cosas: «Dios da el 


5 San Gregorio de Nisa, De opif. hom 1 8 , 1 92 CD. 

6 RC. 38, 1.327. 

7 Sobre S. Juan, 16,25; P.G. 73,464 B. 

8 Ln Mat. 24, 51. 

9 San Basiuo, flom.21; RC.31, 549 A; 216 A. 


17 



ser a todo viviente y el hombre le da su nombre » 10 . Heideg- 
ger, en su Metafísica, al hablar de Holderlin, hace hincapié 
en que la esencia de la poesía es justamente nombrar, crear 
el nombre. La figura de la «zarza ardiente» o de la «llama 
de las cosas», según la expresión de san Isaac el Sirio, 
adquiere aquí todo su relieve: «El fuego inefable y prodi- 
gioso escondido en la esencia de las cosas como en un 
arbusto, dice san Máximo, es el fuego del amor divino y el 
estallido fulgurante de su belleza en el interior de cada 
cosa» 11 . 

El arte contemplativo se sitúa, pues, en el centro de la 
cosmología de los Padres: la visión de los logoi arquetípi- 
cos, de los pensamientos de Dios sobre los seres y las co- 
sas, crea una grandiosa teología visual, una iconosofía. 
Todo posee su logos, su «palabra interior», su «entelequia» 
estrechamente ligada al ser concreto. Tal lazo es fruto del 
Fiat divino; él es la correspondencia adecuada y, por tanto, 
transparente entre la forma y su contenido, su logos ; su 
íntima compenetración, su coincidencia secreta, se revela 
en términos de luz y constituye la belleza. Según san Pa- 
blo, la gloria aparece allí donde la forma y la idea de Dios 
que la habita se identifican, y sobre todo allí donde la 
forma se convierte en el lugar teofánico, donde el cuerpo 
se erige en templo del Espíritu Santo. La belleza de Cristo 
está en la coexistencia de la transcendencia y la inmanen- 
cia divinas. La oración dirigida al ángel de la guarda lo 
llama guardián del alma y del cuerpo, de su transparencia 
recíproca, con lo que se muestra éste como guardián de la 
belleza. 

Un espíritu poderoso puede asumir un cuerpo débil; 
imperfección de nuestro mundo; su estado se refiere al 


10 Hom. sobre las escrituras; P.G. 85, 41 A. 
" Amb.;P.C. 91, 1.148 C. 


18 



misterio de la Kénosis del Servidor de Yavé del que habla 
Isaías (53, 2): «Sin belleza ni esplendor y sin atractiva apa- 
riencia»; es el velo kenótico que cubre el esplendor de que 
habla el salmo (44, 3): «Eres bello, el más bello de los hijos 
de los hombres». Es también la «belleza del hombre oculta 
en el corazón», según la expresión de san Pedro (1 Pe 3, 4). 
En este caso, la misma imperfección se vuelve inefable- 
mente «bella», ya que en una superación, verdadera trans- 
figuración, el obstáculo se pone al servicio del espíritu en 
una misteriosa conformidad con el destino secreto de un 
ser. En último término, los «locos por Cristo» se afean por 
vocación y descienden hasta la raíz del oprobio para llevar 
hasta ahí la luz, como espectáculo, a veces, sólo ante los 
ángeles. 

Por el contrario, la espantosa fealdad de los confines de 
lo demoníaco es un eclipse de contenido, apariencia pura- 
mente formal, cadavérica, o forma monstruosa, porque es 
mentirosa y parasitaria, impostura cuya máscara esconde 
el contenido, perversión ontológica, no coincidencia, dese- 
mejanza, disolución, infierno y nada, en último término: la 
forma vacía, como absoluta adecuación a un contenido 
absolutamente inexistente y, por lo tanto, la desaparición 
de ambos. 

Cristo es la faz humana de Dios; el Espíritu Santo des- 
cansa sobre El y nos revela su belleza absoluta, divino-hu- 
mana, que ningún arte puede reproducir adecuadamente. 
Solamente el icono puede sugerirla a través de los esplen- 
dores del Tabor. 

Para Heráclito «la guerra es el padre de todo»; en cam- 
bio, «la armonía, el equilibrio, la belleza es la madre de 
todo». Ofrece él la imagen sorprendentemente expresiva 
del arco y la lira. En griego, la palabra bios designa a la vez 
el arco y la vida, lo que mata y lo que vivifica. El padre- 
guerra está simbolizado por el arco, y la madre-belleza 


19 



por la lira. Ahora bien, se puede decir que la lira es el arco 
sublimado, el arco de varias cuerdas; en lugar de la 
muerte, canta la vida. Así, el masculino guerrero, asesino, 
puede ser armonizado, sublimado por lo femenino y con- 
vertido en vida, cultura, culto, liturgia doxológica. En la 
cumbre, está la belleza de la Theotókos, Madre de Dios y 
por eso Madre de todos los hombres, la Nueva Eva-Vida: 
lugar privilegiado del Espíritu de Belleza y que sólo a tra- 
vés de su icono puede acercarnos al misterio. «Era necesa- 
rio, escribe Palamas, que aquella que daría a luz al más 
bello de entre los hijos de los hombres, fuese ella misma 
de una belleza admirable» 12 . 

José de Volokolamsk (siglo XV), muy aficionado al arte 
de Andrés Rublév, en su Discurso sobre la veneración de los 
iconos, se eleva hasta la más alta poesía. Hablando del ico- 
no de la Trinidad, dice: «Desde la imagen visible del espí- 
ritu se lanza hacia lo divino. No es el objeto (el icono 
material) lo que se venera, sino la Belleza por analogía que 
el icono transmite misteriosamente...». Los iconos ilustran 
lo que la literatura bizantina llama «los inefables destellos 
de la belleza divina...». 

Todo conocimiento catafático, positivo, postula la apo- 
fasia, un límite en el que se detiene aquél ante el umbral 
de lo indecible y concluye en el sistema de los símbolos 
contemplados; el «realismo simbólico» de la liturgia tiene 
siempre el significado de un simbolismo epifánico: el invo- 
cado en la epíclesis responde con su venida inmediata, 
que se irradia en lo visible de los sacramentos y del culto. 

San Máximo dibuja una inmensa visión de los círculos 
concéntricos del ser creado centrado en el Cristo Cosmo- 
crátor. Al final, el mundo se revela como «imagen y apari- 



Hom.53. Ver el icono de Nuestra Señora de Vladimir. 


20 



ción de la luz inaparente, espejo purísimo, límpido, ínte- 
gro, inmaculado, transparente, recibiendo, si así está per- 
mitido decirlo, todo el esplendor de la primera belleza» 13 . 
La criatura se unirá al Creador hasta la «identidad por 
asimilación», fruto de la divinización, «identidad en acto» 
que, como un puente, une las dos orillas sobre el abismo. 
Todas las antinomias del mundo terminan por disolverse 
como vapores en el azul de la eternidad. 

«El éros humano irresistible» se alza hacia el único De- 
seable para encontrar el Eros divino que, «por su parte, 
sale de sí mismo y se une así a nuestro espíritu» 14 . Es, 
precisamente, el nacimiento en la Belleza, tan profunda- 
mente acentuado en el misticismo de la liturgia, el que 
aparece impregnado por el pensamiento de los Padres. El 
hombre, creado a imagen del Creador, también es creador, 
artista y poeta. Una teurgia «poética» y doxológica condi- 
ciona y da forma a una teología viva: «la belleza perfecta 
viene de lo alto, de la unión con la luz más que resplande- 
ciente y único origen de una teología segura», afirma con 
fuerza san Gregorio Palamas 15 . 

Aquello que el Consejo preetemo de Dios decide sobre 
el destino del hombre, lo resume el Apocalipsis en eterna 
alabanza de Dios: «Y todos los ángeles... los ancianos y los 
cuatro animales... se postraron ante el trono, con el rostro 
en tierra, y adoraron a Dios diciendo: ¡Amén, Aleluya! Y 
del trono salió una voz que decía: Alabad a Dios, todos 
sus servidores» {Ap 7, 11; 19, 4). Un santo no es un super- 
hombre, sino aquel que vive su verdad como ser litúrgico. 
La definición antropológica más exacta la encontraron los 

13 Mtsf.23; P.G.91, 701 C. 

14 Gregario Palamas, J. Mkyhnixjkfv, pp. 178, 212. 

15 J.Mirrt-:NDORFF, 0 />. cit ,p. 140. 


21 



Padres en la adoración «eu caris tica». El ser humano es el 
hombre del Sanctus en su ascensión hasta los coros de los 
ángeles que «en un movimiento eternamente inmutable en 
tomo a Dios... cantan y bendicen, con triples bendiciones, 
el triple rostro del único Dios» 16 . El canto del Sanctus du- 
rante la liturgia es una theología, es decir, un canto produ- 
cido por el Espíritu Santo 17 . 

«Cantaré a mi Dios mientras viva» ( Sal 104, 33). Merced 
a esta «acción» el hombre se sitúa aparte, se ha tomado 
santo. Cantar a su Dios, sus perfecciones, en definitiva, su 
belleza: he ahí su única preocupación, su único «trabajo» 
del todo gratuito. El «Orante» de las catacumbas repre- 
senta la correcta actitud del alma humana, su estructura 
en forma de oración. «Someter la tierra» es transformarla 
en templo cósmico de adoración y ofrecerla a Dios. La 
iconografía se siente muy atraída por este tema, que resu- 
me el mensaje del Evangelio en una sola palabra: «chaire», 
«regocijaos y adorad... que toda criatura que respira dé 
gracias a Dios». San Pablo define magistralmente el fin 
último de los carismas: «Habéis sido sellados por el Espíri- 
tu Santo... y Dios se ha tomado [los seres sellados] para 
alabanza de su gloria» (E/ 1, 14). No sabríamos precisar 
más exactamente la vocación transcendente del hombre, 
su ministerio doxológico e iconográfico: «Reunidos en tu 
templo, nos contemplamos en la luz de tu belleza celeste», 
canta la Iglesia. 

La espiritualidad cabasiliana en el siglo XIV sintetiza 
una larga tradición y se define como la participación de 
todos los fieles en una escatología litúrgica: «la vida futura 
se ha derramado para mezclarse con la vida presente, el 
Sol de gloria se nos ha aparecido con una inmensa conde- 


u San Máximo, Mis/, cap. 1,21. 

’ 7 Ver E. Petkrson, EJ libro de los Angeles, Desdée De Brou wer, 1 954. 


22 



scend encía..., a ios hombres se les ha dado el pan de los 
ángeles». Como «verdadero amante». Dios «crea el univer- 
so y la belleza», se encama y muere por amor. Al final, 
Cabasilas evoca la Parusía gloriosa, cuando Cristo apare- 
cerá sobre las nubes como «hermoso Corifeo en medio de 
un coro hermoso» y atraerá hacia sí a todas las criaturas, 
en un impulso extítico. «La venida del Señor... ¡qué espec- 
táculo! Asamblea de dioses alrededor de Dios, hermosas 
criaturas formando una corona alrededor de la Belleza su- 
prema» 18 . La humanidad deificada de Cristo, cual «antor- 
cha de cristal», resplandecerá como una nube franjeada 
con el oro trisolar. El Kontakion de la fiesta de la Ortodoxia 
lo proclama: «El Verbo... habiendo restablecido la imagen 
mancillada en su antigua dignidad la unió a la Belleza 
divina». «Cuando la gracia nos ve aspirar de todo corazón 
a la belleza, dice Diadoco Foticense, ésta le proporciona la 
marca de la semejanza» 19 . Procopio de Gaza, en De aedifi- 
ciis (1,1), admira la belleza del templo de santa Sofía y 
subraya que «Dios se complace en él muy particularmen- 
te». E>ios se complace en toda obra de arte, espejo de su 
gloria, y se complace en todo santo, icono de su esplen- 
dor 20 . 


18 Vida en jes ucristo, tr. por S. Broussai.EUX, pp. 136, 157. 

19 «Fuentes cristianas», 1955, p. 149. 

20 En sus casas, los fieles eslavos, con gran sutileza espiritual, llaman «ángulo de 
belleza» al rincón que llenan deiconos. 


23 



CAPITULO III 


De la experiencia estética 
a la experiencia religiosa 


Hay un parecido sorprendente entre estas dos expe- 
riencias: de cara a su objeto las dos representan una acti- 
tud de contemplación, quizá incluso de oración, de 
súplica. Lo que las distingue es la forma con que cada una 
posee su objeto, o más bien es poseída por él. 

La filosofía, con Kant, enuncia: lo Bello es «lo que agra- 
da universalmente y sin concepto», lo que suscita un pla- 
cer desinteresado, pues «lo Bello es una finalidad sin fin» , 
ni utilitario ni moral. Más importante aún es la afirmación 
de que la noción de lo bello es convertible con la noción 
del ser, lo que significa que la belleza se sitúa en el límite 
de la plenitud, se identifica con la integridad ideal del ser. 
En cambio, la fealdad es una deficiencia de ser, su perver- 
sión por indigencia. 

Los escolásticos decían con respecto a lo bello: id quod 
visum placel, lo que, visto, agrada. Más tarde Nicolás Pous- 
sin hablará de «delectación», y Delacroix, de una «fiesta 
para el ojo». Para todos, el «placer» o emoción es sintomá- 
tico del conocimiento estético, de lo verdadero percibido 


1 Crítica del juicio, 1 , 9 , 17 . 


25 



sensiblemente por medio de formas artísticas. Un artista 
revela la sustancia del ser purificado de sus implenitudes 
y hace que se contemple su aspecto ideal. Según palabras 
de Baudelaire, hace que se vea «otra naturaleza», su ver- 
dad oculta. La belleza presenta así una de las caras de la 
trinidad ideal de lo verdadero, lo bueno y lo bello. El artis- 
ta lleva su luz a la oscuridad, no produce ni copia sino que 
crea formas sensibles, receptáculos de un contenido ideal. 
En su punto culminante, el arte aspira a la visión del ser 
pleno, del mundo tal y como debe ser en su perfección e 
inicia una aproximación al misterio ontológico. La percep- 
ción intuitiva de la belleza ya es una cierta victoria creado- 
ra sobre el caos y la fealdad. 

Benedetto Croce, en su Estética como ciencia de la expre- 
sión, demuestra que el arte está ante todo ligado a la ex- 
presión; por eso la experiencia estética es la más 
inmediata, quizá más en la música, pues su dinamismo se 
encuentra libre del espacio y se desarrolla por completo en 
el tiempo. Con los elementos de este mundo, el arte nos 
revela una profundidad lógicamente inexpresable. En 
efecto, es imposible contar una poesía, descomponer una 
sinfonía, desencajar un cuadro. Lo bello está presente en la 
armonía de todos sus elementos y nos sitúa ante una evi- 
dencia que sólo se puede demostrar y justificar contem- 
plándola. Su misterio ilumina desde dentro el exterior 
fenomenal igual que el alma se muestra misteriosamente 
en una mirada. Lo bello viene a nuestro encuentro, se hace 
íntimo, cercano, emparentado con la sustancia misma de 
nuestro ser. No se trata de ninguna manera de una ilusión 
o de una transferencia de nuestras emociones subjetivas; 
no añadimos nada a la realidad objetiva de una revela- 
ción, simplemente somos atrapados por ella incluso sin 
poder encontrar siempre «palabras poéticas» adecuadas a 
nuestra agitada experiencia, pues ésta brota no de la razón 


26 



sino del corazón, en un sentido pascaliano. Para Isabel 
Riviére, la tarea de Alain-Foumier en Le Grand Meaulnes 
era la de revivir lo maravilloso del mundo «donde todas 
las cosas son vistas desde su belleza secreta». 

Los grandes pintores afirman no haber visto nunca na- 
da feo en la naturaleza. Un artista nos presta sus ojos y nos 
hace ver un fragmento en el que, sin embargo, el todo está 
presente igual que el sol se refleja en una gota de rocío. 
Del mismo modo que un ser vivo, el mundo se vuelve 
hacia nosotros, nos habla, nos confía sus cantos y sus colo- 
res secretos, nos llena de una alegría desbordante y rompe 
nuestra soledad. Comulgamos con la belleza de un paisaje, 
de un rostro o de una poesía igual que comulgamos con 
un amigo, y sentimos una extraña consonancia con una 
realidad que nos parece ser la patria de nuestra alma, per- 
dida y reencontrada. El arte «desfenomenaliza» la realidad 
vulgar y el mundo entero se abre al misterio. Ahí se detie- 
ne la experiencia estética. 

Kierkegaard, en su famosa filosofía de los estadios, 
plantea una cuestión: ¿existe una manera estética, ética o 
religiosa de alcanzar el valor supremo? La Edad Media 
celebró el Venusberg, ese reino de embriaguez cuyo pri- 
mer nacido es Don Juan. Encama el principio estético de 
una existencia abandonada al deseo y al goce de la vida. 
Pero «la mujer inspira al hombre tanto tiempo que éste no 
la posee», ella puede abrirlo al infinito, pero enseguida 
debe desaparecer. El «primer amor» es la primera y única 
fresca evasión romántica, mientras que al final los mundos 
imaginarios nos hunden en la ilusión o la mistificación. El 
seductor fracasa por abstracción, el sonido musical de su 
arte está cascado, su goce de los momentos fugitivos, co- 
mo artista, se realiza a expensas de sus víctimas, que su- 
fren y desentonan. El deseo se reduce a una pura 
geometría, juego del erotismo musical con, en último tér- 


27 



mino, la inquietud y el equívoco del que no se sabe si es 
un bien o es un mal. Hay que sobrepasar lo inmediato 
insuficiente, pues todo momento supremo se acompaña 
de la muerte. El que goza baila sobre el abismo y su deses- 
peración despierta la profunda e infinita melancolía. 

Ahora bien, la desesperación, en su más profundo abis- 
mo, suscita la nostalgia de una elección de sí mismo en su 
valor eterno y es el paso al estadio ético. A los goces irres- 
ponsables del esteta se opone el moralista con su sistema 
de deberes y responsabilidades. Lucha contra el tedio y la 
monotonía de la vida con repeticiones-renovaciones y con 
la profunda seriedad de su yo. Puede alcanzar el valor de 
un arroyo fresco que fluye, pero el estadio ético fracasa 
frente al pecado, la culpabilidad y la angustia. 

Conducido por la mano de Dios, el hombre rebasa a 
pesar suyo el límite de lo ético y lo estético. El caso de 
Abraham muestra una «suspensión de lo ético». El hom- 
bre está siempre sobre un abismo, y sin embargo es feliz. 
Esto es lo absurdo y paradójico de la fe. El Hombre-Dios 
es definitivamente la paradoja del poder supremo. En el 
estadio religioso, el hombre entra en relación de forma 
absoluta con lo Absoluto por medio de la angustia y el 
sufrimiento. 

A pesar del poder de su genio, en su actitud religiosa 
Kierkegaard permanece fren te a Dios y no en Dios. Le falta 
el milagro de las bodas de Cana. El hálito gozoso de la 
gracia nunca recorre las oscuras, las irónicas páginas de 
sus libros y de su vida. En una cristología docética, al 
margen de Pentecostés, la alteridad absoluta de Dios se 
proyecta en la alteridad de todo ser humano y hace impo- 
sible el amor pneumatóforo. La relación negativa, hecha 
de distanciamiento, desemboca en último término en la 
ausencia. Ahora bien, en el caso del sacramento del matri- 
monio, su misma materia es la alteridad amada: finís amo- 


28 



ris ut dúo unum fiant. El Otro divino se me hace más inte- 
rior que mi alma y le sigue el ser amado. Dios viene a 
nuestro encuentro, haciendo de lo ético la ascesis de la 
creación, y de lo estético el advenimiento de su Belleza. 

La existencia de Dios se demuestra con la adoración, no 

/ 

con pruebas. Este es el argumento litúrgico e iconográfico. 
A esto se llega por un salto en la evidencia, en la certeza 
pascaliana. «Da tu sangre y recibe el Espíritu», dice un 
antiguo logion monástico. 

Desde el punto de vista del pensamiento profundo de 
Aristóteles, en la tragedia es donde encontramos la belleza 
y el poder de purificación, porque la belleza no es una 
realidad solamente estética sino también metafísica. El es- 
tetismo puro, que no reconoce más que los valores estéti- 
cos, seguramente es el más alejado de la belleza; 
autónomo y por lo tanto sin defensa, se abre fácilmente a 
las desviaciones demoníacas. La belleza puede ser engaño- 
sa y sus encantos pueden esconder lo inmoral y una sor- 
prendente indiferencia en cuanto a la verdad. Es evidente, 
y san Pablo lo afirma, que la belleza de la naturaleza es 
frágil; efectivamente sufre y espera su liberación de la ma- 
no del hombre religioso ( Rom 8, 21). 

Lo absoluto es Dios, pero Dios sobrepasa la perfección 
abstracta de un concepto filosófico: El es el Viviente, el 
Existente; en tanto que Amor, El es Trinidad; en cuanto 
Amor, es Él mismo y el Otro, el Dios-Hombre. El mundo 
no existe sino porque es amado y su existencia es testimo- 
nio del Padre «que tanto ha amado al mundo» ( Jn 3, 16). A 
la luz de esto, la contemplación, no estética sino religiosa, 
se revela enamorada de toda criatura; en el nivel de la «ter- 
nura ortológica», la contemplación se eleva por encima de 
la muerte, de la angustia y de las «preocupaciones», inclu- 
so por encima de los remordimientos, pues «Dios es más 
grande que nuestro corazón». En el trasfondo de la oposi- 


29 



ción radica] entre el Ser y la Nada, entre la Luz y las Tinie- 
blas, los textos de san Juan se centran en la inmanencia 
recíproca de Dios y del hombre. Desde este momento, es 
evidente que la verdadera Belleza no se sitúa en la natura- 
leza misma sino en la epifanía del Transcendente que hace 
de la naturaleza el lugar cósmico de su resplandor, su 
«zarza ardiente». En sus notas, Dostoievsky recoge el tema 
hesicasta del Reino interiorizado y dice: «la luz del Tabor 
es la que distingue al hombre de la materia que constituye 
su alimento», y Dios le da por añadidura «el pan de los 
ángeles» y su propia sustancia. 

El esplendores inherente a la verdad; ahora bien, ésta no 
existe en abstracto. En el nivel de su plenitud, exige una 
personalización, pretende ser enhipostasiada, y Cristo res- 
ponde declarando: «Yo soy la Verdad». Dada la íntima 
unidad de estos dos aspectos de una sola realidad, la pala- 
bra del Señor significa también: «Yo soy la Belleza», de 
manera que toda belleza es uno de los símbolos de la En- 
camación: «No hay ni puede haber nada más bello y más 
perfecto que Cristo», exclama Dostoievsky. Sin embargo, 
la contemplación de la belleza, contemplación puramente 
estética, incluso la de Cristo, no es suficiente y exige el acto 
religioso de la fe, participación activa e incorporación a la 
belleza transformadora del Señor. La Belleza del Hijo es la 
imagen del Padre-Fuente de la Belleza, revelada por el 
Espíritu de la Belleza. Se trata de la Belleza trinitaria, la 
que contemplamos en la figura del Verbo encamado, 
pues: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre». Éste es el 
orden de la Encamación: Cristo es el «Juicio del juicio», 
dice san Máximo; es el «juicio crucificado» de toda figura 
de este mundo, el Arquetipo de toda forma y por eso, 
según los Padres, la belleza no se formula sino a partir de 
Dios: «Sed perfectos como vuestro Padre celeste es perfec- 
to», también significa «sed bellos como vuestro Padre ce- 


30 



leste es bello», pues la forma de la perfección divina es 
bella desde sus orígenes; es objeto de una contemplación 
silenciosa, «forma que informa todo lo que es informe», 
según la feliz expresión del Pseudo-Dionisio. 

Para los Padres, la Belleza divina es una categoría fun- 
damental, bíblica y teológica; partiendo de ella, la belleza 
en el mundo es una realidad teologal, una cualidad trans- 
cendental del ser, análoga a lo verdadero y lo bueno. La 
armonía de las verdades divinas está personalizada en 
Cristo, que es creído y también es visto y contemplado, 
pues la humanidad deificada del Verbo es ese «candelabro 
de cristal» que irradia la luz trinitaria. La Epifanía, el Ta- 
bor, la Resurrección, Pentecostés son irrupciones fulguran- 
tes que se dejan ver. Pero en estas revelaciones es el objeto 
el que determina enteramente al sujeto. La luz es el objeto 
de la visión, siendo también el órgano. La Transfiguración 
del Señor, en definitiva, era la de los apóstoles, cuyos ojos 
abiertos podían por un momento percibir más allá de su 
kénosis la gloria del Señor; «por una transmutación de sus 
sentidos pasaron de la carne al Espíritu», nos dice Pala- 
mas 2 . 

Según Hebreos 5, 13-14, lo perfecto posee «una ejercita- 
da facultad de percepción», el espíritu de discernimiento, 
función axiológica que distingue infaliblemente tanto el 
bien del mal, como lo bello de lo feo. Dios quiere que su 
epifanía sea percibida por el hombre entero. Palamas su- 
braya con gran intensidad la integridad del ser humano en 
el que «el cuerpo también tiene la experiencia de las cosas 
divinas» 3 . Junto al «kósmos noetós» (mundo inteligible), 
la Tradición sitúa al «kósmos aisthetós» (mundo sensi- 
ble), todo el terreno sensible de los sacramentos, de la li- 


2 Hom. 35; P.G. 151,433 B. 

3 Tome Hagior.; P.G. 1 50, 1 .233 D. 


31 



turgia, del icono y de la experiencia vivida de Dios. Al 
final de la liturgia de san Juan Crisóstomo, con un admira- 
ble realismo litúrgico, los fieles confiesan: «Hemos visto la 
Luz verdadera...» Según san Máximo, los poderes del al- 
ma alcanzan su plenitud mediante los sentidos. El alma 
oye, ve, huele, gusta, y por eso se crea órganos de percep- 
ción, los sentidos. El hombre es una totalidad al mismo 
tiempo espiritual y sensible en función de la Encarnación; 
los sentidos afinados perciben sensiblemente lo insensible, 
o mejor, lo transensibíe. Lo bello aparece como un destello 
de la profundidad misteriosa del ser, de esa interioridad 
que es testimonio de la relación íntima entre el cuerpo y el 
espíritu. La naturaleza «ordenada», «deificada», hace ver 
la Belleza de Dios a través del rostro humano de Cristo; y 
el rostro de san Esteban, relatan los Hechos (6, 15), «era 
igual que el rostro de un ángel»... 

Ims Revelaciones de san Serafín de Sarov hacen explícita, 
en lo esencial, la experiencia religiosa como la experiencia 
de lo transcendente. El santo lamenta la pérdida de la bue- 
na simplicidad: «algunos pasajes de las Santas Escrituras 
nos parecen hoy extraños; ¿podemos admitir aún que los 
hombres puedan ver a Dios de una forma tan concreta? 
Bajo el pretexto de 'luces', nos hemos metido en una oscu- 
ridad de ignorancia tal, que hoy en día nos parece incon- 
cebible todo aquello de lo cual nuestros antepasados 
tenían una noción bastante clara como para poder hablar 
entre sí de las manifestaciones de Dios para con los hom- 
bres como de cosas conocidas por todos y de ninguna ma- 
nera extrañas». 

La conversación del santo con uno de sus discípulos, 
Motovilov, se sitúa en el invierno de 1831, en el corazón 
de un bosque. San Serafín acaba de dar una definición 
sobre la finalidad de la vida cristiana: la adquisición del 
Espíritu Santo. Motovilov le pide que le explique el estado 


32 



rio gracia. El santo le dice entonces que lo mire. «Lo miré y 
quedé estupefacto», pues se le apareció como vestido de 
sol. Ante la petición del santo, se da cuenta de que siente 
«un gozo inefable, tranquilidad, paz»; a esta armonía del 
alma se añaden fenómenos captados por los sentidos: la 
visión de una luz deslumbrante y una sensación inhabi- 
tual de calor y de aroma. La conversación se acaba con 
esta exhortación: «no se te ha concedido únicamente a ti el 
comprender estas cosas, sino que por ti deben ser conoci- 
das por el mundo entero». Ésta es, pues, una de las revela- 
ciones más importantes y está dirigida a todos. 

1.a experiencia relatada no es un éxtasis que hace aban- 
donar este mundo, sino la anticipación de la transfigura- 
ción del ser humano en su totalidad. La participación de 
los sentidos es aquí el elemento más llamativo, que ocupa 
su destacado lugar en la enseñanza patrística. El intelec- 
tualismo de Orígenes y el esplritualismo platonizante de 
san Gregorio de Nisa desvirtúan su doctrina sobre «los 
sentidos espirituales». Muy distintamente se expone dicha 
doctrina en la théosis de san Atanasio, que la hace extensi- 
va al ser entero del hombre, alma y cuerpo. En esta tradi- 
ción magisterial, que cuenta con nombres como Macario 
de Egipto, Juan Clímaco, Máximo el Confesor, Simeón el 
nuevo teólogo, Gregorio Palamas y, finalmente, Serafín de 
Sarov, la gracia experimentada, vivida, sentida como dul- 
zura, paz, gozo y luz, anticipa el estado del siglo futuro. 
San Macario habla de lo «divino experimentado». No se 
trata ni de la supresión de los sentidos descarriados a cau- 
sa de la caída, ni de su sustitución por un órgano recepti- 
vo nuevo, sino de su transfiguración, de su tránsito al 
estado normativo perdido y restituido. Lo espiritual y lo 
corporal se integran conjuntamente en la economía de la 
Encamación. El empleo litúrgico del canto oído, del icono 
contemplado, del incienso olido, de la materia de los sa- 


33 



cramentos recibida sensiblemente o consumida, permite 
hablar de la vista, del oído, del olfato, del gusto litúrgicos. 
El culto eleva la materia a su verdadera dignidad y desti- 
no, y hace comprender que no es una sustancia autónoma, 
sino una función del espíritu y un vehículo de lo espiri- 
tual. 

San Máximo el Confesor nos hace ver «la transforma- 
ción de la actividad de los sentidos, producida por el espí- 
ritu». Para una «percepción» como ésta son insuficientes 
las facultades naturales, y por eso Cristo une la energía 
humana a la energía divina y deificante. Las facultades de 
los sentidos se espiritualizan y se vuelven semejantes a su 
objeto: «aquel que participa de la luz se convierte él mis- 
mo en luz». En el momento de la visión, san Serafín confía 
a Motovilov: «ahora también tú te has vuelto tan 
resplandeciente como yo... de otra suerte, no te sería posi- 
ble verme...» El Evangelio de san Juan lo dice a su manera: 
«lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu 
es espíritu». Según san Agustín, el hombre puede ser car- 
nal hasta en su espíritu y puede ser espiritual hasta en su 
carne. «Los que son dignos de ello, reciben la gracia y 
perciben por los sentidos tanto como por la inteligencia lo 
que está por encima de todo sentido y de toda inteligen- 
cia» 4 . Es la rehabilitación ascética de la materia como subs- 
trato de la resurrección y lugar de las epifanías. 

La belleza de Dios, como su luz, no es ni material, ni 
sensible, ni intelectual, sino que se da en sí misma o a 
través de las formas de este mundo y se deja contemplar 
por los ojos abiertos del cuerpo transfigurado. No se trata 
ni de la mística «sensible» de los mesalianos, ni de una 
reducción a lo inteligible solamente, ni de una materializa- 
ción burda de lo espiritual, sino de la comunión concreta 


4 Tome Hagior.; P.G. 1 50, 1 .233 D. 


34 



de la naturaleza creada del hombre entero con lo increado 
de las energías divinas. Este es el misterio del «octavo 
día», pero su realidad ya está inaugurada en los sacramen- 
tos y alimentada en la experiencia de los santos. San Sera- 
fín, después de Palamas, subraya que la luz de la 
Creación, del Tabor, de Pentecostés, de los sacramentos y 
de la Parusía es la misma y única Luz divina. Lo cual es 
importante para comprender que la espiritualidad cristia- 
na está unida a lo concreto de la Encamación y se ocupa 
del hombre en su totalidad y del cosmos como de «criatu- 
ras nuevas». La Tradición patrística acentúa el aspecto re- 
al, podemos decir también que «materializado», del Reino 
de Dios, una especie de «teomaterialismo» cuya belleza se 
manifiesta ya a través de las formas de este mundo y lo 
prepara para su transformación en «la nueva tierra». 

Lo que se le dio a san Serafín, siendo diácono, fue la 
visión de Cristo rodeado de ángeles y participando en la 
liturgia de su capilla. Las apariciones de la Virgen, de los 
apóstoles y de los santos, con su multitud de detalles y 
precisiones históricas, muestran claramente que no es una 
adaptación de lo espiritual a los bastos sentidos del hom- 
bre sino la elevación, por medio de personas deificadas, de 
toda la realidad de la materia y de la historia sin que se 
pierda nada. Así, san Serafín distribuye de manera muy 
simple el pan que le queda tras la visita de los invitados 
celestes, da a sus discípulos frutas y flores que son visible- 
mente frutos de la «nueva tierra», madurados bajo «nue- 
vos cielos»... 

Es el orden bíblico, muy preciso, de las teofanías terres- 
tres. «¡Qué herniosos son sobre los montes los pies del 
mensajero! El anuncia la paz, la buena nueva y la salva- 
ción. A Sión le dice: ¡Tu Dios reina! ¡Escucha! Tus centine- 
las alzan la voz y a coro cantan jubilosos. Porque con sus 
propios ojos están viendo a Yavé» (/s 52, 7-8). 


35 



El rostro resplandeciente de Dios vuelto hacia los hombres 
es el de Cristo transfigurado. Los Padres han afirmado, 
contra los iconoclastas, que no es ni la naturaleza divina ni 
la naturaleza humana sino la hipóstasis de Cristo la que se 
nos aparece en los iconos. Así es como el icono en la pers- 
pectiva de la experiencia religiosa alimenta la visión de 
Dios en la luz del octavo día. 


36 



CAPITULO IV 


La palabra y la imagen 


El Evangelio de san Juan comienza por el misterio del 
Hijo y lo llama Logos. Traducirlo por Palabra es reducir el 
sentido infinitamente más rico que el término tiene en 
griego. La versión latina de san Ireneo ha conservado la 
forma griega Logos y quizá sea la mejor solución. Orígenes 
anota que algunas palabras «no pueden tener la misma 
resonancia en otras lenguas y que más vale dejarlas sin 
traducir antes que disminuir su fuerza por la traducción' », 
palabras como Amén, Aleluya, Hosanna. Martín Buber 
advirtió que «el lenguaje bíblico conserva el mismo carác- 
ter dialogal que la realidad viva. El coro que en el Salmo 
hace esta oración: »¡Por tu amor, sálvanos!«, escucha sola- 
mente el silencio para saber si ha sido atendido» 1 2 . 

La liturgia hace suyo este lenguaje dialogal y evocativo. 
Durante la «liturgia de los catecúmenos» que es la de la 
Palabra, el Evangelio está en el centro del altar, mientras 
que durante la «liturgia de los fieles» cede el sitio al cáliz. 
La Palabra culmina en la eucaristía, alcanza su plenitud en 
Dios vivo, se ofrece como alimento. 


1 De doctr.cr.U.M. 

7 Opera omn ia, 1 1 , 1 .090. 


37 



La Palabra entra en la historia no solamente hablando 
sino creando esta misma historia, e incita a los hombres a 
actuar de forma que su espíritu se manifieste visiblemente. 
El tiempo es inseparable del espacio y toda palabra crea- 
dora se dirige al oído y a la vista: «Os anunciamos lo que 
contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Pa- 
labra de vida; pues la vida se ha manifestado, y nosotros 
la hemos visto» (2 ]n 1, 1-3). Este texto nos proporciona un 
magnífico testimonio del carácter visual del Verbo. Al or- 
den inteligible se asocia el orden visual, a la palabra la 
imagen. 

Habitualmente, se ha pensado que en el helenismo lo 
visto predominaba sobre lo oído y que en los hebreos pri- 
maba lo oído. Israel es el pueblo de la palabra y de la 
escucha. Pero el teólogo protestante G. Kittel 3 anota que en 
los textos mesiánicos el «Escucha, Israel» cede el sitio a 
«Levanta los ojos y ve», la audición da paso a la visión. El 
Señor transfigurado se reúne con Moisés y Elias, pues son 
precisamente los grandes videntes del Antiguo Testamen- 
to. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos 
verán a Dios», y san Esteban ve el cielo abierto en el mo- 
mento de su martirio. El apocalipsis de los evangelios y el 
de san Juan hablan de lo último, del eschaton ; en este plano 
sentimos la impotencia de la sola palabra, y, por eso, la 
culminación es una inmensa visión resplandeciente de for- 
mas y colores que hablan a su manera propia y plástica- 
mente. Ante la angustia de Job, Dios responde con una 
sucesión masiva de imágenes que revelan y al mismo 
tiempo protegen su misterio, y Job confiesa: «¡Mi oreja 
había oído hablar de ti, pero ahora mi ojo ha visto!» En la 


3 Die Religiungeschichte und das Urchristentum. 


38 



Biblia, la palabra y la imagen dialogan, se llaman la una a 
la otra, expresan los aspectos complementarios de la mis- 
ma y única Revelación. 

Muchos signos visibles jalonan la historia y recompo- 
nen el arco iris, imagen celeste de la alianza inquebranta- 
ble entre Dios y los hombres. Los altares y los santuarios 
prefiguran el templo, lugar teofánico, y testimonian en 
contra de toda forma abstracta de la piedad. Los profetas 
están angustiados por lo puramente espiritual; evalúan la 
distancia trágica, insufrible entre el cielo y la tierra, e Isaías 
lanza el grito del alma judía: «si rasgases los cielos y des- 
cendieses sobre la tierra». Este grito nos da a entender la 
exigencia de la dimensión espacial, que espera y atrae la 
Encamación: «En verdad os digo que veréis abrirse el cielo 
y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo 
del hombre» (Jti 1, 51). 

La palabra tiende a la «demostración», la imagen a la 
«muestra». A lo largo de su historia, el Antiguo Testamen- 
to es una lucha contra los ídolos, las falsas imágenes, y por 
lo tanto la espera de la Imagen verdadera. En último tér- 
mino, Dios revela su rostro humano, la Palabra se vuelve 
objeto de contemplación: «Dichosos los ojos que ven lo 
que vosotros veis» (Le. 10, 23). 

Jesús ha curado a los sordos, ha abierto también los 
ojos de los ciegos. Lo invisible se revela en lo visible: 
«quien me ha visto a mí, ha visto al Padre». Desde enton- 
ces, la imagen forma parte de la esencia del cristianismo 
con el mismo título que la palabra. La Palabra en su punto 
culminante se ofrece como alimento de dioses: «tomad y 
comed, esto es mi cuerpo» y el día de Pentecostés todo se 
abrasa con las lenguas de fuego. 

La Cruz no expresa este silencio del gran Sábado; sola- 
mente su icono hace oir verdaderamente, incluso podría- 
mos decir que hace ver este silencio. Es muy significativo 


39 



que el Símbolo de la je sea justamente «símbolo», sin conte- 
ner palabras puramente doctrinales, pero que confiesa los 
misterios de la fe trazando la sucesión de los aconteci- 
mientos de la salvación. Se presta admirablemente a la 
transcripción iconográfica, y los iconos de las fiestas litúr- 
gicas nos lo confiesan en imágenes epifánicas : a través de lo 
visible, el Invisible viene hacia nosotros y nos acoge en su 
Presencia. 

La liturgia es una representación escénica de la Biblia, 
la Palabra dada en espectáculo litúrgico: «Dios nos ha ex- 
puesto, a nosotros los apóstoles, ofreciéndonos como es- 
pectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres» (7 Cor 4, 
9). «Ha borrado el acta de los decretos que estaba redacta- 
da contra nosotros... ha despojado a los poderosos y los ha 
entregado como espectáculo público, triunfando de ellos en 
la cruz» ( Col 2, 14-15). 

La liturgia construye su propio escenario: el templo es- 
tructurado, las formas y los colores, la poesía y el canto; su 
armonía, en conjunto, se dirige a la totalidad del hombre. 
Su nivel de elevación exige sobriedad, medida y gusto 
artístico. Por eso la liturgia celeste de la que habla el Apo- 
calipsis informa y estructura la liturgia terrestre, le da su 
tonalidad de icono de lo celeste. Define el arte sagrado por 
un criterio infalible: la participación en el misterio litúrgi- 
co. 

El caso paradójico del auténtico filósofo Chestov mues- 
tra que toda negación de la filosofía ya es una filosofía. El 
rechazo de la imagen ya es una cierta imagen, imagen 
empobrecida de la espera que es una regresión hacia la 
pre-iconografía del Antiguo Testamento. La única y ver- 
dadera cuestión es la de saber qué imágenes son legítimas 
y conformes a la total Revelación. 


40 



CAPITULO V 


La ambigüedad de la belleza 


«Sabéis que la humanidad puede pasar sin los ingleses, 
que puede pasar sin Alemania, que nada le resulta más 
fácil que pasar sin los rusos, que para vivir no necesita de 
ciencia ni de pan, pero que solamente la belleza le es indis- 
pensable, pues sin belleza ¡ya no habría nada que hacer en 
este mundo! ¡Ahí reside todo el secreto, toda la historia 
está ahí!»' De esta manera expresa DostoVevsky su profun- 
da convicción. Si ya para Aristóteles la tragedia purifica 
las pasiones, y para Platón la música y la poesía virilizan 
el espíritu, quiere decirse que la perfección de las formas 
no es extraña a la verdad y al bien. No obstante, basta 
unirlas más estrechamente para hacer surgir la utopía es- 
tética, su creencia idólatra en el poder teúrgico y mágico 
del arte. ¿No es el arte transfigurativo por el solo poder de 
la Belleza? Como un rayo de Dios sobre la tierra, ¿no cam- 
bia enseguida la faz del mundo sólo con aparecer? Tal es 
la fe del joven Gogol: «Si el arte no culmina en el milagro 
de transformar el alma del espectador, no es más que una 
pasión pasajera...» 

Ahora bien, si la verdad siempre es bella, la belleza no 
siempre es verdadera. Plotino da buena cuenta de ello: «El 


1 Los Poseídos, 1 . 111 . 


41 



mal, dice, está preso en los lazos de la belleza, como un 
cautivo cubierto de cadenas de oro; estos lazos lo escon- 
den a fin de que su realidad sea invisible a los dioses, a fin 
de que no esté siempre ante la mirada de los hombres» 2 ... 

Dios no es el único que «se viste de Belleza», el mal lo 
imita y hace que la belleza sea profundamente ambigua. 

«¡Cómo has caído del cielo. Lucifer!, tú, que por las 
mañanas te levantabas lleno de belleza, te has hundido en 
la tierra» ( Is 14). - «Tu corazón se ha henchido de orgullo a 
causa de tu hermosura... has perdido la sabiduría por tu 
belleza» ( Ezeq 28). El mito bíblico del árbol del fruto prohi- 
bido reproduce la misma situación: «La mujer vio que el 
fruto era bueno para comer, hermoso a la vista y deseable», o 
dicho de otro modo, agradabe a los sentidos y estético en 
su más alto grado. El goce sensual se erige en absoluto, se 
sitúa más allá del Bien y del Mal. La belleza ejerce sus 
encantos, convierte al alma humana a su culto idolátrico, 
usurpa el lugar de lo absoluto, con una extraña y total 
indiferencia en lo que se refiere al Bien y a la Verdad. 

Gogol se abandona a sus amargas ilusiones: «Desgra- 
ciadamente, a causa de la voluntad del diablo que aspira a 
destruir la armonía del Universo, la Belleza cayó terrible- 
mente burlada en un abismo atroz». - «¡Cuán horrible es 
nuestra vida y sus contrastes entre el sueño y la realidad... 
Más te hubiera valido [Belleza] no existir, permanecer aje- 
na a este mundo...!» 

En connivencia con el Éros pervertido, la belleza suscita 
pasiones que exterminan la vida y muestran el rostro re- 
pulsivo de la Afrodita terrestre: «¡No confiéis nunca en lo 
que veis... alejaos y proseguid vuestro camino... Todo res- 
pira la mentira a todas horas del día y de la noche; pero. 


2 Octavo tratado de las F.néadus I. Ed. Budé, p. 130. 


42 



sobre todo, cuando las pesadas tinieblas caen sobre el so- 
lado y las paredes de las casas, cuando la ciudad se llena 
de rayos y truenos y las miríadas de calesas pasan como 
tromba en medio de gritos... mientras que el demonio mis- 
mo enciende su lámpara e ilumina a hombres y cosas, que 
presentan entonces un aspecto ilusorio y engañoso...» 

El amoralismo congénito del ser humano, su caos inte- 
rior, se forma de manera natural por la fuerza irresistible 
de los impulsos estéticos del alma. El principio moral por 
sí solo nunca puede oponerse ni resistir al estado pasional 
porque sucumbe. El dinamismo, desencadenado por las 
pasiones, lo arrastra todo en función de una total libera- 
ción de todo principio normativo; y es justamente la esfera 
estética la que ofrece la libertad más amplia. Su poder de 
embrujamiento libera de toda obligación; al Éros de la 
creación se opone el Éros de la destrucción. 

Si Dostoi'evsky comienza también por una constatación 
simplista: «lo bello es lo normal, lo sano» pronto se da 
cuenta de que no todo es así de simple. Él lanza sus céle- 
bres palabras: «La belleza salvará el mundo». Pero ense- 
guida pregunta «¿cuál?», porque la «belleza es un 
enigma»; desdoblada embruja, fascina y hace perecer. 
«Los nihilistas también aman la belleza», anota; los ateos, 
quizá más que los otros, experimentan la necesidad irre- 
sistible de un ídolo y enseguida lo fabrican para adorarlo. 
Incluso antes de comprender y de vivir la belleza y el 
amor, el hombre ya los ha profanado. El problema ahora 
se plantea de otra forma: ¿tiene en sí misma la belleza un 
poder salvífico, o, por haberse vuelto ambigua, necesita 
también ser salvada y protegida? 

Dostoi'evsky reflexiona como filósofo. Para él no cabe 
duda de que la unidad inicial de la Verdad, del Bien y de 
la Belleza se ha dislocado. Los principios gnoseológico, 
ético y estético ya no se encuentran integrados en el prin- 


43 



cipio religioso; como autónomos, cada uno manifiesta fa- 
talmente la más profunda ambigüedad; «la idea estética se 
ha visto perturbada en el hombre»: «el corazón encuentra 
belleza hasta en la vergüenza, en el ideal de Sodoma, que 
es el de la inmensa mayoría. Se trata del duelo entre Dios 

y el Diablo, siendo el corazón humano el campo de bata- 
lla...» 

Ante tal cisma ontológico, el genial psicoanálisis de 
Dostoievsky pasa a la no menos genial psicosíntesis. Co- 
mo buen prospector, toca al mismo tiempo un filón aurífe- 
ro. Su psicosíntesis es una aprehensión adulta del hombre 
y de su destino. Conduce, dentro del pensamiento, a una 
pneuniatología, y, dentro de la existencia, a la adquisición 
del Espíritu Santo, al carismatismo de la «vida viviente». 
La verdad religiosa condiciona y reúne en sí los valores 
ético y estético: «Si se privase a los humanos de lo infinita- 
mente grande, ya no querrían vivir y morirían de desespe- 
ración. Lo inconmensurable y lo infinito son tan necesarios 
para el hombre como el pequeño planeta en el que se mue- 
ve». La aspiración a la belleza coincide con la búsqueda de 
lo Absoluto y de lo Infinito. Los mismos términos de 
transfiguración, encamación, imagen, luz, son siempre ac- 
tuales en todos los artistas, y testimonian la unidad secreta 
del arte y de la religión. A pesar de los estancamientos, la 
fuerza dominadora y soberana según la cual se forman y 
se mueven los pueblos es «el inextinguible deseo de alcan- 
zar la plenitud: el Espíritu de vida, como dice la Escritura, 
es el principio estético o el principio moral, como lo lla- 
man los filósofos; yo diría simplemente que es la búsqueda 
de Dios». Ahora bien, desde el momento en que el Espíritu 
Santo habla por la belleza, como «ha hablado por los pro- 
fetas», la «salvación por la belleza» ya no es el principio 
autónomo del arte sino una fórmula religiosa: «El Espíritu 
Santo es una comprensión inmediata de la belleza, la con- 


44 



ciencia profética de la armonía». En la santidad, en el Espí- 
ritu, es donde el hombre reencuentra la intuición inmedia- 
ta de la verdadera belleza. Llena del Espíritu, deificada, la 
naturaleza humana de Cristo es, para Dostoi'evsky, «la 
imagen positivamente, absolutamente bella», y «el Evan- 
gelio de san Juan ve el milagro de la Encamación en la 
revelación de la belleza». 

La belleza natural es real, aunque frágil. Por eso, en la 
cima del ser se encuentra la belleza personalizada en un 
santo que se convierte en el centro hipostasiado de la na- 
turaleza en cuanto «microcosmos» y «microthéos». La na- 
turaleza espera gimiendo que su belleza sea salvada a 
través del hombre hecho santo. 

Dicha tarea es escatológica, es el arte emparentado con 
la visión apocalíptica de las cosas últimas, con la visión 
fulgurante del icono. La integración de todos los princi- 
pios en la Cultura-Culto sobrepasa las fuerzas naturales y 
reclama la energía de los santos y el poder pneumatóforo 
de la Iglesia. Este arte es actual pues está por encima de las 
épocas y en el corazón de la existencia. Vierte en el mundo 
esa sal de que habla el Evangelio y sin la cual la vida es 
insulsa; suscita «la belleza sin la cual no habría nada que 
hacer sobre la tierra». Tal belleza introduce a Dios en el 
alma como zarza ardiente que introduce allí sus raíces. 
Como san Juan Bautista, el violento, esta belleza conduce a 
los infiemos, allí encuentra a Cristo y oye su mensaje de 
victoria sobre la muerte. En la Cruz, descifra la escala de 
Jacob y el árbol de la Vida. Se presiente ya el icono de la 
filantropía divina que dibuja la sonrisa del Padre. Todo el 
misterio de Dios está contenido en esta sonrisa 1 . El icono 
nos hace presentir que tendremos toda la eternidad para 


3 Ver i:i idiota de IXxmwrvsKY. 


45 



contemplar esta sonrisa, siempre nueva como el primer 
día de la creación... 

La belleza que salva el mundo se halla en la realidad de 
que habla la oración que Dionisio el Pseudo-Areopagita 
dirige a la Theotókos: «Deseo que tu icono se refleje sin 
cesar en el espejo de las almas y las conserve puras hasta 
el fin de los siglos, que vuelva a levantar a los que están 
inclinados hacia la tierra y que dé esperanza a los que 
contemplan e imitan este eterno modelo de belleza...» 
Aquí es donde la fórmula «la belleza salvará al mundo» 
recibe toda su justificación. Es la fuerza de curación que 
emanaba de Cristo el «Gran Curador»: «habiendo resta- 
blecido la imagen mancillada en su antigua dignidad, la 
unió a la belleza divina»; ésta también emana de todo ico- 
no, llamado «milagroso» por el ritual, en su ministerio de 
protección y de curación. 

Parece que Dostoievsky ha captado bien todo el signifi- 
cado de tal visión iconográfica del mundo. Como novelista, 
ha experimentado una dificultad insuperable queriendo 
describir un tipo positivamente bueno. Se pregunta qué 
puede hacer este hombre ideal en la vida: ¿ser juez de paz, 
reformador social?... Renuncia a ello, tomando prestado su 
tipo ideal de las vidas de los grandes espirituales. Por eso 
sus santos no participan en el dinamismo exterior de los 
acontecimientos, o, si participan, es de otro modo. Dos- 
toievsky dibuja un rostro de santo y lo suspende en la 
pared del fondo como un icono. Pero en su luz reveladora 
y terapéutica es donde se descifra el sentido de los aconte- 
cimientos que se suceden en la escena del mundo... 

Frente al activismo, es verdad, un santo es absoluta- 
mente «inútil», como inútiles son la belleza y sus iconos, 
como Dios es inútil, según la reciente confesión del escri- 
tor ateo Roger Ikor, inútiles en las ficciones y los sueños de 
este mundo; ¡y sin embargo Dios salva, un santo aclara y 


46 



explica! Ninguna estructura sociológica prevé un ser cuya 
existencia total se redujese a no ser más que una teofanía. 
Y sin embargo es lo único «serio», pues pone fin a lo ab- 
surdo y establece otro eón como un sello en el corazón del 
mundo. 

Al lado de una civilización técnica, altamente práctica y 
utilitaria, se presenta la cultura del espíritu, que es un 
campo predestinado a «cultivar» los valores «inútiles», 
más exactamente, «gratuitos», hasta el momento de la últi- 
ma superación hacia lo «único» no ya «útil» sino «necesa- 
rio», según palabras del Evangelio. 


47 



CAPITULO VI 


La cultura, el arte 
y sus carismas 


1. Dios y el Hombre. 

Si la noción bíblica de la «imagen y semejanza de Dios» 
es fundamental para una antropología cristiana, hay que 
decir, muy paradójicamente, que es todavía más decisiva 
para una antropología atea. En efecto, la semejanza entre 
Dios y el hombre nunca ha sido negada por el ateísmo. 
Para Nicolás Hartmann, Feuerbach o Marx, la persona hu- 
mana se define por unos atributos propiamente divinos: 
inteligencia, libertad, creación, clarividencia profética. Pa- 
ra Sartre, el hombre es esencialmente proyecto, por lo tan- 
to libertad, lo cual significa que la existencia precede y 
prima sobre la esencia. Es exactamente lo mismo que san 
Gregorio Palamas afirma refiriéndose a Dios: «'Yo soy El 
que soy' significa que lo Existente divino no proviene de 
la esencia, sino que es la esencia la que proviene de Aquel 
que es, pues El que es abraza en sí mismo al Ser por ente- 
ro»'. 

En La fe de un no creyente, F. Jeanson afirma: «el Univer- 
so es una máquina que hace dioses... la especie humana es 


' Tr. 111 , 2 , 12 . 


49 



capaz de encamar a Dios y de realizarlo». Para Heidegger, 
más pesimista, el hombre es un «dios impotente», pero 
dios al fin y al cabo. Siempre, el hombre se piensa en 
relación con lo Absoluto; comprender al hombre es desci- 
frar esta relación. Podemos avanzar que, exactamente por 
la misma razón, tanto para los creyentes como para los 
ateos, el problema del hombre es un problema teándrico, 
divino-humano. Dios es el arquetipo, el ideal-límite del yo 
humano. Para Rudolf Steiner, fundador de la antroposo- 
fía, en la oración dominical el hombre se dirige a su propia 
esencia divina que es precisamente su propio Dios Padre. 
Es verdad que la persona humana lleva en sí algo de lo 
absoluto, de su aseitas, y a su manera, existe en si y para sí; 
éste es el elemento principal del sistema filosófico de Sar- 
tre. De esta manera. Dios y el hombre se asemejan; ni los 
poetas griegos, ni el escéptico Xenófanes, ni Feuerbach, ni 
Freud lo han negado nunca. Todo consiste en saber quién 
es el creador del otro... 

La visión atea adquiere una singular importancia meto- 
dológica; en efecto, los ateos identifican a Dios y al hom- 
bre y no se detienen ante la enormidad de semejante 
identificación; hay que confesar que ellos son infinitamen- 
te más consecuentes que los cristianos en lo que se refiere 
a las afirmaciones de la Biblia y de los Padres de la Iglesia, 
que no son menos sorprendentes. 

El pensamiento de los Padres se remonta a la relación 
entre Dios y su creación. La noción bíblica de la «semejan- 
za» condiciona la Revelación. Si Dios Verbo es esta Pala- 
bra que el Padre dirige al hombre, su hijo, quiere decir que 
existe una cierta conformidad, una correspondencia entre 
el Logos divino y el logos humano; es el fundamento mito- 
lógico de todo conocimiento humano. Las leyes de la natu- 
raleza son establecidas por el Arquitecto divino. Dios es 
Creador, Poeta del Universo y el hombre se le asemeja. 


50 



siendo también creador y poeta a su manera. San Gregorio 
Palamas precisa: «Dios, que lo transciende todo, incom- 
prensible, indecible, consiente en hacerse participable a 
nuestra inteligencia». Aún más: «El hombre es semejante a 
Dios, porque Dios es semejante al hombre», afirma Cle- 
mente de Alejandría 2 . Dios esculpía el ser humano mien- 
tras miraba en su Sabiduría la humanidad celeste de 

3 y / 

Cristo . Esta está predestinada «a reunir todas las cosas, 
tanto las que están en los cielos como las que están en la 
tierra» - «misterio escondido en Dios antes de todos los 
siglos» 4 : la creación del hombre a imagen de Dios tenía 
como fin la Encarnación, se la entienda como se la entien- 
da, puesto que implica el último grado de comunión entre 
Dios y el hombre. El icono de la Theotókos (del estilo de la 
E/cowsíí-temura) sosteniendo al niño Jesús lo expresa ad- 
mirablemente. Si existe el nacimiento de Dios en el hom- 
bre (la Natividad), también existe el nacimiento del 
hombre en Dios (la Ascensión). 

Hay que prestar atención a esta visión de los Padres: la 
deificación del hombre es una función de la humanización 
de Dios: «el hombre es el rostro humano de Dios», dice 
san Gregorio de Nisa 3 , y por eso «el hombre destinado al 
goce de los bienes divinos ha tenido que recibir en su 
naturaleza misma un parentesco con aquello en que debía 
participar» 6 . Del mismo modo, san Macario dice: «Entre 
E>ios y el hombre existe el mayor parentesco» 7 . El Espíritu 


7 P.C. 9,293. 

3 CfGo/1, 1S; I Cor. 15,47;/n3, 11. 

4 E/1, 10; 1 Cor. 2, 7. 

5 P.C. 44, 446 B C. 

6 Or. Cal. c/5; P.C. 45, 21 C D. 

7 Hom. 45. 


51 



humano no se realiza si no es en el «medio divino»: «Con- 
templar a Dios es la vida del alma» 8 . 

En este nivel divino es donde se sitúa la antropología 
de los Padres; ésta sorprende por sus fórmulas incisivas, 
paradójicas, sumamente audaces. Basta con tomar al azar 
algunas tesis bien conocidas, siempre asombrosas: «Dios 
se hace hombre para que el hombre se haga Dios por la 
gracia y participe en la vida divina». - «El hombre es un 
ser que ha recibido la orden de hacerse Dios». - «El hom- 
bre debe unir la naturaleza creada y la energía divina in- 
creada». - «Yo soy hombre por naturaleza y Dios por la 
gracia». - «El que participa en la energía divina se hace él 
mismo, en cierta medida, luz». - «Microcosmos», el hom- 
bre es también un «mikrotheos». - «En su estructura es 
donde el hombre lleva el enigma teológico», que es un ser 
misterioso, homo cordis absconditus 9 , definición netamente 
apofática y que explica el interés de los Padres por el con- 
tenido de la imago Dei. Para san Gregorio de Nisa, la 
riqueza de la imagen refleja las perfecciones divinas, con- 
vergencia de todos los bienes, y subraya el poder propia- 
mente divino de determinarse libremente por sí mismo. 

Cuando el hombre dice: «yo existo», traduce en lo hu- 
mano algo del carácter absoluto de Dios que dice: «Yo soy 
el que soy». 

Para los Padres estas fórmulas eran «palabras esencia- 
les», palabras de vida recibidas y vividas. Desgraciada- 
mente, en la historia, desde estas cimas vertiginosas se ha 
operado una caída de la teología escolar hacia la banali- 
dad, en donde estas imágenes de fuego se han convertido 
en clichés sin vida, lugares comunes que se han utilizado 


8 San Gregorio de Nisa, De infurtí., P.C. 46, 176 A. 

9 /P.3,4. 


52 



para reforzar tal o cual posición teológica, cerebral, abs- 
tracta, polémica, sin extraer ninguna conclusión conmove- 
dora, revolucionaria para la vida del mundo. Algunos 
teólogos «desmitifican» el realismo último de los Padres y 
por eso debilitan el mensaje explosivo de los Evangelios. 
En el plano de la piedad corriente, el ascetismo mal com- 
prendido llega a tocar el oscurantismo. La humildad, con- 
vertida en algo formal y en una especie de pasaporte de la 
buena ortodoxia, conduce a una posición extrema en la 
que el hombre, reducido a poca cosa, ya no puede sino 
negarse o rebelarse. El monofisismo nunca ha sido rebasa- 
do en ciertas corrientes de la piedad y ha tomado la forma 
del «egoísmo trascendente» de la salvación individual. Es 
el desprecio monofisita de la carne y de la materia, la hui- 
da de los espíritus puros hacia lo celeste, el desconoci- 
miento de la cultura y de la vocación del hombre en el 
mundo, una hostilidad e incluso un odio hacia la mujer y 
la belleza. «El amor loco» ( manikon éros) de Dios por el 
hombre, según Nicolás Cabasilas, o según las magníficas 
palabras del Metropolita Filaretes de Moscú: «El Padre es 
el Amor que crucifica, el Hijo es el Amor crucificado y el 
Espíritu Santo es la fuerza invencible de la Cruz» 10 , esta 
religión del Amor crucificado se ha transformado muy ex- 
trañamente en religión ya sea «paternalista» (clericalismo), 
ya sea del «Padre sádico», religión de la ley y del castigo, 
de la obsesión del infierno, religión «terrorista», en donde 
el Evangelio se reduce a un sistema puramente moralista... 
Incluso en el siglo XIX, según la teología normal, el «rico» 
representaba la Providencia divina y los «pobres» ¡debían 
bendecir a Dios por haber puesto en el mundo unos ricos 


10 Oraisons. homélies et discours (Oraciones, homilías y discursos), trad. por A. Di; 
Stoukdza, París, 1849, p. 154. 


53 



así! Desde que la riqueza y la pobreza se consideran como 
institución divina sólo se puede escoger entre el Padre, tira- 
no temible, y el Padre, patriarca bonachón y tranquiliza- 


Ahora bien, la verdadera Tradición enseña la tensión 
auténticamente dialéctica, tan fuertemente señalada por 
san Gregorio Palamas: no una cosa o la otra, sino una y 
otra a la vez. Se trata de la tensión entre la humildad subje- 
tiva y el hecho objetivo de ser co-liturgo, co-creador, co- 
poeta con Dios. Hay que reaprender las antinomias antaño 
tan familiares para los Padres de la Iglesia. El hombre di- 
ce: «Yo soy imperfecto», y Dios le responde: «Sed perfec- 
tos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto». 
El hombre dice: «Soy polvo y nada», y Cristo le dice: «Vo- 
sotros sois dioses, y sois mis amigos». «Sois de la raza de 
Dios», afirma san Pablo, y san Juan: «habéis recibido la 
unción del Santo y lo sabéis todo». «Yo llevo los estigmas 
de mis iniquidades, pero soy a imagen de tu gloria inven- 
cible», dice en una síntesis vigorosa el tropario del oficio 
fúnebre. 

El hombre es creado y, sin embargo, no es creado sino 
«nacido del agua y del Espíritu Santo»; es terrestre y celes- 
te, criatura y dios en proceso de realización. «Un dios 
creado» es una de las nociones más paradójicas, al igual 
que la «persona creada» y la «libertad creada». La audacia 
de los Padres profundiza estas máximas y estos apoteg- 


" Se comprende la violenta reacción de Jacques Prévert: 
«Padre Nuestro que estás en los cielos. Quédate ahí. 

Y nosotros nos quedaremos en la tierra 
Que a veces es tan hermosa 

Con sus misterios de Nueva York 

Y sus misterios de París 

Que bien valen el de la Trinidad».... 


54 



mas a fin de «no entristecer» y de «no apagar al Espíritu 
Santo». 

En efecto, la théosis oriental no es una solución lógica, 
no es un concepto, sino una solución de vida y de gracia, 
solución antinómica como todo carisma, y que se remonta 
a la antinomia de Dios mismo. Los Padres lo han visto al 
decir que el Nombre de Dios es relativo al mundo. Cómo 
Dios mismo puede ser a la vez absoluto y relativo. Dios de 
la historia y Dios en la historia, tal es el misterio de su 
Amor que transciende su propio carácter absoluto para 
revelarse Paternidad. Así también las palabras de san 
Efrén el Sirio: «Toda la Iglesia es la Iglesia de los peniten- 
tes y de los que perecen», pueden armonizarse con las 
palabras de san Simeón el Nuevo Teólogo: «En verdad, es 
un gran misterio - ¿Dios entre los hombres. Dios en medio 
de los dioses por deificación?» Sin embargo, es el mismo 
misterio. 

2. la Iglesia y el Mundo 

El Concilio Vaticano II, en el esquema XIII, aborda este 
misterio al tratar de la gran cuestión sobre la Iglesia en el 
mundo. No obstante, es un punto de partida; el Señor ha 
puesto la Iglesia en el mundo y le ha encargado una mi- 
sión apostólica de testimonio y de evangelización. Pero 
esto no es más que el comienzo de su misión, cuya ampli- 
tud obliga a invertir los términos, a entrever el resultado 
trazando la visión del mundo en la Iglesia, lo cual comporta 
la evaluación exacta, por lo tanto máxima, de la creación 
humana y de la cultura. Esta reflexión se impone a los 
teólogos a fin de construir una correcta teología del mun- 
do. Es precisamente la escatología la que invita a profun- 
dizar en esta visión, a aprehender toda la realidad 
absolutamente nueva de la imagen de Dios, redimida en 
Cristo, a revelar también la naturaleza exacta y el papel de 


55 



los ángeles y los demonios en la vida de los hombres; a 
hacer valer, sobre todo, el hecho de la santidad, como 
martyria y carisma profético en el contexto actual de la 
historia. Se trata del confrontamiento creador del mundo y 
de su destino a la luz del plan de Dios sobre él. 

En la historia, los Imperios y los Estados «cristianos», al 
igual que las Teocracias, se derrumban bajo la presión del 
mundo, que rechaza su pura y simple sumisión a las auto- 
ridades eclesiásticas. Todo bien que viola y fuerza las con- 
ciencias se convierte en mal y es, según Berdiaeff, «la 
pesadilla del bien impuesto» en el que la libertad humana, 
querida por Dios al precio de su muerte, permanece des- 
conocida. Al compelle mirare de san Agustín, que debía 
justificar la institución de la inquisición, se oponen las 
magníficas palabras de san Juan Crisóstomo: «Aquel que 
mata a un hereje comete un pecado inexpiable». Mucho 
antes que Hegel y Nietzsche, san Cirilo de Alejandría opo- 
nía a la dialéctica del «Señor y del esclavo» la del «Padre y 
del Hijo» 12 . Por eso a la dominación del mundo, a su sumi- 
sión al poder de la Iglesia, se opone la llamada central del 
Evangelio al «rapto del Reino de Dios», a la violencia cris- 
tiana que «arrebata los cielos». 

La historia y la escatología se compenetran, existen la 
una en la otra. El significado de Pentecostés y el de los 
dones del Espíritu Santo, el sentido universal de la epícle- 
sis, sobre todo escatológica y parusíaca, precisan, según la 
fórmula de san Máximo, la vocación fundamental de los 
cristianos en el mundo: «unir la naturaleza creada [el 
mundo] con la energía deificante increada» (de la cual la 
Iglesia es la fuente viva). La Iglesia en el mundo cualifica 
el tiempo y la existencia por el eschaton, calificación que 
juzga toda existencia cerrada, replegada sobre su propia 


12 Tesoro , 5 ; P.G. 75, 65 - 68 . 


56 



inmanencia, y afirma así la vocación sacerdotal del mismo 
mundo. El mundo no se convierte en la Iglesia, sino que, 
en armonía «sinfónica» con la Iglesia, «sin confusión y sin 
separación», realiza su propia tarea por medio de sus pro- 
pios carismas. 

Actualmente, lo que se llama la «sociedad responsable» 
se hace consciente de ser el sujeto activo de su destino y de 
la dimensión universal de la comunión de los hombres. 
Por eso la Iglesia, dirigiéndose a la sociedad, no se dirige a 
un cuerpo extraño y separado. Los textos del Vaticano II 
se dirigen indistintamente a los creyentes y a todos los 
hombres. La palabra de la Iglesia contiene esa sal y esa 
semilla que determinarán finalmente su alcance en el seno 
de las civilizaciones de hoy. Y es porque se acerca, no 
solamente a ios individuos, sino a las naciones y a los 
pueblos, a fin de suscitar la elección responsable y poner 
la atención, por ejemplo, en los problemas del reparto de 
los bienes de la tierra, del tercer mundo o de la automat- 
ización. 

No existe ningún dualismo ontológico de la Iglesia y 
del mundo, de lo sagrado y de lo profano; el dualismo es 
ético: el del «hombre nuevo» y «hombre viejo», de lo sa- 
grado (redimido) y de lo profanado (demonificado). Se- 
gún los Padres, el hombre es un microcosmos pero la Iglesia 
es un macro-anthropos. Es su dimensión cósmica y pan-hu- 
mana la que, por medio de la diaconía cuyo arquetipo es el 
«buen samaritano», tiende puentes sobre los abismos y 
suprime toda separación (emancipación, secularización, y 
por otra parte, nestorianismo o monofisismo) conservando 
la distinción de las vocaciones. El mundo, a su manera, 
entra en el macro-anthropos de la Iglesia, él es el lugar de 
las conclusiones últimas, de la apocatdstasis, esfera de la 
Parusía y «nueva tierra» en potencia. 


57 



En vez de las falsas «sacralizaciones», se presentan las 
verdaderas «consagraciones»: en Oriente, todo bautizado 
pasa, en el momento del sacramento de la unción crismal, 
por el rito de la tonsura que lo consagra enteramente al 
servicio del Señor. Este rito, análogo al rito monástico, in- 
vita a cada uno a reencontrar el sentido del monaquisino 
interiorizado que el sacramento enseña a todos. Por el con- 
trario, ya es hora de «desacralizar» todo lo que se ha petri- 
ficado, inmovilizado en el circuito cerrado del gueto 
eclesial. Por otra parte, también es urgente desacralizar el 
materialismo marxista; no es suficientemente racionalista 
ni lógicamente materialista. Si el ateísmo contribuye a pu- 
rificar la idea de Dios en los cristianos, la fe cristiana con- 
tribuye a purificar el ateísmo de todo indicio de metafísica 
ilegítima; también es importante desmitificarlo, a fin de 
entablar un verdadero diálogo entre compañeros cuyos 
principios estén claramente definidos. 

«Someter la tierra» significa hacerla templo de Dios. 
Consagrar el mundo es forzarlo a pasar de su estado de- 
moníaco a su estado de criatura de Dios. Ninguna forma 
de la vida y de la cultura escapa a Dios, al universalismo 
de la Encamación. Cristo, imagen de toda perfección, es el 
único Obispo supremo; es también el único Laico supre- 
mo. Ha asumido el sacerdocio, ha asumido también el lai- 
cado; por lo tanto, todas las vocaciones, todos los oficios y 
todas las profesiones del mundo. «Dios ha amado al mun- 
do» en su estado de pecado. La victoria de Cristo, hasta su 
descenso a los infiernos, adquiere una dimensión cósmica 
que destruye todas las fronteras. La théosis es una noción 
esencialmente dinámica, cuya acción repercute en el cos- 
mos entero, al igual que la doxología que extiende la glo- 
ria de Dios sobre todo humano. 

Según la cosmología de los Padres, que no tiene nada 
en común con la ética natural, el universo se encamina 


58 



hacia su terminación en la óptica plenaria de la Creación, 
plenaria, pues, con vistas a la Encarnación. Cristo reem- 
prende y concluye, plenifica lo que se había detenido por la 
caída, y manifiesta el Amor que salva sin omitir nada de 
su Designio sobre el hombre, co-liturgo, co-obrero con 
Dios. 

Dios está presente en el mundo de manera diferente a 
como lo está en su Cuerpo. La Iglesia debe explicitar la 
presencia implícita, hacer lo que san Pablo hizo en Atenas 
cuando descifró al «Dios desconocido» y lo llamó Jesucris- 
to. La obra de evangelización debe penetrar la obra de 
civilización, orientarla hacia el CrLsto-Oriente. 

El bautismo remite a la gran bendición de las aguas y 
de toda la materia cósmica en el momento de la Epifanía. 
La celebración litúrgica de las fiestas de la Cruz pone a 
todo el universo bajo el signo victorioso de Cristo resucita- 
do, y vuelve a situar al mundo en la primera bendición de 
Dios, reafirmada en el momento de la Ascensión por el 
gesto litúrgico del Cristo -Sacerdote: «levantando las ma- 
nos, bendijo». La consagración pone todo lo humano en re- 
lación con Cristo: «Todo es vuestro y vosotros sois de 
Cristo». 

Los Padres han luchado contra los gnósticos, quienes 
despreciaban la vida terrestre. Dios no es el «totalmente 
otro» separado del mundo, sino Emmatiuel -«Dios con no- 
sotros»-, por eso «toda la creación, expectante, aspira a la 
revelación de los hijos de Dios». Un bautizado no es dife- 
rente del mundo; simplemente, es su verdad y por eso, 
responsable de su destino. El mundo es un don real hecho 
al hombre desde que lo horizontal encuentra su coordena- 
da vertical. 


59 



3. La dignidad del hombre y su carisma de creación 

San Gregorio Palamas, que se opone enérgicamente a 
todo desvío de la Tradición, establece, con toda audacia, la 
primacía del hombre sobre los ángeles. Precisamente su 
doble estructura espíritu -cuerpo es la que hace del hombre 
un ser completo y lo sitúa en la cima de las criaturas. Lo 
que diferencia en su favor al hombre de los ángeles, es que 
él está hecho a imagen del Verbo encamado; su espíritu se 
encama y penetra toda la naturaleza con sus energías crea- 
doras y «vivificantes», animadas por el Espíritu Santo. Un 
ángel es «segunda luz», reflejo puro, es mensajero y servi- 
dor. Sólo Dios, espíritu absoluto, puede crear ex nihilo , 
mientras que el ángel no puede crear de ninguna manera; 
pero no así la condición humana. Bíblicamente, Dios es 
más que Absoluto, es el Absoluto y es su Otro: Dios-Hom- 
bre. Es por lo que Dios da al hombre, su imagen, el poder 
de hacer brotar los valores imperecederos de la materia de 
este mundo y de manifestar la santidad sirviéndose de su 
propio cuerpo. Efectivamente, el hombre no refleja como 
los ángeles, sino que se vuelve luz; la luminosidad de los 
cuerpos de los santos es normativa -«Vosotros sois la luz 
del mundo»- y sus aureolas en los iconos lo expresan. Este 
puesto regio del hombre pone el ministerio de los ángeles 
a su servicio. Según el sinaxario del Lunes del Espíritu 
Santo, cada uno de los nueve grados angélicos, durante 
los nueve días entre la Ascensión y Pentecostés, viene a 
adorar la humanidad deificada de Cristo. 

En una homilía, san Gregorio Palamas precisa así uno 
de los fines de la Encamación: «venerar la carne, para que 
los espíritus orgullosos no osen imaginar que son más ve- 
nerables que el hombre». Este texto 13 , con una fuerza poco 


13 / hm. 16: P.C. 154, 201 D-204A. 


60 



común, constituye un himno sorprendente al espíritu crea- 
dor del hombre. Es una bendición plena y sin reserva da- 
da a la creación humana, a la edificación de la 
Cultura-Culto, y que lleva en sí toda la autoridad de la 
Tradición de los Padres. 

El Reino hará que se desarrolle el germen paradisíaco, 
detenido en su crecimiento por la patología del pecado 
que Cristo acaba de curar. Dios libera al hombre del abis- 
mo de la caída, y esto es la salvación. Pero, según el Evan- 
gelio, salvación significa curación: «tu fe te ha salvado». 
Cristo viene como «Gran Curador» y ofrece la eucaristía 
como un «remedio de inmortalidad». La curación compor- 
ta la catharsis ascética, purificación del ser de todo germen 
demoníaco, pero culmina en la catharsis ontológica: restau- 
ración de la forma inicial, de la imagen de Dios, y transfi- 
guración real de la naturaleza. 

La creación en el sentido bíblico es semejante a la semi- 
lla que produce el ciento por uno, y no cesa de progresar: 
«Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo tam- 
bién» ( Jn 5, 17). El mundo ha sido creado con el tiempo, lo 
que quiere decir que aún no está acabado, en germen, a fin 
de suscitar a los profetas y a los «buenos obreros» a través 
de la historia y de conducir así el sinergismo del actuar 
divino y del actuar humano hasta el Día en que el germen 
llegará a su maduración final. Por eso el mandato inicial 
de «cultivar» el Edén se abre a las perspectivas inmensas 
de la Cultura. Salida del culto y de los conventos, en una 
diferenciación anagógica de sus partes, la cultura con sus 
propios elementos reconstituye la «liturgia cósmica», pre- 
ludio ya aquí, sobre la tierra, de la doxología celeste. 


61 



En su misma naturaleza, el hombre está predestinado a 
este ministerio; es «una orden musical, un himno maravi- 
llosamente compuesto, al poder todo-creador» M . «Tu glo- 
ria, oh Cristo, es el hombre, a quien tú mismo has hecho 
cantante de tu resplandor» 15 . «Iluminado, ya aquí en la 
tierra, el hombre se vuelve todo milagro. Concursa con las 
fuerzas celestes en un canto que no cesa; permaneciendo 
en la tierra, como un ángel, conduce a Dios a toda criatu- 
ra»... 16 

Cristo devuelve al hombre el poder de actuar. Es el don 
esencial del sacramento de la unción crismal. San Gregorio 
de Nisa insiste sobre el poder humano de reinar 17 . Rey, 
padre y profeta, sus carismas hacen del hombre un de- 
miurgo a su manera. 

La preexistencia ideal en Dios de los logoi cósmicos, de 
los arquetipos de todo lo que existe, viene a atribuir un 
valor muy particular a la acción de estos «obreros con 
Dios». «Adelantad el advenimiento del día de Dios» (2 P 
3, 9-11), «buscad el reino de Dios», significa «preparad» su 
germinación secreta. Se trata de esos «nacimientos» por la 
fe que verdaderamente nos pertenecen. Ellos revelan y or- 
denan el sentido profundo de la historia e impulsan al 
mundo, preparado y madurado de esta forma, hacia la 
venida del Señor. 

La intensa caridad, purificada por la verdadera ascesis, 
se impone como destino del hombre. La «ternura ontológi- 
ca» de los grandes espirituales (san Isaac, san Macario) 
hacia toda criatura, hasta los reptiles e incluso los demo- 


14 SanGrecorjodeNisa,P.C.44,441 B. 

15 San Gregorio de N acianzd, P . G . 37, 1 .327. 

16 San Gregorio P alamas, P . G ., 150, 1 .031 A B. 

17 P . G . 44, 132 D. 


62 



nios, se acompaña iconográficamente por un contemplar 
el mundo, un descubrir en él transparentemente el pensa- 
miento divino, un penetrar la cáscara cósmica hasta llegar 
a la almendra, portadora de sentido. De esta fuente viene 
el gozo cósmico de la Ortodoxia, su inquebrantable opti- 
mismo, la evaluación máxima del ser humano: «Después 
de Dios, considera a todo hombre como Dios» 18 . 

«El Didáscalo divino, dice san Máximo, alimenta euca- 
rísticamente a los hombres de la gnosis sobre los destinos 
últimos del mundo»' 9 . Como una inmensa parábola, el 
mundo ofrece una lectura de la «Poesía» divina inscrita en 
su carne. Las imágenes de las parábolas evangélicas o la 
materia cósmica de los sacramentos no son fortuitas. Las 
cosas más simples se ajustan a un destino muy preciso. 
Todo es imagen, similitud, participación en la economía 
de la salvación, todo es canto y doxología. «Finalmente, 
las cosas no son el mobiliario de nuestra cárcel, sino el de 
nuestro templo», dice Paul Claudel. 

Los dones y carismas determinan la vocación del hom- 
bre: «cultivar» el inmenso campo del mundo, inaugurar 
toda la gama de las artes y de las ciencias a fin de cons- 
truir la existencia humana querida por Dios. Ésta no pue- 
de estar fundada en la diacema, cuyo sentido bíblico es 
más que un servicio social, y cuyo término significa justa- 
mente acto de curar y restauración del equilibrio. Es tam- 
bién la koinonía de todos los hombres, inserta en lo 
absolutamente nuevo y absolutamente deseable de que 
nos habla el Apocalipsis. 

El pensamiento de los Padres esboza una grandiosa fi- 
losofía de la creación. Es mucho más que una simple justi- 
ficación de la cultura. Cuando se convierte en un 

18 Agraphon referido por Clemente do Alejandría 

19 QuestioS9. 


63 



ministerio al servicio del Reino de Dios, la cultura es la 
que justifica la historia, al hombre y su sacerdocio en el 
mundo. 

4. La cultura, su ambigüedad y su destino 

«Id y enseñad a todas las naciones», dice el Señor. La 
Iglesia se ocupa de las almas individuales, pero también 
está encargada de los complejos nacionales. En la forma- 
ción de las culturas y civilizaciones, tiene su palabra 
profética como testimonio que hacer oír. Establece lo 
transcendente con su propia realidad eucarística, y su 
mensaje pascual la hace más actual, por encima de toda 
época. La Iglesia anuncia que Cristo ha venido para trans- 
formar a los muertos en durmientes y para despertar a los 
vivos. 

Todo pueblo se apropia una misión histórica, se cons- 
truye alrededor de ella y tarde o temprano encuentra el 
designio de Dios. La parábola de los talentos habla de ese 
plan normativo propuesto a la libertad del hombre. La 
ética evangélica es la de la libertad y la creación. Exige 
toda la madurez de un adulto y comporta infinitamente 
más disciplina ascética, más apremiante obligación y más 
riesgo que toda la ética de la Ley. 

La historia no es autónoma, todos sus acontecimientos 
se refieren a Aquel que posee «todo poder en el cielo y 
sobre la tierra». Incluso una palabra como «Dad al César 
lo que es del César» no tiene sentido más que a la luz de la 
fe: César no es César sino por relación a Dios. «Si Dios no 
existe, ¿sigo siendo capitán?», se pregunta en los Poseídos 
de Dostoievsky un oficial a quien se le quería probar que 
Dios no existe. No se le ha permitido a lo histórico el esca- 
par a su predestino normativo que lo juzga. Tal es el signi- 
ficado de las «crisis» inherentes a toda civilización y que 
son juicios escatológicos intra-históricos, los kairoi, irrup- 


64 



dones de lo transcendente que llaman la atención de «los 
que tienen oídos»... 

Todo dualismo maniqueísta o separación nestoriana, 
todo monofisismo de lo solo divino o de lo humano, están 
condenados por la fórmula lapidaria del Concilio de Cal- 
cedonia: lo divino y lo humano están unidos sin confusión 
ni separación. Tal dogma determina la misma unidad sin 
confusión y sin separación entre el elemento divino de la 
Iglesia y el mundo, la historia, la cultura. Normativamen- 
te, la vida social y cultural debe construirse sobre el dog- 
ma, aplicar los principios de una sociología teológica, ya 
que «el cristianismo es la imitación de la naturaleza de 
Dios» 20 . 

Ahora bien, si la escatología laicizada, secularizada, se 
priva del eschaton bíblico y sueña con la comunión de los 
santos sin el Santo, con el Reino de Dios sin Dios, es por- 
que se trata de una herejía cristiana, suscitada por los fa- 
llos de la misma cristiandad. Ésta, o bien deja a un lado el 
Reino en provecho de una ciudad cerrada e instalada por 
completo en la historia, o huye del mundo y se olvida en 
la contemplación del cielo. El marxismo, en nuestros días, 
plantea de nuevo y violentamente el problema del sentido 
de la historia y obliga a la conciencia cristiana a afirmar 
una continuidad misteriosa entre la historia y el Reino. 

La Revolución más grande, la única eficaz, no puede 
venir sino de la Iglesia cargada de las energías del Espíritu 
Santo. Por su naturaleza, no puede preconizar ninguna 
norma canonizada, y por ello goza de la mayor flexibili- 
dad para adaptarse a los contextos locales. Sin embargo, si 
la Palabra consuela, también juzga, lo cual explica una 
cierta distancia del Testigo clarividente que condena todo 


30 San Gregorio de Nisa, De profe s. christ.; P.G. 46, 244 C. 


65 



compromiso y conformismo, pero cuyo realismo pene- 
trante desvela los elementos demoníacos y dirige el com- 
bate. La tarea universal, la más actual, es poner los frutos 
de la tierra a disposición de todos los hombres sin privar- 
los de la libertad religiosa y política. 

El problema de nuestro tiempo es el de los ricos y los 
falsos pobres que codician la riqueza. En una civilización 
tecnicista y mercantil, un poeta, un pensador, un profeta, 
son seres inútiles. Los artistas y los intelectuales desintere- 
sados constituyen ya una nueva forma de proletariado. En 
efecto, ante todo, por un impuesto mundial obligatorio, es 
necesario suprimir el hambre material. Pero sin dejar de 
pensar después en los hambrientos que saben que no sólo 
de pan vivirá el hombre. Hay que afirmar con urgencia la 
primacía de la cultura y del «espíritu de fineza». La socie- 
dad moderna debe proteger a los poetas y a los profetas; la 
presencia incontestable de los demonios exige un lugar 
privilegiado para los ángeles y los santos, que son tan re- 
ales como los demonios y los demás hombres. Dudar de 
que el hombre sea capaz de dominar no el cosmos, sino a 
sí mismo, sería renunciar a lo que constituye su dignidad 
de hijo de Dios. 

Es precisamente en este mundo cerrado donde la firme 
seguridad de la fe está llamada a abrir brecha, a fin de 
manifestar la invisible presencia de lo Transcendente, re- 
sucitar a los muertos y mover las montañas, arrojar el fue- 
go de la esperanza para la salvación de todos y conectar la 
vacuidad de este mundo con «la Iglesia llena de la Trini- 
dad» 21 ... 

Ninguna teología monofisita y desencamada puede 
cambiar nada de la magnífica regla de fe de los Padres, ni 


71 Orígenes, P.G. 12, 1.264. 


66 



minimizar o debilitar los textos más explosivos de la Escri- 
tura. Es evidente que precisamente el maximalismo esca- 
tológico de los monjes es el que justifica más fuertemente 
la historia. Porque quien no participa en la salida monásti- 
ca de la historia, en su brusco paso al eón futuro, por falta 
de procreación, carga por entero con la responsabilidad de 
construir la historia positivamente, es decir, de abrirla al 
pleroma humano: «Preparad el camino al Señor, allanad 
los senderos»; este camino y estos senderos manifiestan la 
madurez del hombre. 

La teología de los fines últimos presupone una crucifi- 
xión del pensamiento y no tiene continuidad directa con la 
filosofía especulativa: «Anunciamos lo que no llega al co- 
razón del hombre, pero que ha sido preparado por Dios 
para los que le aman» (1 Cor 2, 9). Tal teología inicia en la 
magnífica definición de todo cristiano: «el que ama la Pa- 
rusía» (2 Tim 4, 8). A su luz, los santos, héroes y genios, 
cuando entran en contacto con lo verdadero y lo último, 
cada uno a su manera, culminan en la misma y única reali- 
dad del Reino. 

Pero el hombre nunca es un medio para Dios. Si la 
existencia del hombre presupone la existencia de Dios, la 
existencia de Dios presupone la del hombre. La persona 
humana es el valor absoluto para Dios, es su «otro» y su 
«amigo», del que Dios espera una libre respuesta de amor 
y de creación. La solución es tcándrica : la coincidencia de 
los dos Pleromas en Cristo. Por eso el hombre escatológico 
no vive una espera pasiva, sino la preparación más activa 
de la Parusía. Cristo viene «a los suyos» (fn 1, 11), «Dios 
entre dioses por deificación», eclosión fulgurante del Pie- 
roma divino en el pleroma humano deificado. 

«Quien recibe al que yo enviare, a mí me recibe» (fn 13, 
20). El destino del mundo está pendiente de la actitud 
inventiva, creadora, de la Iglesia en su arte de presentar el 


67 



mensaje del Evangelio a fin de hacerlo acoger por todos 
los hombres. La cultura, en todos los aspectos, es la esfera 
directa de esta confrontación, pero su ambigüedad com- 
plica singularmente esta tarea. 

Históricamente, se ha utilizado la cultura para la predi- 
cación del Evangelio, no siendo siempre aceptada como 
un elemento orgánico de la espiritualidad cristiana. Por 
otra parte, la dificultad es inherente a la naturaleza misma 
de la cultura. El principio de la cultura greco-romana es la 
forma perfecta en los límites de lo finito temporal, lo cual 
la opone a lo infinito, a lo ilimitado, a la apocalipsis. Sin 
aceptar la muerte, que pone en tela de juicio a la misma 
cultura, ésta no acepta tampoco su antídoto que la tras- 
ciende, sino que se opone al eschaton y se cierra en el trans- 
curso de la historia. Ahora bien, si «pasa la figura de este 
mundo», hay que reconocer aquí la advertencia de que no 
se deben crear ídolos, de que no se puede caer en la ilu- 
sión de paraísos terrenales, ni siquiera en la utopía de la 
Iglesia identificada con el Reino de Dios. «Esperábamos el 
Reino, y lo que llegó ha sido la Iglesia», decía Loisy. La 
figura de la Iglesia militante pasa, como pasa la figura de 
este mundo. 

Es el fin de la historia, la luz de su balance, lo que 
ilumina y revela su sentido. Una instalación en la historia, 
un historicismo que prescinde de su final, así como su 
negación simplista en un hiperescatologismo que da un 
salto hasta el fin pasando por encima de la historia, desen- 
caman a ésta privándola de su valor propio. 

La actitud cristiana ante el mundo nunca puede ser una 
negación, ya sea ascética o escatológica; es siempre una 
afirmación , pero una afirmación escatológica: la progresión 
incesante hacia el término, que en lugar de cerrar, lo abre 
todo al más allá. 


68 



En efecto, la cultura no puede gozar de un desarrollo 
infinito, porque no es un fin en sí misma; objetivada, se 
transforma en un sistema de apremios; en todo caso, cerra- 
da en sus propios límites, su problema no tendría solu- 
ción. Tarde o temprano, el pensamiento, el arte, la vida 
social, se detienen en su propio límite, y es entonces cuan- 
do se impone la elección: instalarse en el infinito vicioso 
de su propia inmanencia, embriagarse de su vacuidad o 
sobrepasar sus limitaciones opresoras y reflejar lo trans- 
cendente con una transparencia como la del agua clara. 
Así lo ha querido Dios: su Reino sólo es accesible a través 
del caos de este mundo; no es un trasplante extraño para 
el ser del mundo, sino la revelación de la profundidad 
nouménica, escondida, de este mismo mundo. 

Un científico que estudia la desintegración de los áto- 
mos puede reflexionar sobre la integración eucarística del 
mundo en el cuerpo de Cristo resucitado. La oración de 
Jesús purificará naturalmente su mirada y lo iniciará en 
las maravillas de los ángeles, desvelará ante sus ojos 
asombrados la «llama de las cosas» en la materia misma 
de este mundo. 

El arte debe escoger entre vivir para morir o morir para 
vivir. El arte abstracto en su más alto grado vuelve a en- 
contrar la libertad, libre de todo prejuicio o academicismo. 
La forma externa, figurativa, es deficiente, pero el acceso a 
la forma interna, portadora de un mensaje secreto, está 
cerrado por el ángel de la espada resplandeciente. El cami- 
no no se abrirá más que con el bautismo ex Spiritu Sancto, 
y eso es la muerte del arte y su resurrección, su nacimiento 
en el arte epifánico cuya expresión culminante es el icono. 
El artista sólo encontrará su verdadera vocación en un arte 
sacerdotal, realizando un sacramento teofánico: pintar, es- 
culpir, cantar el Nombre de Dios, es uno de los lugares al 
que Dios desciende y en el que establece su morada. No se 


69 



trata de puntos de vista o de escuelas: «La gloria de los 
ojos es ser los ojos de la paloma» 22 , se mira «hacia adelan- 
te» ya que Cristo «no está en lo alto» sino «delante», en la 
espera del encuentro. Lo absolutamente nuevo viene del 
resurgimiento escatológico: «recordamos lo que viene», 
dice san Gregorio de Nisa de acuerdo con la anamnesis 
eucarística. 

En filosofía, la reducción fenomenológica separa lo 
esencial de lo accidental y de lo fáctico. Las esencias remi- 
ten a un sujeto transcendental; es a su mirada pura, a su 
intuición apodíctica como aparece el mundo en forma de 
fenómeno. Pero lo transcendental implica una multiplici- 
dad, con lo que la separación sujeto-objeto persiste; inclu- 
so si constituye y produce esencias, lo trascendental no es 
lo uno o lo único. El cogito no es, pues, la última realidad, 
no es lo absoluto. ¿Sería posible una final, una última re- 
ducción? Sí, cuando reducir significa entender como rela- 
tivo y que todo lo relativo no puede pensarse más que en 
relación con lo Absoluto. Más allá de la última reducción, 
dos cosas son ciertas: el yo, que no es lo Absoluto, y lo 
Absoluto, que es completamente distinto del yo, como di- 
ce san Agustín: «Conozco a Dios y el alma, y nada más». 

San Buenaventura ofrece su fórmula: Deus non es i, Deus 
est; toda negación de Dios, toda falsa absoluteidad, todo 
ídolo, sólo existen en función del verdadero y único Abso- 
luto. Para Occidente, el mundo es real y Dios es dudoso, 
hipotético, lo cual incita a forjar argumentos sobre su ex- 
istencia. Para Oriente, el mundo es lo dudoso, lo ilusorio y 
el único argumento de su realidad es la existencia auto- 
evidente de Dios. La filosofía de la evidencia coincide con 
la filosofía de la Revelación. La evidencia, con su certeza 


22 San Gregorio de Nisa, P . G . 44, 835. 


70 



en el sentido del Memorial de Pascal, es el tipo mismo del 
verdadero conocimiento sometido al fuego de la apófasis. 

Si el hombre piensa a Dios, es porque se encuentra ya 
en el interior del pensamiento divino, es porque ya Dios se 
piensa en él. Sólo se puede ir a Dios partiendo de Él. El 
contenido del pensamiento sobre Dios es un contenido 
epifánico, se acompaña de la presencia evocada. 

Sin embargo, el misterio de la voluntad pervertida, 
«misterio de iniquidad», permanece entero. Si la «seme- 
janza ética» puede pasar a la desemejanza radical, la seme- 
janza ontológica «con la imagen» queda intacta; incluso la 
libertad en su última rebeldía, la libertad transformada en 
arbitraria, permanece real, pudiendo llegar sus transgre- 
siones hasta la iniquidad-locura. La evidencia no fuerza la 
voluntad, como tampoco la gracia la toca si no es en fun- 
ción de su libertad. A las órdenes de un tirano responde la 
sorda resistencia de un esclavo; a la llamada-invitación del 
Dueño del banquete responde el libre consentimiento de 
quien sólo así se constituye en elegido. 

Si reflexionásemos en la acción del Espíritu Santo en los 
últimos tiempos, tal vez pudiéramos ver precisamente su 
función de «dedo del Padre», de Testigo: una sugerencia, 
una invitación decisiva dirigida a todas las formas de cul- 
tura con el fin de hacerlas comprender su intencionalidad 
original y de hacerlas culminar en la opción última del 
Reino. 

San Pablo nos da el criterio del único fundamento: Je- 
sucristo. «Las obras de cada uno serán manifiestas... y el 
fuego será el que dé a conocer la calidad de las obras de 
cada uno»... Y así también para el hombre mismo: «será 
salvado, pero a través del fuego». Hay «obras que resisten 
al fuego». No se trata, pues, de la pura y simple destruc- 
ción de este mundo, sino de una prueba. Lo que resiste 
presenta la calidad exigida por los carismas y entra a for- 


71 



mar parte como elemento constitutivo de la «nueva tie- 
rra». Antiguamente, el arca de Noé se salvó «a través de 
las aguas». La imagen simbólica del arca deja entrever lo 
destinado a sobrevivir y, en esta visión profética, repre- 
senta el gran paso hacia el Reino «a través del fuego». 

La cultura, en su término, es penetración de las cosas y 
de los seres en el pensamiento de Dios sobre ellos, revela- 
ción del logos de los seres y de su forma transfigurada. El 
icono lo hace, pero se sitúa más allá de la cultura como 
«una imagen conductora», pues ya es visión directa, ven- 
tana abierta al «octavo Día». 

Berdiaeff ha centrado su reflexión en el conflicto apa- 
rente entre la Creación y la Santidad; estaba sorprendido 
por la coexistencia, en el siglo XIX, de un gran santo, Sera- 
fín, y de un gran poeta, Puskin, quienes se ignoraban entre 
sí aun siendo contemporáneos. Y ha encontrado la solu- 
ción en el paso de los símbolos a las realidades. Ministro, gene- 
ral, profesor, obispo, son símbolos, funciones; por el 
contrario, un santo es una realidad. Una teocracia históri- 
ca, un Estado cristiano, una República, no son más que 
símbolos; «la comunión de los santos» es una realidad. La 
cultura es un símbolo cuando colecciona las obras y cons- 
tituye un museo de productos petrificados, de valores sin 
vida. Los genios conocen la profunda amargura de la dis- 
tancia existente entre el fuego de su espíritu y sus obras 
objetivadas. Tal vez, hasta es imposible una cultura cristia- 
na. Efectivamente, los grandes logros de los creadores son 
los grandes fracasos de la creación, pues no cambian el mun- 
do. 

La paradoja de la fe cristiana es que estimula la crea- 
ción en este mundo; pero en su fase final, por su dimen- 
sión escatológica, hace estallar el mundo, obliga a la 
historia a salir de sus esquemas. Aquí, no es el camino el 
imposible, sino que es lo imposible el camino, y los caris- 


72 



mas lo realizan: «el poder divino es capaz de inventar... 
una vía en lo imposible» 23 . Son las irrupciones fulgurantes 
del «totalmente otro» que proceden de sus mismas pro- 
fundidades. Todas las formas de la cultura deben tender a 
este fin, que participa de los dos eones, cuya revelación de 
cada uno tiene lugar a través del otro; y ese es el paso del 
«tener» terrestre al «ser» del Reino. El mundo en la Iglesia 
es la «Zarza ardiente» inserta en el corazón de la exist- 
encia. 

El científico, el pensador, el artista, el reformador social 
podrán reencontrar los carismas de un Sacerdocio Regio, y 
cada uno en su terreno, como «sacerdote», hacer de su 
investigación una obra sacerdotal, un sacramento que 
transforme cualquier forma de la cultura en lugar teofánico: 
cantar el Nombre de Dios por medio de la ciencia, del 
pensamiento, de la acción social (el «sacramento del her- 
mano») o del arte. A su manera, la cultura se une a la 
liturgia, hace oír la «liturgia cósmica», se vuelve doxologta. 

Antiguamente, los santos Príncipes eran canonizados 
no en virtud de su santidad personal, sino por su fidelidad 
a los carismas del poder real al servicio del pueblo cristia- 
no. Entramos en los tiempos de las últimas manifestacio- 
nes del Espíritu Santo: «En los últimos días, dijo Dios, 
derramaré mi Espíritu sobre toda carne...», en lo cual bien 
se puede presentir la canonización de los científicos, pen- 
sadores o artistas, de aquellos que han dado su vida y 
mostrado su fidelidad a sus carismas del Sacerdocio Regio 
y que han creado obras al servicio del Reino de Dios. El 
carisma profético de la creación suprime, así, el falso dile- 
ma: la Cultura o la Santidad, y establece la Cultura-Crea- 
ción y la Santidad; más aún, este carisma establece la 
forma particular de una Santidad de la Cultura misma. Es 


23 San Gkkgokio df. Nisa, P . G . 44. 1 28 B. 


73 



«el mundo en la Iglesia», la vocación última de su meta- 
morfosis en «nueva tierra» del Reino. 

Otro dilema más falso aún se abre paso en nuestros 
días: Cristo en la Iglesia o Cristo en el Mundo. No se trata 
de adaptar la Iglesia a la mentalidad del mundo, se trata 
de adaptar la Iglesia y el mundo de hoy a la Verdad divi- 
na, al Pensamiento divino sobre el mundo actual. Dios no 
está más lejos de nuestro tiempo que de otra época, pero 
su presencia es más particularmente sensible en todo ver- 
dadero encuentro inter-humano, que es el que construye a 
su manera el macro-anthropos y da lugar a la Iglesia. Cristo 
envía su Iglesia en la historia para hacerla, en los diferen- 
tes momentos de esta historia, el lugar de su presencia, 
para ofrecer a todos un vivir el hoy de Dios en el hoy de los 
hombres. 

La presencia de Cristo es universal; sin embargo, la 
Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y Cristo la invita a pasar de 
las formas simbólicas a la realidad explosiva del Evange- 
lio, a volverse ante todo esta fulgurante doxología arras- 
trada por el dinamismo liberador del Espíritu Santo, del 
que nos habla el Apocalipsis y que nadie podrá ignorar en 
este caso. 

5. Lj 2 cultura y el Reino de Dios 

Dice san Pablo: «somos colaboradores con Dios», y el 
Apocalipsis: «las naciones traen su gloria y su honor»; no 
entran, pues, en el Reino con las manos vacías. Podemos 
creer que todo lo que acerca el espíritu humano a la ver- 
dad, todo lo que expresa en el arte, todo lo que descubre 
en la ciencia y todo lo que vive con un acento de eterni- 
dad, todas estas cimas de su genio y de su santidad entra- 
rán en el Reino y coincidirán con su verdad, como la 
imagen genial que se identifica con su original. 


74 



Incluso la belleza majestuosa de las cumbres nevadas, 
la caricia del mar o el oro de los campos de trigo se con- 
vertirán en ese lenguaje perfecto del que a menudo nos 
habla la Biblia. Los girasoles de Van Gogh o la nostalgia 
de las Venus de Botticelli y la tristeza de sus Madonas 
encontrarán su serena plenitud cuando la sed de los dos 
mundos se aplaque. El elemento más puro y misterioso de 
la cultura, la música, en su punto culminante, se desvane- 
ce y nos deja ante lo Absoluto. En la Misa o el Réquiem de 
Mozart, se oye la voz de Cristo, y la elevación alcanza el 
valor litúrgico de su presencia. 

Cuando es verdadera, la cultura, extraída del culto, 
vuelve a encontrar sus orígenes litúrgicos. En su esencia, 
es la búsqueda de lo único necesario que la conduce fuera 
de sus límites inmanentes. Por medio de este mundo, se 
erige en Signo del Reino, flecha fulgurante vuelta hacia el 
porvenir: con la Esposa y el Espíritu dice: «¡Ven, Señor!» 
Como san Juan el Precursor, su astro se abisma en la luz 
resplandeciente del Mediodía parusíaco. 

En la eterna liturgia del siglo futuro, el hombre, me- 
diante todos los elementos de la cultura, pasados por el 
fuego de las purificaciones últimas, cantará la gloria de su 
Señor. Pero ya, aquí abajo, el hombre de una comunidad, 
el científico, el artista, sacerdotes todos del Sacerdocio uni- 
versal, celebran su propia liturgia en la que la presencia de 
Cristo se manifiesta según la medida de la pureza de su 
receptáculo. Como iconógrafos hábiles, trazan, con la ma- 
teria de este mundo y la luz tabórica, toda una realidad 
nueva en donde lentamente se hace transparente la figura 
misteriosa del Reino. 


75 



CAPITULO VII 


El arte moderno a la luz 

del Icono 


La teología occidental desde sus orígenes ha manifesta- 
do una cierta indiferencia dogmática en cuanto al alcance 
espiritual del arte sagrado, a esta iconografía que, a pesar 
de su amplio martirilogio, tanto se venera en Oriente. Sin 
embargo, providencialmente, el arte occidental llegó, aun- 
que tarde, al pensamiento teológico y, hasta el siglo XII, ha 
permanecido fiel a la Tradición común tanto en Oriente 
como en Occidente. Esta tradición única vivió plenamente 
en el magnífico arte románico, en el milagro de la catedral 
de Chartres, en la pintura italiana que continúa cultivando 

la maniera bizantina. 

Pero, a partir del siglo XIII, Giotto, Duccio, Cimabue, 
han introducido la facticidad óptica, la perspectiva, la pro- 
fundidad, el juego del claroscuro, el efecto. El arte se vuel- 
ve más refinado, más pensado en su elemento inmanente, 
pero menos orientado a la aprehensión de lo transcenden- 


77 



te 1 . Estudios recientes descubren incluso en la visión de 
Fray Angélico una fuerte influencia del intelectualismo 
dominicano. Rompiendo con los cánones de la tradición, 
el arte ya no está integrado en el misterio litúrgico. Aban- 
dona su «biosfera» celeste, siendo cada vez más autónomo 
y subjetivo. Los vestidos de los santos ya no hacen sentir 
bajo sus pliegues los «cuerpos espirituales» e incluso los 
ángeles aparecen como seres hechos de carne y hueso. Los 
personajes sagrados se comportan exactamente como todo 
el mundo, se les viste y sitúa en el ambiente contemporá- 
neo del artista. Un paso más y el relato bíblico, el aconteci- 
miento milagroso, no serían más que una ocasión para 
realizar perfectamente un retrato, una anatomía, un paisa- 
je. El coloquio de espíritu a espíritu desaparece, la visión 
de «la llama de las cosas» cede el sitio a la emoción, a los 
arrebatos del alma, al enternecimiento. Para Mauricio De- 
nis, Leonardo de Vinci es el precursor de los Cristos del 
género Muncanscy, Tissot, y al final de la misma línea 
emocional, vendrán las imágenes actuales del «Sagrado 
Corazón». Igualmente, cuando un crucifijo, por su inten- 
cionado realismo, hiere el sistema nervioso, el misterio 
indescriptible de la Cruz pierde su poder secreto, se borra. 
Cuando el arte olvida el lenguaje sagrado de los símbolos 
y de las presencias y trata plásticamente «temas religio- 
sos», el hálito de lo transcendente no lo atraviesa. 


1 B Cristo bizantino, elkomenos , humillado y sufriente, lleva en sí mismo el grado 
supremo que lo hace Señor de todas las cosas. San Juan Crisóstomo lo dice: 
«Miro a Cristo crucificado y veo al Rey». Por el contrario, en el arte occidental 
posterior al siglo XIII, Jesús, el hombre de los dolores, en el corazón mismo del 
dolorismo, parece abandonado por el Espíritu Santo, como el Cristo de 
Andemach, de Colonia, el Cristo Devoto de Perpignan. La búsqueda del 
realismo en el siglo XV se proyecta más aún en la imagen del sufrimiento y de la 
muerte, y se rinde culto a las cinco llagas, a la Santa Sangre, a los instrumentos 
de la pasión; es el Cristo abandonado esperando su suplicio y la Virgen de Pietá, 
que no se siente amparada por ninguna Paloma en su herida. 


78 



Desde la segunda mitad del siglo XVI, los grandes esti- 
listas, como Le Bemin, Le Brun, Mignard, Tiépolo, se ejer- 
citan en temas cristianos con una total ausencia de sentido 
religioso. Hoy el arte llamado sagrado que encontramos 
en las iglesias es el más desprovisto de su dimensión sa- 
grada. Demos la palabra a un teólogo occidental: «Toda la 
controversia sobre 'el arte sagrado' que actualmente está 
haciendo furor en Occidente se mueve en un terreno y se 
debate en una alternativa igualmente reveladores de la 
total heterogeneidad que existe entre las artes sagradas de 
Oriente y de Occidente. Más exactamente, lo que esto 
muestra es, ante todo, que el arte religioso de Occidente, 
sea cual fuere la concepción que se tenga de él, no tiene 
absolutamente nada de sagrado, en el sentido en que los 
iconos sí son sagrados. Es un arte funcionalmente subjeti- 
vo cuya misión es la de expresar el sentimiento religioso... 
Todo ilustra admirablemente el hecho de que el arte reli- 
gioso en Occidente no está incorporado a la liturgia y que 
ni siquiera se tiene la noción de que pudiera estarlo... Ya 
no hay, por el momento, altar en San Vital (Rávena) ni 
objeto litúrgico en general. Sin embargo, estamos eviden- 
temente en una iglesia, en donde todo espera los santos 
misterios. En nuestras mejores y más mediocres iglesias, 
desde la época gótica más o menos, se puede celebrar la 
misa todos los días; encontraremos con qué excitar o apla- 
car la devoción personal, pero nada difiere de un taller o 
de un museo, nada reúne aquí en el misterio las pinturas o 
las esculturas que hay en las paredes» 2 . 

Con el fin del siglo XVIII, el arte pierde visiblemente el 
lazo orgánico entre el contenido y la forma, y se hunde en 
la noche de las rupturas. Ciertamente, el arte sigue siendo 
complejo, y afortunadamente salvaguarda todas las ten- 


2 L. Bouyer, Los católicos occidentales y la liturgia bizantina, en «Dios Vivo», n°21. 


79 



dencias, pero el predominio de algunas modifica su rostro. 
Seguiremos únicamente la evolución de la que acaba en la 
abstracción pura. 

Cuando el «conocer» deja de ser una actitud de adora- 
ción, una comunión orante, el conocimiento se separa de 
la contemplación. Se renuncia a la profundización en la 
interioridad yendo hasta el encuentro de lo Transcendente 
y, en ello, de toda realidad que se estremece de vida, en 
provecho de un «saber para poder» y del crecimiento de 
tal poder sobre las cosas de este mundo. Pero, entonces, el 
ser se vacía de £ a contenido esencial, pierde su raíz celes- 
te, se desnaturaliza, se desacraliza y la conciencia no des- 
cubre el Dasein, el estar allí, sino para revelarlo como «ser 
para la muerte», rodeado por la nada. Se destruye lo real 
disociando sus elementos, suscitanto discontinuidades in- 
franqueables. Al hombre sólo le queda la espiritualidad 
del alma, funcionalmente acósmica, o un moralismo de 
voluntad que, tanto la una como el otro, le impiden el 
logro transfigurante de la materia. Una filosofía esencialis- 
ta, con sus sustancias cerradas, regidas por el principio de 
causalidad, o un pensamiento existencialista, con sus 
transcendencias sin profundidad ontológica, no pueden 
abrirse al dinamismo energético de las similitudes y de las 
participaciones auténticamente divinizadoras. La liturgia 
cósmica ya no encuentra poetas porque la opacidad de los 
cuerpos no está sembrada con la luz tabórica y la gloria ya 
no aflora en una naturaleza desafectada. 

El arte sufre la influencia de las «dominantes» del mun- 
do y de su sabiduría. El artista, consagrado más que nunca 
a la soledad, busca una especie de «superobjeto», de «su- 
perrealidad», pues para él la simple realidad ya no se pue- 
de expresar directamente. De manera heroica, pero 
también desesperada, se esfuerza en volver a encontrar 
ese lado secreto eliminado de las cosas de este mundo. 


80 



Queriendo conocer el objeto secularizado, se pierde su 
misterio; a su vez, la sola búsqueda por reacción, por de- 
sesperación, de ese misterio, hace perder la cosa y conduce 
a la abstracción docetista, al juego fantasmagórico de las 
sombras sin cuerpo. 

Se puede fijar aproximadamente la fecha de la ruptura 
con el pasado producto del Renacimiento y el nacimiento 
del arte moderno, de la exposición en Nadar, en 1874. La 
pintura independiente, funcionalmente subjetiva, que va 
desde la profunda inquietud de Cézanne a la trágica an- 
gustia de Van Gogh, muestra una necesidad de renova- 
ción que intenta manifestar estados del alma siempre 
insatisfechos. El impresionismo y el expresionismo trans- 
miten las reacciones subjetivas de la retina o del sistema 
nervioso del artista. Es una pintura de lo circunstancial, de 
lo ocasional interpretado emotivamente. El objeto emul- 
sionado se dispersa en un plasma luminoso y cromático. 
La técnica de la pincelada dividida y yuxtapuesta persigue 
las vibraciones coloreadas de la luz y busca la síntesis en 
la captación del instante. El cubismo, por su parte, des- 
compone la unidad viva en sus elementos geométricos y 
reconstruye el cuadro cerebralmente como un problema 
matemático. Abandona los juegos de luz y de color y ana- 
liza el objeto tal como se presenta a la imaginación, situa- 
do en un espacio reducido a dos dimensiones, o, al 
contrario, multidimensional como el átomo de los físicos. 
El surrealismo desrealiza este mundo y le superpone otro, 
inventado, llegando hasta perfilar un «aura super-exist- 
encial». El arte se emancipa de todo «canon», de toda re- 
gla; cuando es «teúrgico», se abandona a las fuerzas 
mágicas del encantamiento, a falsas transcendencias, ver- 
daderos «abortos meta físicos». Se ponen en boga las más- 
caras negras, el poder arrebatador de la mescalina, las 
imitaciones del falso simbolismo oculto, las composiciones 


81 



inspiradas en el hormigón armado, en el átomo y en los 
fuegos artificiales, las imágenes plásticas de la velocidad 
pura, la escultura de alambres. La enorme presión del uni- 
verso «pringoso y asfixiante» engendra el baile moderno, 
una marcha endiablada pero que no conduce a ninguna 
parte. Es la terrible libertad de todo artista para repre- 
sentar el mundo a imagen de su alma devastada, llegando 
hasta la visión de una inmensa letrina rebosante de mons- 
truos desarticulados. Por todas partes sorprende la discon- 
tinuidad de ritmos bruscos, sincopados, la disolución de 
las formas y la desaparición del contenido preciso, del su- 
jeto, del rostro, del sentido de las palabras en la poesía o 
de la melodía en la música. 

Para la conciencia moderna «de facetas», el objeto no 
existe bajo su forma única sino que reviste múltiples as- 
pectos. Antes de desaparecer, el objeto se encabrita en una 
última agonía, parece retorcido y convulsionado. El con- 
tenido de las cosas y la epidermis de los rostros se 
descomponen, todo se presenta en pedazos, atomizado, 
desintegrado. La realidad percibida de esta forma refleja 
una conciencia desgarrada, y al mismo tiempo se contami- 
na de ella. El hombre ya no es dueño de las tendencias 
anárquicas de la naturaleza. Ya no las ordena con su espí- 
ritu sino que las graba y las agrava con su negativa a 
intervenir. Antaño, las cosas preguntaban, como a la espe- 
ra, y el artista respondía haciéndolas vivir plenamente ba- 
jo su mirada creadora, devolviéndoles su virginal 
inocencia, haciéndolas volver «a su lugar», hacia su can- 
dor e ingenuidad. El artista moderno, antes de mirar el 
mundo, cuestiona su alma y aplica su visión «desintegra- 
dora» a las cosas, se hace cómplice de la antigua rebelión 
que quiere liberarse ante todo del Sentido y de todo prin- 
cipio normativo. Semejante vuelta hacia el caos primordial 
acelera el deterioro del tiempo y retrae el ser hasta la indi- 


82 



gencia de la nada. La materia se disuelve perdiendo sus 
contornos, es vista como el átomo temporal al que se le ha 
arrebatado el tiempo y, por tanto, la vibración del rostro 
vivo, la confianza de la mirada. Cada uno de sus fragmen- 
tos comienza a vivir en una existencia particular. El céle- 
bre Saturno de Goya corroe la sustancia del hombre. En la 
época de las convulsiones de finales de la Edad Media, 
por las brechas que se abrieron, surgieron vientos sulfuro- 
sos portadores del bullicio de los deseos liberados y la 
eterna divagación de la codicia. Los poderes irracionales y 
demoníacos irrumpen y afluyen por todo el mundo. El 
hombre de Goya está acechado por los monstruos que 
emergen de su subconsciente; en Bosch, incluso el camino 
paradisíaco toma la forma de un largo, un interminable 
túnel oscuro en el que se inspirarán Kafka y Freud. El 
camino es tenebroso, asfixiante, y muy incierto en cuanto a 
su salida. Pero el hombre, desde el punto de vista de Pi- 
casso y de su «línea de crueldad», no es más tranquiliza- 
dor. Así es, probablemente, como los demonios deben ver 
el mundo en una óptica oculta, vacía de la inaccesible ima- 
gen de Dios. 

La nivelación universal pulveriza lo Unico, la Idea, lo 
Sagrado, y los sustituye por la magia de un movimiento 
que se arremolina sobre sí mismo, descentrado. Ya no es la 
eternidad lo que el pecado ha fragmentado en tiempo, es 
el tiempo fragmentado en nada. ¿No sería el infierno un 
fragmento de tiempo subjetivo extendido y fijado eterna- 
mente, un sueño sin soñador, el refugio último de lo ine- 
xistente? La existencia ultra-moderna no conoce ni el 
advenimiento ni el crecimiento del ser, ni la sucesión pro- 
gresiva de acontecimientos, sino que esconde una coexis- 
tencia de quiebras, de trozos que se recubren unos a otros 
sin ligazón ni continuación ordenada. El tiempo orientado 
hace sitio a la simultaneidad, a la instantaneidad, al futu- 


83 



rismo, y se retrae a una pseudo-escatología de la vuelta a 
lo elemental. Finalmente, un cadáver no se mueve, se tien- 
de. Dostoíevsky ya profetizaba que el hombre perdería 
hasta su forma exterior si perdía su fe en la Integración 
divina. Antaño, los grandes Maestros, tratando cualquier 
parcela del ser, daban la impresión de tener entre sus ma- 
nos el mundo palpitante de vida en su totalidad. Ahora en 
cuadros inmensos el mundo se limita a la pobreza de algu- 
nos fragmentos. 

Miremos la célebre Bárbara de bronce, de Jacques Lip- 
chitz. No tiene epidermis, lo que se ve corresponde a un 
rostro, pero no se le parece en nada. El escultor se ha 
situado dentro de Bárbara y transmite sensaciones inter- 
nas. Traspasa la impresión cenestésica a imagen visual. La 
maraña de hilos, nudos, promontorios y agujeros debe re- 
velamos las sensaciones de Bárbara que viene a nuestro 
encuentro. Su interioridad se traduce sin ninguna analogía 
con la naturaleza habitual. Es un arte cerebral que no bus- 
ca un sentido o el misterio del destino, sino la función, la 
relación, la dependencia. Así, el escultor Henry Moore se 
ocupa de la proyección de una sustancia en otra y se pre- 
gunta en qué se convierte el cuerpo humano construido en 
piedra. Así es también la pintura intra-óptica o la mística 
corpuscular de Salvador Dalí o de Francis Picabia. 

El arte no figurativo, informal, abstracto, suprime todo 
soporte ontológico negando todo objeto concreto. No es 
una manzana roja sino el color rojo en sí, una mancha 
coloreada en la que el artista proyecta un significado com- 
prensible sólo por él mismo. 

Schopenhauer decía que todas las artes tienen una ten- 
dencia secreta a la «musicalidad». Ahora bien, la música, 
entre las artes, es la única que no presenta ninguna imita- 
ción de las formas de este mundo. A pesar, o, quizá, gra- 
cias a esta ausencia, Kandinsky, Malévitch, Kupka, 


84 



Mondrian, siguen el deseo de Mallarmé: «tomar prestado 
a la música sus leyes y sus poderes». Violonchelista cuali- 
ficado, Kandinsky llama a sus ensayos «improvisaciones» 
y a sus obras acabadas «composiciones». Kupka diseña 
«Fuga en dos colores» y «Cromatismo cálido». Paul Klee, 
músico y compositor, persigue en su pintura unas meta- 
morfosis en perpetuas germinaciones líricas o explosivas. 
Por el contrario, el músico Scriabin hablaba de una «sinfo- 
nía de luz» y de sonidos que suscitaban asociaciones de 
colores. Estaba apasionado por la idea de la «luz fluyente» 
asociada a los sonidos y desarrollándose en el tiempo. Sur- 
vage, Béothy, Cahn, Valensi realizan este sueño en cintas 
cinematográficas y lo experimentan con «ritmos colorea- 
dos»; Richter llega incluso a hacer películas abstractas. 

La «música concreta» elimina la melodía, la armonía, el 
contrapunto. Mientras que, según Mozart, el todo de la 
melodía precede a su diferenciación en partes, la fragmen- 
tación pasa a la yuxtaposición de las sonoridades aisladas, 
a la discontinuidad del género de Stravinsky, y, por últi- 
mo, a la pura vibración y al caos de los ruidos liberados. 
Es sintomático que Boris Bilinsky, en sus investigaciones 
sobre la «continuidad de las formas y de los colores sin 
tema», ilustre precisamente a Debussy y Ravel, en los cua- 
les ya aparece un mosaico musical, una sucesión de piezas 
sin la necesidad de un lazo orgánico. 

El pintor Tchourlanis (antes de acabar su vida en un 
sanatorio) traduce, en sus «cuadros-sonatas» sin tema, su 
«sensibilidad musical del mundo». Malévitch ha sentido 
en sí mismo una mística de la noche en donde el mundo se 
recrea tal como podría ser. Es la «medianoche» de Mallar- 
mé y su «gota de nada». Creador del «suprematismo», 
Malévitch busca la intensidad suprema de la «ausencia». 
El espacio liberado de toda trama se vuelve «un continen- 
te sin dimensiones, sin componentes espaciales, una forma 


85 



apriorística pura sin sujeto ni objeto». En él la diagonal 
traduce la idea del movimiento en la vacuidad. Es una 
abstracción depurada al extremo y que encuentra su signo 
en un cuadrado negro sobre un fondo blanco. Escribe Die 
Gegenstandlose Welt, «El Mundo de la no-representación», 
y habla del mundo de la idealidad pura despojada de toda 
realidad representable. Franqois Kupka estudia teología, 
aprende hebreo para leer la Biblia y sirve de médium en 
sesiones de espiritismo. Orfista, pinta la «Fuga en rojo y 
azul» y traspasa sus experiencias metafísicas por medio de 
signos geométricos y de una afectividad abstracta. El 
mundo cerebral e ideal se opone violentamente al mundo 
real y percibido. Los planos verticales repelen el peso del 
espacio... 

En todos estos artistas, la pintura «no figurativa» sólo 
conoce proporciones y relaciones constructivas, una pura 
rítmica de los planos coloreados, de las líneas discursivas 
y de los valores plásticos. Kandinsky ha expuesto este mis- 
ticismo exangüe en su libro, muy débil filosóficamente, 
titulado De lo espiritual en el arte. Mondrian, miembro de la 
«Sociedad de Teología», calvinista holandés, busca lo 
transcendente en la estricta relación de las líneas encon- 
trándose con el ángulo recto. En Paul Klee, más que en los 
demás, se siente la sed de penetrar la esfera pre-mundial, 
el tohü wá bohü, el abismo sin forma ni contenido del que 
nos habla la Biblia, la potencialidad pura e ideal. Piensa 
que los artistas elegidos descienden hasta ese lugar secreto 
donde las potencias premundiales alimentan toda evolu- 
ción posible. Y es que la forma actual, para Klee, no es el 
único mundo posible. Se adivina la tentación demiúrgica 
de presentir y de imaginar un cosmos diferente del que 
Dios ha creado. Del mismo modo, el surrealismo del tipo 
de André Bretón, Max Emst, Picabia, fuerza las puertas de 
lo irracional por sus «extrañamientos sistemáticos», y la 


86 



curiosidad que se despierta busca el nudo secreto de las 
cosas -Ding an sich- haciendo abstracciones de las mismas 
cosas. Ahora bien, san Gregorio Nacianceno advierte: «Ay 
de la inteligencia que ha mirado con hipocresía los miste- 
rios de Dios» 3 ... 

Para Tavlensky, amigo de Kandinsky, el arte expresa «la 
nostalgia de Dios». La diagonal de Malévitch, o el movi- 
miento de las líneas que se cortan en el ángulo recto, se 
detienen ante el cuadrado, signo geométrico ideal de lo 
Absoluto según Mondrian. En los grandes fundadores del 
arte abstracto, el deseo de penetrar por detrás el velo del 
mundo real es visiblemente de naturaleza «teosófica», 
oculta. «En el escalón superior, escribe Paul Klee, está lo 
misterioso». ¿Nueva era del conocimiento de Dios? Quizá, 
pero se sitúa fuera del Dios encamado, es un conocimien- 
to de la ideal y abstracta deidad al margen del Sujeto divi- 
no... 

Más inquietantes aún son las formas del «existen- 
cialismo artístico». El inconsciente sueña con el espacio 
curvo y con la cuarta dimensión. Pero la naturaleza bien 
podría vengarse engañando la curiosidad de los hombres. 
La imaginación embriagada con sus ilimitadas posibilida- 
des introduce la alucinación y el delirio para desembocar 
en al arte bruto de Dubuffet, en el arte primitivo de los 
enfermos mentales, en las «pesadillas místicas» de Her- 
nández, en el bestiario de Kopac, en los «constructores de 
quimeras» de Giraud, en el primitivismo absoluto. Recor- 
damos las palabras de André Gide: «El arte nace de obli- 
gaciones y muere en libertad». La violencia sexual aparece 
en pintores como Goetz y Osorio, o escultores como Pevs- 
ner, Arp, Stahly, Etienne Martin. Junto a los «collages» y la 
escritura automática, el ilogismo de Max Emst o Dalí casa 


3 Or. XXXI. 8. P.G. 36, 141 15 . 


87 



la exactitud fotográfica de los objetos con el cambio de su 
función, por ejemplo «el reloj liquido». En Pollok y toda la 
escuela americana de la Aciion Painting, la finalidad del 
automatismo de la velocidad es la de excluir la conciencia. 
Los colores son arrojados a la tela sin que ni siquiera la 
toque el pintor para evitar toda intención, incluso incons- 
ciente. 

Georges Mathieu dibuja sobre un estrado, en estado de 
trance, al son de una música concreta. Una tela inmensa 
-10 m- se cubre en el espacio de una hora. Los tubos se 
revientan, los colores que brotan de ellos se proyectan, por 
así decir, solos, en conformidad con el ambiente mágico 
de trance. Al final, el artista se encuentra en un estado de 
completa postración. La espontaneidad impulsiva de las 
entrañas raya con el caos preconsciente. Por una profana- 
ción que parece deseada, los grandes paneles de Bemard 
Buffet son muy sintomáticos. Su único tema muestra pája- 
ros monstruosos, con una mirada de una inmovilidad ca- 
davérica y que pisotean el cuerpo femenino desnudo. 
Todos los velos, incluso anatómicos, son arrancados, y las 
posturas, muy estudiadas, reflejan la profanación última y 
obscena del misterio del ser humano. Ante estos paneles, 
con su olor específico a putrefacción, viene a la memoria 
un pasaje de la Escala de san Juan Clímaco: un santo, «ha- 
biendo visto la belleza femenina, ha llorado de felicidad y 
ha cantado al Creador... Tal hombre ya ha resucitado antes 
de la Resurrección de todos». 

Si se quiere imaginar la decoración mural del infierno, 
hay más de un arte en nuestros días que responde a ello. 
El «Astuto» bíblico, que Lutero traduce por «el que frunce 
la nariz», ha hecho de su existencia la amarga profesión de 
burlarse del ser. Se puede hacer incluso con una buena 
conciencia y gusto, como artista, e imperceptiblemente pa- 
ra sí mismo y para los demás. Se trata de una resistencia 


88 



«a la imagen y semejanza de Dios», mas aún, al Dios «Fi- 
lántropo» que penetra su rostro humano con su luz. El 
arte abstracto, por su naturaleza, no tiene en sí nada que 
haga conocer «la Palabra hecha carne». ¿Qué puede decir 
sobre la Eucaristía, la transfiguración del cuerpo, la resu- 
rrección de la carne? Una luz tabórica sin Cristo, la lumi- 
niscencia de los santos sin los santos, es el rayo cautivo de 
un espejo mágico, signo infernal de implenitud e impoten- 
cia. 

Entre los diversos enfoques filosóficos posibles, la con- 
cepción sofiológica es la más apropiada para definir la 
naturaleza del arte abstracto. Según esta doctrina en su 
expresión más clásica, más profundo que el aspecto feno- 
ménico, móvil y cambiante del ser, es su fundamento 
«ideal» en el sentido platónico del término. Está constitui- 
do por principios ideales, normativos, llamados también 
los logoi ' de las cosas y de los seres. Este mundo ideal, que 
existe por encima de la forma temporal y espacial del ser 
que estructura y penetra, es llamado la Sophía (Sabiduría) 
creada. Creada y terrestre, a imagen de la Sophía celeste e 
increada que, según las enseñanzas patrísticas, reúne las 
ideas de Dios, su voluntad creadora sobre el mundo. Las 
dos Sophía están radicalmente separadas sin posible confu- 
sión. La realidad ideal, creada, ontológicamente insepara- 
ble de las cosas, condiciona y estructura la unidad 
concreta del mundo y liga lo múltiple en forma de cosmos. 

Todo conocimiento consiste en remontar las cosas em- 
píricas a su estructura inteligible y a captar su unidad. La 
presencia del contenido ideal en una forma sensible, su 
armonía, condicionan el aspecto estético del ser que todo 
artista lee y comenta. Ahora bien, gracias a la libertad de 
su espíritu, el hombre puede transgredir las normas, pue- 
de incluso alterar las relaciones. Precisamente porque su 
libertad es la más grande en la esfera estética, la belleza 


89 



entra en contacto con el corazón humano sin vincularlo 
necesariamente con el Bien y la Verdad. Buscando lo infi- 
nito, el iros humano puede detenerse en la Sophta creada, 
identificarla con Dios, divinizar la naturaleza. Más aún, en 
esta identificación luciferina, puede considerarse a sí mis- 
mo como la fuente del florecimiento cósmico, como lo Infi- 
nito, prescindiendo de Dios. 

El lado ideal, inteligible, existe sólo para fundamentar y 
unir el mundo visible. Fuera cié su «biosfera de encama- 
ción», el ideal no tiene sentido, ni fin, ni razón de ser. El 
arte es precisamente un sistema de expresiones, una len- 
gua particular cuyos elementos tienen relación con la So- 
phi'a y la expresan, igual que las palabras lo hacen con el 
pensamiento. Contrariamente a lo que ocurre con los sig- 
nos convencionales, las expresiones artísticas llevan su 
contenido como un mensaje único y secreto. En último 
término, entrando ya en contacto con el icono, estas ex- 
presiones se aproximan a los símbolos religiosos que son 
un lugar en donde lo simbolizado siempre está presente. 
En griego, las palabras que designan al diablo y al símbolo 
tienen la misma raíz, pero el diablo separa aquello que el 
símbolo liga. Un símbolo es un puente que une las dos 
orillas: lo visible y lo invisible, lo terrestre y lo celeste, lo 
empírico y lo ideal y los transporta uno en otro. 

Los iconoclastas creían muy correctamente en los sím- 
bolos, pero a causa de su concepción «retratística» del arte 
(imitación, copia), rechazaban el carácter simbólico del 
icono y por lo tanto no creían en una misteriosa presencia 
del modelo en la imagen. No llegaban a captar que junto a 
la representación visible de una realidad visible (copia, 
retrato), existe un arte diferente en el que la imagen pre- 
senta «lo visible de lo invisible» y de esta manera se revela 
símbolo auténtico. De buen grado hubieran aceptado el 
arte abstracto en su figuración geométrica, por ejemplo la 


90 



cruz sin el crucificado. Ahora bien, la semejanza icónica se 
opone radicalmente a todo lo que es retrato y sólo se rela- 
ciona con la hipóstasis (la persona) y con su cuerpo celes- 
te. Por eso el icono de alquien que vive es imposible; y 
queda excluida toda búsqueda de una semejanza camal, 
terrestre. En la iconografía, la hipóstasis «enhi postasía», se 
apropia, no una sustancia cósmica (plancha de madera, 
color), sino la semejanza como tal, la figura celeste de la 
hipóstasis, asumiendo el cuerpo transfigurado que el ico- 
no representa. 

El Pleroma hacia el cual tiende todo actualizará la sínte- 
sis escatológica «de lo terrestre y de lo celeste» (7 Cor 15, 
42-49). El arte lo anticipa proféticamente; a través de la 
imperfección actual, perfila la perfección, cuenta lo 
misterioso del ser. Pero, si abandona la «biosfera de 
encamación», cambia de naturaleza, y, cuando rechaza 
conscientemente toda semejanza, se hunde en lo abstracto. 

Se sabe que la filosofía matemática (como la de Bruns- 
chvicg) busca el pensamiento puro despojado de toda for- 
ma antropomórfica. Cada vez más la ciencia aborda 
nociones que sobrepasan la capacidad humana de recep- 
ción. De la misma manera, el arte abstracto se opone vio- 
lentamente al arte figurativo: «Juro a la Naturaleza que 
nunca más la representaré», declara Kupka. En efecto, la 
cosa sin contenido sofiánico está vacía y es absurda como 
las telas de Fougeron o las del «realismo socialista». Pero 
el ideal sin la cosa es ciego e insignificante. Es como si el 
arte se manifestase en entelequias de Aristóteles que hu- 
bieran perdido el lugar de su actualización. 

Desde el punto de vista sofiológico, es evidente que el 
arte abstracto ( ab-trahere , sacar, extraer de lo real) se mani- 
fiesta en la Sophía desafectada, desviada de su destino, 
alterada en su esencia misma, en su relación con lo real, lo 
cual la aleja de su fin y la hace indescifrable, por tratarse 


91 



ya de una Sophia que ha perdido su cuerpo. Desde este 
momento, es una falsa magia del instante. Unos fantasmas 
siempre nos pueden ofrecer un cierto gozo estético. Vagan 
por los vestigios del mundo fragmentado, pero el interés 
por ellos es bastante débil. Kandinsky o Paul Klee pueden 
alcanzar una gran musicalidad simplemente porque tie- 
nen genio, pero el hombre que mira estas obras nunca es 
acogido en este mundo carente de toda presencia y de 
rostro. El ojo puede escuchar incluso las voces del silencio; 
sin embargo, la ausencia coloreada no hace sino distraer y, 
al final, cansar. ¿Se puede entrar en comunión, esbozar un 
gesto de ternura hacia una de las mujeres pintadas por 
Picasso y a las que el P. Sergio Bulgakov llamaba «cadáve- 
res de la belleza», se puede sentir el deseo de orar ante el 
cuadrado de Malévitch? 

El arte abstracto se manifiesta como un arco iris sacado 
de su contexto cósmico. Se puede admirar su espectro so- 
lar, analizarlo y variar sus colores hasta el infinito, pero ya 
no une el cielo y la tierra, no dice nada esencial al hombre. 
Ahora bien, el arco iris no es un juego de colores, ni un 
objeto estético; según la Biblia, es el gran símbolo de la 
alianza entre Dios y el hombre. En la iconografía, el arco 
iris sostiene el cuerpo del Cristo Pantocrator en el momen- 
to de su venida gloriosa. La abstracción separa las vibra- 
ciones luminosas de su fuente, del Oriente litúrgico. ¿Qué 
puede revelar entonces al hombre orante, que se postema 
ante la luz fulgurante del rostro divino y dice: «En Tu luz 
conoceremos toda luz»? Lo bello no es solamente lo que 
agrada; además de una fiesta para los ojos, alimenta el 
espíritu y lo ilumina. 

Las exposiciones muestran que las formas modernas no 
sobreviven. Cuanto más vacía de contenido real está la 
forma, más ilimitada es en cuanto a sus combinaciones. Lo 
ilimitado de las expresiones del arte abstracto muestra la 


92 



temible cerrazón, lo limitado del alma, pues lo ilimitado en 
los límites de un mundo cerrado no transciende nada real- 
mente. Es el arte de la Puerta cerrada. Por el contrario, lo 
ilimitado divino adopta la sola y única expresión de la 
Encamación: «En verdad por tu naturaleza. Tú eres ilimi- 
tado, pero has querido. Señor, limitarte bajo el velo de la 
carne». En el único rostro de Cristo, Oios está presente y 
con El todo lo humano. El hieratismo de los santos, su 
inmovilidad iconográfica casi rígida, ese limitado externo 
de la forma desvela lo ilimitado de su espíritu. En su posi- 
ción frontal, sin ningún artificio, su mirada nos quema sin 
consumimos. 

En su propio valor de símbolo, el icono sobrepasa el 
arte, pero también lo explica. Podemos admirar sin reser- 
va las obras de los grandes maestros de todos los siglos y 
hacer de ellas lo más elevado del arte. El Icono se manten- 
drá un poco aparte, como la Biblia se situará por encima 
de la literatura y la poesía universales. Salvo raras excep- 
ciones, el arte en sí siempre será formalmente más perfecto 
que el arte de los iconógrafos, pues éste último, precisa- 
mente, no busca esta perfección. Su mismo exceso sería 
perjudicial para el icono, correría el riesgo de descentrar la 
mirada interior de la revelación del Misterio, como una 
poesía excesiva y rebuscada oscurecería la fuerza de la 
palabra bíblica. La belleza de un icono está en un equili- 
brio jerárquico exigente hasta el extremo. Bajo un cierto 
límite, no es más que un simple dibujo, mas por encima de 
eso y siguiendo el genio contemplativo del iconógrafo, el 
icono irradia la estricta belleza en conformidad con su te- 
ma, con Aquel que es «Dios de los pintores de los cielos y 
de lo que está por encima de los cielos», según palabras de 
san Basilio. 

Expresivo, el arte puede expresar contenidos diferen- 
tes. Libre, puede coincidir con el icono -como una tela de 


93 



Rembrandt- tanto como alejarse de todo contenido reli- 
gioso; al extremo, puede pasar a la pura función de signo 
o hacerse solamente objeto estético, del arte por el arte, 
decoración, y por último, cambiar su naturaleza y dejar de 
ser un arte. 

El gran arte figurativo nos anuncia la visión transfigu- 
rante de los maestros. Se hace con la Sophía terrestre en 
armonía con sus dos aspectos, real e ideal, la canta y cons- 
truye el Templo sofiánico. Pero éste, para convertirse en 
receptáculo de la Belleza divina, debe abrirse consciente- 
mente por la fe y la santidad del hombre a la luz divina, a 
la Sabiduría increada. La Sophía creada no es sino el espejo 
ambiguo de la Gloria, empañado por la caída, y por eso el 
arte en sí mismo es profundamente ambiguo. Para encon- 
trar la Belleza cara a cara, para alcanzar su resplandor de 
gracia, hay que salvar, por medio de una trans-ascenden- 
cia, por una superación de lo sensible y de lo inteligible, 
las puertas secretas del templo, el Icono. Ya no es una 
invocación sino la Parusía, la Belleza viene al encuentro de 
nuestro espíritu no para arrebatarlo sino para abrirlo a la 
proximidad ardiente del Dios personal. El descenso de la 
Sabiduría celeste es lo que hace de la Sophía terrestre su 
resplandeciente receptáculo, la Zarza ardiente. El arte del 
icono no es autónomo, sino que está incluido en el miste- 
rio litúrgico y está empapado de presencias sacramentales. 
Hace suya una cierta «abstracción», incluso podríamos de- 
cir una cierta trans-figuración. En su libertad de composi- 
ción, dispone a su agrado los elementos de este mundo en 
su sumisión total a lo espiritual. Puede representar a la 
Virgen con tres brazos, hacer andar a un mártir que tiene 
entre sus manos su propia cabeza, dar a un loco en Cristo 
los rasgos de un perro, poner el cráneo de Adan al pie de 
la Cruz, personificar el cosmos bajo la figura de un viejo 
rey y el Jordán en la de un pescador, invertir la perspecti- 


94 



va y hacer culminar en un solo punto todos los tiempos y 
todos los espacios. La luz sirve aquí de materia colorante 
para el icono, la hace luminiscente en sí misma, lo cual 
vuelve inútil toda fuente de luz, como en la Ciudad celeste 
del Apocalipsis. 

La fotografía ha liberado al arte de ciertas funciones de 
semejanza y, como contraste, ha desmostrado claramente 
que el arte siempre se ha dirigido, no a la reproducción de 
la naturaleza, a una copia fiel, sino a la transfiguración 
plástica de lo real. Si Manessier, por ejemplo, afirma que 
«lo figurativo es la Tierra prometida» y que el arte sólo es 
válido si procede de una fecundación por la naturaleza, 
ésta no obstante, bajo la mirada de un artista, está más allá 
de las figuraciones inmediatas, en correspondencia con 
sus cualidades interiores, en los ritmos del ser. «Pintar, 
decía Mallarmé, no la cosa sino el efecto que produce». Es 
la búsqueda de lo puro espiritual, cuya realidad es siem- 
pre fecunda, como se puede constatar en Bazaine, Le 
Moal, Bissiére. Pero las Nymphéas de Monet implican ya 
un radical «desprendimiento» de lo real y pasan a una 
pura musicalidad de colores. La sensibilidad artística aspi- 
ra a transcender los datos materiales. «Se trata, dice Ma- 
nessier, de poner al desnudo, por medios auténticamente 
plásticos, las equivalencias espirituales del mundo exterior 
y de un mundo más interior, y de hacer inteligibles estas 
correspondencias por transposición». 

El viejo Hokusaí estimaba que «sería necesario vivir 
hasta los ciento treinta años para poder dibujar una ra- 
ma», ¿la duración quizá de la historia para acabar un ros- 
tro? Un tiempo previo indefinido, ya que el artista vive en 
el corazón del drama del mundo moderno con su incerti- 
dumbre y puesta de todo en tela de juicio. La tendencia no 
figurativa camina paralelamente con una secularización 
de la sociedad, en oposición, incluso en los medios teoló- 


95 



gicos, con el elemento histórico de la Biblia; a su desmitifi- 
cación en la teología corresponde una desfiguración en el 
arte sagrado. 

La ciencia ha modificado profundamente nuestro pai- 
saje cósmico. Es evidente que ya no es posible emplear 
imágenes espaciales de una forma ingenua: el paraíso de 
arriba, el infierno de abajo y los ángeles que tocan nues- 
tros instrumentos de música. Pero en el arte abstracto, 
además de la materia, las formas han perdido su conteni- 
do transcendente. Por temor a la materia, la desmate- 
rialización artística desrealiza el mundo. El arte tiende 
hacia lo absoluto, pero, como parte de un vacío, su aliento 
no se lleva con él nada de este mundo, ninguna parcela de 
su carne. Es un arte hermético de puros ritmos cuyo tema 
es la subjetividad esotérica y cerebral del artista, los juegos 
de su inconsciente. El crea un mundo propio donde nadie 
más entra por no tener acceso o por reducirse a un efímero 
fuego artificial. 

Por otra parte, en la búsqueda del arte sagrado, las fi- 
guras elípticas, como grafismo, o las formas simplistas a 
ultranza, no pueden sino agravar la situación, pues ningu- 
na de estas imágenes es verdadera. El arte delimita rostros 
vacíos, lo cual es mejor que destrozarlos, pero el artista no 
se siente bien, ya que no «ve» nada y su arte es engañoso, 
copia o inventa y produce un super-real inadmisible o de- 
sesperadamente ingenuo. Si el arte profano expresa la con- 
fusión y la inquietud, la solución del arte llamado 
religioso es inadecuada, pues engaña y no responde. 

La organización de las manchas de colores ofrece una 
cierta impresión de luz con el fin de traducir el infinito, 
sobre todo en las vidrieras, como el arabesco, con sus ele- 
mentos florales, sus entrelaces y sus ornamentos en forma 
de palma, introducía un poco de fantasía en la severa ar- 
quitectura románica. El arte abstracto, si no pretende susti- 


96 



tuir al arte sagrado, posee el sentido arquitectural y deco- 
rativo que existía siempre en los estuquistas antiguos. Es 
un arte menor de un cierto alcance pedagógico para los 
catecúmenos que aún están en la antecámara del misterio. 
Puede ayudamos a todos a comprender que estamos en 
presencia de la Belleza no cuando ya no hay nada más que 
añadir, sino cuando no hay nada que suprimir, pues la 
Belleza no tiene límite, pero no soporta disonancia alguna. 

Sin que se pueda probar, es evidente que el arte abs- 
tracto se origina en la iconografía ortodoxa, en los arabes- 
cos musulmanes, en lo transcendental. Comprender esta 
correspondencia inicial es reavivar la mala conciencia recí- 
proca. En efecto, la belleza fue universalmente prostituida 
y la contemplación desacralizada. El academicismo del ar- 
te, así como el academicismo de la teología y de la predi- 
cación, el academicismo de la vida cristiana, han suscitado 
una justa revolución y una búsqueda apasionada y hasta 
trágica de lo verdadero. Ahora bien, toda revolución lleva 
en su corazón su propia transcendencia, el infierno sólo 
existe por la luz que luce en las tinieblas; esperanza del 
contrario, la misma dialéctica de una metanoia infernal sur- 
ge en el extremo de su sufrimiento secreto. La inmensa 
empresa de demolición inherente al arte abstracto es una 
forma eje ascetismo, de purificación, de ventilación que 
debemos reconocer con respeto. Responde a la pureza del 
alma, a la nostalgia de la inocencia perdida, al deseo de 
encontrar al menos un rayo o un destello de color que no 
sea mancillado por una figura cómplice y equívoca de 
aquí abajo. Su rechazo de las formas de este mundo ¿no 
es, por muy profunda que sea, la exigencia imperiosa del 
«totalmente otro»? Grita la imposibilidad de vivir como 
artista en un mundo ateo y cerrado, de ejercitarse en «na- 
turalezas muertas» que ya no son materia de resurrección. 
Por eso el arte moderno es significativo. Ha traído la libe- 


97 



ración de todo prejuicio. Ha suprimido los adornos y los 
accesorios, ha demolido los horrores del academicismo de 
los siglos recientes, ha matado el mal gusto del siglo XIX y 
por eso es refrescante. La forma exterior está deshecha. 
Pero a este nivel no es posible ninguna evolución, la llave 
de las correspondencias secretas se ha perdido, la ruptura 
entre lo sagrado transcendente divino y lo religioso inma- 
nente humano es tan radical que ya no se puede pasar 
simplemente de un plano a otro. El acceso a la forma inte- 
rior, «sofiánica» y uraniana, la contemplación por transpa- 
rencia de lo invisible en lo visible ha sido borrada por el 
ángel de la espada flameante. Solamente el bautismo de 
fuego puede hacer resucitar el arte en la luz de las últimas 
conclusiones 4 . 

El freno de la iconografía, en su impulso, desde el siglo 
XVII, lleva consigo una responsabilidad aplastante para el 
destino del arte moderno. Por su mismo estancamiento, 
este arte expresa la espera desesperada de un milagro. Es- 
te, como todo milagro, es imprevisible en su forma. Quizá 
esté en la mirada virginal de un santo: en un puñado de 
mantillo ve la huella fulgurante del Espíritu que en otro 
tiempo esculpiera, con esta tierra húmeda, el rostro del 
primer hombre para acoger la luz de la mirada divina. 

La iconosofía moderna está llamada más que nunca a 
reencontrar el poder creador de los antiguos iconógrafos y 
a salir del inmovilismo del arte de los «copistas». Si el 
mundo ha perdido todo estilo como expresión de lo uni- 
versal humano y de la comunión espiritual de las almas, la 
imagen de Dios hoy impone el suyo a fin de interpretar 
nuestro tiempo a su luz. Fiel a sus orígenes, pero parcela 
del eón de Pentecostés, ¿sabrá el icono cerrar su círculo 


4 


Ver los admirables análisis de W. WEIDLE en su libro Las Abejas de Aristeo. 


98 



sagrado sobre el Evangelio de la Parusía y el rostro huma- 
no del Dios trinitario? 

La liturgia nos enseña hoy más que ayer que el arte se 
descompone, no por ser hijo de su siglo, sino por rebelarse 
contra sus funciones sacerdotales: hacer el arte teofánico, 
en el corazón de las esperanzas engañadas y enterradas, 
situar el icono, el Angel de la Presencia, con «vestido jas- 
peado» de todos los colores, belleza sofiánica de la Iglesia. 
Su rostro es humano: por una parte es la Santa Faz del 
Dios-Hombre y por otra la Mujer vestida de Sol, «Gozo de 
todos los gozos», «la que combate toda tristeza» y derra- 
ma ternura sin cesar. 


99 



Segunda Parte 

Lo Sagrado 



CAPITULO PRIMERO 


La cosmología bíblica 

y patrística 


í . Noción previa 

El relato bíblico de la creación describe su marcha pro- 
gresiva que se detiene y culmina en el hombre. El hombre 
aparece como su terminación, como centro en el que con- 
vergen todos los planos del ser. Esta posición central del 
hombre explica la sumisión normativa de la naturaleza al 
hombre como a su logos cósmico, como a su múltiple hi- 
póstasis. El hombre «cultiva» la naturaleza, da nombre a 
los seres y a las cosas, los «humaniza». Su relación directa 
con el Creador es constitutiva de su ser. 

Hablando de la caída, la epístola a los Romanos se re- 
fiere a la antigua maldición -«por ti será maldita la tierra» 
{Gen 3, 17)- y precisa que «la creación fue sometida a la 
vanidad y a la esclavitud, no porque ella lo quisiera». El 
estado cautivo de la naturaleza no resulta, pues, de una 
«evolución natural»; víctima, la naturaleza pierde su nor- 
ma inicial por culpa del hombre, que pierde su lugar cós- 
mico, y es esta situación de hecho la que se convierte 
desde ahora en su «estado natural». 

Tal «desviación de su eje» la deshumaniza y explica su 
exteriorización en cuanto al Bien y al Mal, por ser el hom- 


103 



bre el único que puede poseer la conciencia moral. Así, 
neutra moralmente, la naturaleza se encuentra sometida al 
principio de la necesidad y de la lucha por la existencia. 
En sus repercusiones cósmicas la caída ha desnaturalizado 
no solamente las relaciones iniciales entre Dios y el hom- 
bre, sino también entre el hombre y el cosmos. La 
naturaleza no es «demoníaca», pero la turbada relación 
del hombre con el mundo priva a este último de su centro 
y, por eso, altera su naturaleza, la desafecta. 

Cualquiera que sea el sentido que demos a la «caída», 
es evidente que se trata de un acontecimiento, de un dra- 
ma original en el umbral de la existencia histórica y que la 
determina. Solamente la Revelación desvela aquello que 
permanece inaccesible a toda encuesta empírica. El hom- 
bre no ha logrado sobre-elevar la naturaleza, en-hiposta- 
siarla en su espíritu, y ahora el paso a otro eón no está en 
el término de una progresión humana, sino en el poder 
divino. Hubo que esperar la venida de Cristo que «abre 
los cielos» y restituye el acceso a ellos. La naturaleza espe- 
ra la universalización de este acceso en y con el hombre 
«cristificado». 

La ciencia se detiene en este umbral por una radical 
desproporción e impotencia, la caída afecta a su capacidad 
de percibir la naturaleza en su fundamento secreto que 
guarda un residuo irreductible y obliga incluso a la ciencia 
a multiplicar los «puntos de vista antinómicos». Por eso 
los métodos y los medios del entendimiento natural libe- 
ran de una inevitable abstracción, ya que la ciencia estudia 
la naturaleza «enucleada» de su misterio inicial. Definien- 
do las leyes de la naturaleza, ésta no tiene percepción di- 
recta del ser vivo, no oye sus gritos, de los cuales habla 
san Pablo, no capta su sordo sufrimiento ni su espera de 
una liberación, se le escapa la raíz metafísica de la corrup- 
ción y de la muerte. La teología no pretende de ninguna 


104 



manera agotar el misterio; pero posee la luz de la Revela- 
ción. Incluso aquí, san Pedro ya menciona el homo abscon- 
ditus, escondido, misterioso, y cabe hablar también de un 
mundus o cosmos absconditus. Para san Basilio, el análisis de 
las propiedades o de las cualidades de la naturaleza forma 
conceptos útiles, pero no alcanza nunca las esencias, el 
fondo último de la creación. 

2. La creación «ex nihilo» 

La filosofía griega no se había elevado a la idea del 
Dios creador. La eterna materia preexiste a la obra de- 
miúrgica que la modela y produce los seres y las cosas. La 
herencia de las antiguas metafísicas pasa al materialismo. 
Pero incluso en nuestros días, anota Henri Poincaré, no 
sabemos lo que es ser materialista, pues no sabemos qué 
es la materia. No obstante, si la vida ha aparecido en cierto 
momento, el materialismo rechaza la génesis de la materia 
y afirma una sustancia eterna que reviste formas sucesivas 
y diversas. 

Por el contrario, la Biblia (2 Mac 7, 28) habla, no de un 
me on, de la pura posibilidad del ser, sino de una nada 
absoluta, el ouk on y de la creación ex nihilo. No existe nada 
fuera de Dios, incluso el «fuera» es inexistente. Ahora 
bien, la creación da lugar a algo fuera de Dios. Dios pone 
la nada, pone el «fuera» en relación con Él mismo y pro- 
porciona la existencia a un ser infinitamente alejado de Él, 
«no por lugar, sino por naturaleza», dice san Juan 
Damasceno. 

Después de Justino, Taciano, Teófilo de Antioquía, Ire- 
neo de Lyon, Atanasio de Alejandría hace el siguiente ba- 
lance: «Otros, entre ellos Platón, piensan que Dios lo ha 
hecho todo a partir de una materia preexistente e inengen- 
drada... acerca de la cual exponen ellos sus mitos». 


105 



Los diferentes planos del ser son llamados a la exist- 
encia por la palabra creadora de Dios. Las esferas no pro- 
vienen de las inferiores, no hay ninguna evolución de 
unas a otras, el principio de discontinuidad funciona visi- 
blemente, la naturaleza salta de un grado al otro. Sin em- 
bargo el acto divino asegura la unidad de los diferentes 
reinos: mineral, vegetal, animal, humano y angélico que 
no se suman en un conglomerado de elementos diversos, 
sino que representan los grados de un solo Todo viviente 
y jerarquizado. El plano físico y químico se eleva a la bios- 
fera de los seres vivos, sobre los que se encuentra la esfera 
psíquica y finalmente la «noosfera», lo inteligible y lo espi- 
ritual. 

La creación del cielo designa según los Padres la crea- 
ción del mundo angélico y significa que el ser espiritual 
precede al mundo material, el espíritu no viene de la ma- 
teria, no es su epifenómeno. El hombre ha sido puesto en 
la cima de ese todo viviente como una síntesis de lo espiri- 
tual y lo material. 

La creación ex nihilo significa (según san Basilio y san 
Agustín) que el mundo ha sido creado con el tiempo. Así, 
el movimiento, el origen del ser y la posición de cada una 
de sus partes con relación a las demás son medidos por el 
tiempo y el espacio. Gracias a la estructura matemática del 
ser, el número asegura el orden, la armonía; por medio de 
la causalidad natural las leyes de la naturaleza lo ordenan. 
Solamente el espíritu humano se eleva por encima de la 
naturaleza mediante una causalidad individual y creado- 
ra. 


La creación en su conjunto es muy «buena y bella». 
Dios pone en la naturaleza el poder creador; la natura na- 
turata es a su vez la natura naturans. Physis viene de phyd 
-hacer nacer, crecer-. Dios ordena «que la tierra produz- 
ca» y, según san Basilio, «la Palabra sigue teniendo eco en 


106 



nuestros días». También dice que Dios ha unido todas las 
partes del cosmos por una alianza de amor. Igualmente, 
según san Gregorio Nacianceno, en tanto que el mundo 
está en paz y ningún ser se levanta contra otro, el lazo de 
amor actúa y armoniza el todo. Tal visión presupone, 
pues, la libertad de contradecir y de construir sobre la 
negativa. Es el hombre dotado de la libertad de opción 
quien abdica su dignidad real y desorganiza, así, el orden 
preestablecido desde el momento en que ya no asegura 
conscientemente el «lazo de amor». El aspecto solar y 
diurno de la naturaleza verá con temor su otro polo: el 
aspecto nocturno. Esta polarización vendrá de la caída del 
hombre que es posterior a la creación, sobreviene como una 
catástrofe cósmica en un mundo privado desde ahora de 
su señor. Su sitio 1 será usurpado por el que san Pablo 
llama, utilizando un término muy fuerte, el «dios de este 
mundo» (2 Cor 4, 4). 

3. La concepción bíblica 

La concepción bíblica está estructurada providencial- 
mente con las particularidades de la lengua hebraica. 
«Crear» se dice bara; en la Biblia este verbo está reservado 
sólo a Dios; designa un modo de actuar propiamente divi- 
no, su creación se opone a todo lo que es «fabricado» o 
«construido». Dios crea y luego conserva, guía a su criatu- 
ra y por eso interviene sin cesar en la historia. Cada parce- 
la de este mundo es obra de Dios, y el salmo 104 canta una 
liturgia cósmica de alabanza al Creador, que reconoce su 
obra y la declara enteramente buena . 


1 Según san Juan Damasceno, el demonio pertenecía a los coros de ángeles que 
regían el orden terrestre. Esto presupone que el orden cósmico ya está 
perturbado por la caída de los ángeles y que en ese caso el hombre fracasa en el 
intento de volver a levantar la situación . 


107 



Lengua de pastores y campesinos, esencialmente con- 
creta, el hebreo nombra lo que existe y no se preocupa de 
ninguna materia abstracta, se opone radicalmente a toda 
abstracción filosófica y le horrorizan las palabras abstrac- 
ta*- Poético, el hebreo se presta admirablemente a la narra- 
ción épica. Posee el sentido y el amor de la naturaleza, de 
lo camal, y excluye todo dualismo ontológico. 

Creado por la palabra de Dios, lo sensible tiene su prin- 
cipio en el Verbo ( jn 1, 1; Heb 1, 9), no se opone de ninguna 
manera a lo inteligible, más aún, es inteligible por consti- 
tución. Lo sensible es un «lenguaje» ( Gen 2, 19) y una «lec- 
tura» sin ninguna opacidad para el espíritu, lo cual hace 
imposible la idea de una materia anti-espíritu. La Biblia 
libera de todo complejo de culpabilidad hacia lo sensible. 
La caída sobreviene en el mundo angélico de los espíritus 
puros, el mal no viene, pues, de la materia; es el espíritu el 
que la profana haciendo de ella ídolos; el pecado camal es 
esencialmente el pecado del espíritu contra la carne. 

La materia no es nunca inerte, y la Cábala no hará más 
que profundizar este aspecto fundamentalmente bíblico: 
la materia está animada por una energía concentrada y 
como dormida. Esta concepción dinamística de la materia 
rechaza todo estatismo y pasará de esta forma al pensa- 
miento de los Padres de la Iglesia. No hay nada que se 
detenga, la creación continúa: «Dios no se cansa ni se ago- 
ta», dice Isaías (40, 28), y el Señor: «Mi Padre sigue obran- 
do todavía y por eso obro yo también» (/m 5, 17); así, el 
tiempo significa que el mundo está siempre en régimen de 
génesis, en movimiento orientado al pleroma: «No beberé 
más del fruto de la vid hasta el día en que de. nuevo lo beba 
con vosotros en el Reino» ( Mat 26, 29). 

En la alianza nupcial entre Yahvé e Israel, los elementos 
del mundo son palabras camales de un diálogo «en imá- 
genes»: así la luz y el fuego, el agua, el aceite, la sal, el 


108 



vino, el trigo y el pan, la piedra, la roca, incluso el polvo y 
la ceniza, son la imagen límite de la muerte y de la nada. 
Estos elementos serán la materia cósmica de la liturgia 
cristiana, y Cristo dirá: «Yo soy el pan de vida») por otra 
parte, «Dios es un fuego devorador». Dios es «luz». 

De esta forma, en el universo bíblico lo sensible no se 
reduce a lo instrumental, no es solamente una escena ma- 
terial para el juego de los poderes celestes. En efecto, ofre- 
ce al hombre sus colores, sus imágenes y su lenguaje, pero 
sin aminorar nunca su propio valor pleno de carne, medio 
de contemplación divina, templo y liturgia cósmica. «Mi- 
rad los lirios», dice el Señor, Dios los reviste de gloria. 
«Porque, dice san Máximo, las diferentes naturalezas con- 
curren juntas en el hombre, para formar en él una perfec- 
ción única -como una armonía compuesta de sonidos 
diferentes-», una espléndida doxología. 

En el platonismo, lo sensible participa en la idea por 
una pérdida de su propia realidad; oscura y pálida ima- 
gen, cuanto más evanescente es mejor juega su papel, has- 
ta el punto de que el «mito de la caverna» invita a 
apartarse de lo sensible y a huir de ello. Sus alegorías son 
frías, pues «cosifican» el mundo y por eso, muy paradóji- 
camente, lo desvitalizan, lo desmaterializan y finalmente 
lo descosmizan. Por el contrario, en la Biblia, cuanto más 
firme, viva y llena de energía en el orden de su propio 
valor está la naturaleza, mayor es su significado simbólico. 
Cuanto más hombre es el hombre, más imagen es, más 
icono de Dios; cuanto más alcanza la plenitud su persona, 
más lo habita Cristo. 

La parábola, el maschál introduce admirablemente en 
este mundo de Dios. El Reino de los cielos está simboliza- 
do por las realidades terrestres más cotidianas, más cama- 
les: un sembrador que trae el olor de la buena tierra 
abierta, una mujer que pone la levadura en la masa, el 


109 



grano de trigo, la vid, la higuera. Lo existente sensible 
lleva en sí todo lo que hace falta para enseñar los misterios 
más profundos de la creación divina. 

Todo símbolo, en el sentido litúrgico, contiene en sí una 
cierta presencia de lo simbolizado, cuya realidad-límite es 
el Nombre de Dios. Dios está presente en su Nombre, lu- 
gar teofánico por excelencia. De ahí que todo nombre, en 
la mentalidad judía, contenga el sentido y el destino de lo 
nombrado. Por eso la imagen parabólica nunca es fortuita, 
entre la imagen y lo que representa existe una cierta con- 
formidad, parentesco, similitud. Así, la tierra y el cielo no 
prefiguran solamente los nuevos cielos y la nueva tierra 
del Reino, sino que son el sustrato del cambio futuro y, 
por anticipación, lo son ya parcialmente aunque de mane- 
ra invisible. Del mismo modo, por anticipación, en el mo- 
mento de la Cena del Señor, antes de su resurrección, 
Cristo ofrecía a los apóstoles su sangre y su carne. 

El cuarto evangelio es quizá más histórico, más camal 
en el sentido semítico de la Biblia que los sinópticos, pues 
descifra más profundamente todas las manifestaciones del 
Verbo hecho carne. 

La simbología bíblica es, de esta manera, rigurosamen- 
te concreta. Los salmos describen una especie de danza 
sagrada donde «las montañas saltan como carneros, y las 
colinas como corderos» ( Sal 114, 4), y no es una simple 
alegoría, sino la aspiración secreta de todo ser vivo, su 
canto de gloria al Creador, que tan bien expresa el «Cánti- 
co de los tres jóvenes» en el libro de Daniel (3, 51-90). 

El cuerpo aislado, autónomo, no existe, es una abstrac- 
ción que la Biblia no conoce. Nada le es más contrario que 
la sustancia extensa del dualismo cartesiano. El hombre es 
una totalidad indivisible, es alma viva. Si la vida lo aban- 
dona, el cadáver no es un cuerpo, sino polvo, objeto de 
horror y de abominación en el umbral de la nada. Tras la 


110 



resurrección de Cristo, la muerte recibirá un sentido toda- 
vía más trágico, subrayado muy fuertemente en el rito del 
entierro de los sacerdotes, pero los restos de todo hombre 
serán venerados en su espera, que se une a la de toda la 
naturaleza entera. 

La palabra de la institución eucarística: «esto es mi 
cuerpo», designa el cuerpo vivo. Cristo entero confiriendo 
a todo el que comulga una consanguinidad y una concor- 
poralidad vivificante 2 . Del mismo modo, «el Verbo se hizo 
carne» quiere decir que Dios ha asumido la naturaleza 
humana en su totalidad y en ella todo el cosmos. Y la 
«resurrección de la carne» de que habla el Credo confiesa la 
reconstitución del hombre entero, alma y cuerpo, y así 
«toda carne verá la salvación de Dios»; toda carne quiere 
decir el pleroma de la Naturaleza. 

«Las viejas cosas han pasado, mirad, todo se ha vuelto 
nuevo» (2 Cor 5, 17); si «el hombre viejo se ha convertido 
en ruinas», el hombre nuevo es esta «criatura nueva» que 
«se renueva cada día». La Biblia muestra al ser en génesis, 
en un florecimiento de novedades imprevisibles. Por el 
contrario, toda concepción estática del ser supone su pro- 
fanación, su regresión hacia el estado del polvo inanima- 
do, límite de la nada. Podemos ver por una parte una 
ontología fáctica, fijada, cosificada, reducida al acosmismo 
de un cosmos estático y desvalorizado, y, por otra parte, 
una ontología dinamizada por su inserción en lo cósmico 
bíblico de la criatura viva, llena de energía y en perpetua 
creación. El Reino no es una simple vuelta atrás hacia el 
paraíso, sino su plenificación creadora hacia adelante que 
totaliza todo lo creado. 


7 La oración de san Simeón Metafrastres después de la divina comunión 
subraya: «Tú que me has dado tu carne como comida... penetra todos mis 
miembros, todas mis articulaciones, mis riñones y mi corazón... fortifica mis 
jarretes y mis huesos y establéceme por completo en tu amor». 


111 



4. El pensamiento patrístico 

El pensamiento de los Padres utiliza el genio griego, 
vuelve a tomar la concepción bíblica y precisa algunos 
puntos. Primeramente, la creación no tiene ningún carác- 
ter de necesidad, es obra de la voluntad divina y no de su 
naturaleza. «Dios crea por el pensamiento, y el pensa- 
miento se hace obra», dice san Juan Damasceno. «Dios, 
dice, contemplaba todas las cosas antes de su existencia, 
imaginándolas en su pensamiento, y cada ser recibe su 
existencia en un momento determinado, según su eterno 
pensamiento-voluntad, el cual es una predeterminación 
(proorismos), una imagen ( eikón ), y un modelo ( paradeig - 
ma)». Tales ideas no tienen, pues, lugar en la esencia de 
Dios, sino en sus energías. 

Tal concepción energética corresponde al dinamismo cós- 
mico de la Biblia y rechaza así el estatismo de una simple 
réplica del contenido inteligible de la esencia divina. Las 
ideas-voluntad de Dios permanecen radicalmente separa- 
das de las criaturas como la voluntad de un artista 
permanece separada de su obra. Pero preestablecen nor- 
mativamente modos diferentes de participación de la cria- 
tura en las energías divinas siempre en acción. Dirigida 
hacia una jerarquía de similitudes, la realidad propia de la 
criatura se manifiesta en la sinergia de las «segundas liber- 
tades», de las voluntades creadas con las voluntades-ideas 
divinas. 

La armonía de las voluntades presupone la libertad, y, 
por lo tanto, en su origen, una perfección inestable. El 
axioma patrístico «conviértete en lo que eres» significa re- 
alizar libremente la idea de Dios, convertirse en el lugar de 
la semejanza y de la morada divina; una autonomía usur- 
pada engendraría, por el contrario, una desemejanza, que 
no sería en su término sino una soledad infernal. Vemos 
claramente que las ideas divinas, los logoi, no coinciden 


112 



cor» las «razones seminales» de los estoicos. Estas ideas no 
son las esencias de las cosas, no son sustanciales sino idea- 
les y sólo normativas. En su super-existencia ideal y meta- 
temporal resumen el orden temporal; contenidas en el 
Logos-Cristo, resplandecen y rigen el plano de las partici- 
paciones. 

Dios no ha creado un substrato inespecífico, una proto- 
materia en potencia. «Las cualidades, dice san Gregorio de 
Nisa, son puros inteligibles, su conjunción - syndrome - pro- 
duce la naturaleza». Del mismo modo, para san Máximo, 
la naturaleza sensible no es materialística en el fondo, sino 
que está cargada de energías y representa incluso una cier- 
ta condensación del mundo espiritual e inteligible. Po- 
dríamos decir, en este sentido, que la materia es el 
epifenómeno del espíritu. También vemos que la concep- 
ción patrística es esencialmente dinámica. Concibe grados 
diferentes de materialidad y de opacidad en la naturaleza, 
dando cuenta de su degeneración y regeneración posibles. 
La visión iconográfica es muy rica en enseñanzas. Explica 
las consecuencias últimas de la Encamación: la santifica- 
ción de la materia y la transfiguración de la carne. Con 
una amorosa pasión, hará ver los «cuerpos espirituales» y 
la naturaleza «cristificada». El equilibrio perfecto de la 
unidad calcedoniana de lo divino y lo humano condiciona 
esta asunción cósmica y dirige la visión sobre la blancura 
fulgurante de la naturaleza terrestre a la luz del Mediodía 
tabórico. 

Centrada en la salvación, la Biblia es geocéntrica y 
antropocéntrica y el pensamiento patrístico amplía los ho- 
rizontes. En la parábola de la oveja perdida ve una alusión 
a la pequenez de la esfera terrestre -que sólo es una oveja- 
en comparación con el universo en su totalidad y con los 
eones angélicos representados por el rebaño de las 99 ove- 
jas. 


113 



El Hexaméron de san Basilio está completado por san 
Gregorio de Nisa. El hombre no es el producto de una 
orden dada a la tierra; situado en el límite de los mundos, 
su tarea es la de hacer participar en su estado deificado a 
toda la creación. San Máximo lo expresa bajo la forma de 
síntesis: el hombre debe establecer la armonía de lo mas- 


culino y lo femenino, cultivar la tierra en el paraíso, reunir 
la tierra y el cielo, reunir en sí mismo lo inteligible y lo 
sensible y finalmente restituir a Dios el universo ordenado 
así según el proyecto divino. San Gregorio Palamas subra- 
ya muchas veces que «el hombre se eleva sin separarse 
nunca de la materia que lo acompaña desde el principio». 
Cristo realiza plenamente esta tarea y todos deben seguir- 
le. Ello subraya el carácter funcionalmente concreto de la 
metafísica cristiana que le llega de la historia. «La salva- 
ción viene de los judíos» (/« 4, 22), de un pueblo histórico 
elegido para esta tarea, cuando su Mesías -el Verbo de 
vida- aparece: «nuestras manos lo han tocado, nuestros 


ojos lo han visto». Cristo se convierte en la Puerta y nadie 
llega a la verdad invisible sin pasar por la puerta visible 
de su Cuerpo. La salvación es la metanoia humana y cósmi- 
ca a la vez, la sobre-elevación plenificadora de toda la 
naturaleza al orden del Reino. El tiempo bíblico es positi- 
vo, mide la fecundidad de la naturaleza que refleja la bon- 
dad del Creador. El nabi posee el sentido de la historia, la 
intuición del gesto creador de Dios y el saber de los «tiem- 
pos favorables». Estos tiempos abren el mundo al eón de 


eternidad, al hoy de Dios que se inserta ya en el hoy de los 
hombres y conduce al mundo hacia «Dios que será todo 
en todos y en todo». 


5. La naturaleza cautiva 

Nada en la naturaleza es impuro en sí mismo, pero el 
espíritu corrompido del demonio o del hombre puede 


114 



mancillarla. Si el hombre abdica su vocación de humani- 
zar el mundo, se vuelve su esclavo, se sumerge en lo sensi- 
ble, de lo que fabrica sus ídolos. La idolatría es una 
desviación de la norma, la perversión de las relaciones y 
de la jerarquía de valores, e introduce en la naturaleza lo 
inexistente, un elemento de mentira y de engaño. 

Descentrada del hombre y de su propio destino doxoló- 
gico, la naturaleza no es mala en sí misma. Pero desafecta- 
da por haberse vuelto algo exterior al hombre, este estado 
neutro de la naturaleza la hace vulnerable a los poderes 
malignos, que se sirven de ella para tentar y esclavizar al 
hombre. Así, cautiva ella misma, la naturaleza espera su 
liberación. «Toda la creación gime entre dolores de parto»; 
la «tierra maldita» produce falsos alumbramientos o pro- 
duce monstruos a imagen del hombre demoníaco. 

San Simeón el nuevo teólogo describe, en el momento 
de la caída, la rebelión de la naturaleza contra el hombre 
destituido: «el cielo se preparó para caer sobre él y la tierra 
no quiso llevarlo. Pero Dios... no dejó a los elementos de- 
sencadenarse tan pronto contra el hombre. Ordenó que la 
creación permaneciese sumisa al hombre y que, habiéndo- 
se vuelto perecedera, sirviese al hombre perecedero, para 
el cual había sido creada. Sin embargo, cuando el hombre 
se regenere... la creación... se regenerará también y se hará 
igualmente incorruptible, y, en cierta medida, espiritual». 
El hombre al final se integra en Dios, el cosmos se integra 
en el hombre, se hace interior a él, el sol y los astros brillan 
dentro del alma humana. 

Para la antropología y la cosmología orientales, la natu- 
raleza ha guardado algo de su norma inicial. La caída no 
ha tocado a la imagen de Dios en el hombre, simplemente 
la reduce al silencio ontológico destruyendo la semejanza, 
la actualización de la imagen. San Antonio (en su vida 
escrita por san Atanasio) declara que «nuestra naturaleza 


115 



es esencialmente buena», y, según san Juan Damasceno, la 
ascesis restablece el equilibrio, que es «la vuelta de lo que 
es contrario a la naturaleza hacia lo que le es propio». 

La teología de san Pablo pone de relieve la universali- 
dad de la obra de Cristo. El universo está henchido de la 
presencia de Dios y la Encamación introduce la naturaleza 
entera en la obra de la salvación: «pues ha querido Dios 
que toda la plenitud habitase en Cristo. En efecto, en Cris- 
to ha sido creado todo lo que hay en los cielos y sobre la 
tierra, las cosas visibles y las invisibles... Todo ha sido 
creado por Él y para Él... todas las cosas subsisten en Él 
(Col 1, 16, 19). La totalidad de las criaturas está ontológi- 
camente suspendida de Cristo: «Todo es para Él»: la crea- 
ción tiene el fin de glorificarlo, y es ahí donde encuentra 
su realización. «Todas las cosas viven en Él»: Fuente y 
principio de cohesión del mundo creado, el Verbo hace de 
él un «cosmos» ordenado conforme a su fin. 

En san Pablo, creación y redención están íntimamente 
ligadas, y la obra de Cristo encuentra su resonancia inme- 
diata en el universo. Cristo «tiene la primacía sobre todas 
las cosas» ( Col 1, 18), y quiere decir tanto en la creación 
material como en el orden espiritual. «Hijo único de su 
amor» (del Padre, ibid., 13), también es Hijo único de su 
voluntad, de su intención: Dios ha querido a Cristo como 
fin y centro absoluto de todas las cosas. Todas las criaturas 
participan de Él, «ya sea sobre la tierra, ya sea en los cie- 
los», y si «Cristo también ha descendido a las regiones 
inferiores de la tierra..., ha sido para colmar todas las co- 
sas» (E/ 4, 9-10). Como dice san Ireneo: «Por el Verbo de 
Dios, todo está bajo el signo de la economía redentora, y el 
Hijo de Dios ha sido crucificado por todos y por todo, 
habiendo trazado el signo de la cruz sobre todas las cosas». 
De este modo la naturaleza entera está asociada al destino 
del hombre. Romanos 8 describe la espera ansiosa de la 


116 



naturaleza tendida como la mirada de abajo a arriba, o 
«como los ojos de la sirvienta entre las manos de su se- 
ñor», según el salmo 123, 2. Su sufrimiento no es el dolor 
de la agonía sino el del parto. 

6. El aspecto eclesiológico de la cosmología 

«La veracidad de las Santas Escrituras se extiende más 
lejos que los límites de nuestro entendimiento», dice el 
Metropolita Filaretes de Moscú, y añade: el hombre ha 
sido creado el último para entrar en el cosmos «como un 
rey y un pontífice». Esta posición real y sacerdotal es la 
que, en la enseñanza de los Padres, confiere un acento 
eclesiológico a la cosmología bíblica. El mundo, para san 
Máximo el Confesor, es un «templo cósmico» en el que el 
hombre ejerce su sacerdocio. Sacerdote de la naturaleza, 
«la ofrece a Dios en su alma como sobre un altar». 

Según la tradición oriental, la Iglesia se ha fundado en 
el Paraíso. Dios viene «en el frescor de la tarde» a conver- 
sar con el hombre, y esta comunión es la que comienza ya 
la deificación, lo esencial de la Iglesia. La comunión es 
teándrica, divino-humana, desde el principio, pues «el 
Cordero se inmola desde la fundación del mundo» ( Apoc 
13, 8; 1 P 1, 19). El acto de la creación del mundo se origina 
en el misterio del Cordero; la cristología se sitúa así en el 
comienzo y con ella la eclesiología, pues la Iglesia es preci- 
samente el lugar en donde se realizan la unión y la comu- 
nión con Dios. Según Clemente de Alejandría: «Adán 
significa Cristo y Eva significa la Iglesia», y por eso el 
matrimonio y sobre todo la primera pareja prefiguran la 
unión de Cristo y de la Iglesia. 

En Clemente de Roma, en Hermas, el mundo se crea 
con vistas a la Iglesia. Ella es la entelequia de la historia, 
su razón, su contenido, su fin. El acto de la creación lleva 
en sí la communio sanctorum de la Iglesia como el alfa y la 


117 



omega de toda la economía creadora de Dios. Encamán- 
dose, el Verbo actualiza el proyecto pre-etemo de Dios: 
unir conyugalmente en su hipóstasis lo divino y lo huma- 
no. Cristo-Dios-Hombre se vuelve Cristo-Dios-Humani- 
dad, la Iglesia. Esta aparece como centro preestablecido 
del universo con el fin de «reunir por medio del amor la 
naturaleza creada a la naturaleza increada, haciéndolas 
aparecer en la unidad, por la adquisición de la gracia», 
dice san Máximo. Lo que profetiza la Iglesia del paraíso, lo 
vuelve a tomar la Iglesia de Pentecostés y lo actualiza 
transcendiendo los límites impuestos por la caída. 

Las energías divinas fuera de la Iglesia actúan como las 
determinantes conservadoras del ser. Dentro de la Iglesia 
las energías deificantes conducen a la unión con Dios. Es, 
pues, en el interior del misterio preestablecido de la Igle- 
sia, a la luz de su acción santificante, donde se puede des- 
cifrar más profundamente la naturaleza. 

El universo es llamado a entrar en la Iglesia, las cosas 
profanadas a pasar a las cosas sagradas, a convertirse en 
elementos de la Historia Santa. Las admirables síntesis de 
san Máximo descifran la nueva vocación del hombre a 
través de la obra realizada por Cristo. 

Este sentido universal, cósmico, del destino del hom- 
bre, se expresa muy fuertemente en Oriente. «¿Qué es el 
corazón caritativo?», se pregunta san Isaac el Sirio: «Es un 
corazón que se inflama de caridad por la creación entera, 
por los hombres, por los demonios, por todas las criatu- 
ras... la compasión inmensa se apodera de su corazón..., ya 
no puede soportar ni la más mínima pena infligida a una 
criatura... Ruega incluso por los reptiles, movido por una 
piedad infinita que se despierta en el corazón de los que se 
asimilan a Dios». El hombre reúne en su amor al cosmos 
disperso, lo introduce en la Iglesia, lo abre a la acción 
terapéutica de la gracia. Hamack ironizaba sobre la con- 


118 



cepción oriental de la Redención -«fisiológica y farmacéu- 
tica»-, sobre lo que Wladimir Soloview ha llamado el 
«teomaterialimo» oriental. Pero esta concepción sigue fiel- 
mente el realismo bíblico y la tradición del cristianismo 
primitivo. 

A la luz bíblica, la salvación no tiene nada de jurídico, 
no es una sentencia de tribunal. El verbo yacha en hebreo 
significa «ponerse a sus anchas», cómodo; en el sentido 
más general, quiere decir liberar, salvar de un peligro, de 
una enfermedad, de la muerte finalmente, lo cual extrae y 
precisa el significado muy particular de establecer el equi- 
librio vital, de curar. El sustantivo yéchá, salvación, designa 
la total liberación con la paz -schalom- en último término. 
En el Nuevo Testamento, sotéria en griego viene del verbo 
sóizó, el adjetivo sos corresponde al sanus latino y por tanto 
significa devolver la salud al que la ha perdido, salvar de 
la muerte, fin natural de toda enfermedad. Por eso la ex- 
presión «tu fe te ha salvado» comporta la versión «tu fe te 
ha curado», siendo los dos términos sinónimos del mismo 
acto de perdón divino, acto que concierne al alma y al 
cuerpo en su misma unidad. De acuerdo con esta noción, 
el sacramento de la confesión es conocido como «clínica 
médica», y san Ignacio de Antioquía llama a la eucaristía 
pharmakon athanasias, remedio de inmortalidad. 

Jesús Salvador aparece así como Curador divino, «ge- 
nerador de la salud» (Nicolás Cabasilas), diciendo: «no 
necesitan médico los sanos, sino los enfermos...» Los peca- 
dores son los enfermos amenazados de muerte en su cuer- 
po y en su espíritu, y el sentido terapéutico de la salvación 
significa la curación del ser entero, la eliminación univer- 
sal del germen de la corrupción-mortalidad. La redención 
se presenta como un corolario de la resurrección de los 
cuerpos. «Con la muerte ha vencido él a la muerte», este 


119 



aspecto físico de la salvación comporta la victoria física 
también sobre todas las consecuencias de la caída. 

7. Una cosmología sacramental 

De la única fuente divina: «sed santos como Yo soy 
santo», fluye toda una gradación de consagraciones o co- 
sas sagradas por participación. Estas realizan una «des- 
profanación», una «desvulgarización» en el ser mismo de 
este mundo. Esta acción de «agujerear» el mundo cerrado 
mediante la irrupción de los poderes del más allá pertene- 
ce en particular a los sacramentos y sacramentales, que 
enseñan que todo está destinado a su culminación litúrgi- 
ca. La bendición de los frutos de la tierra, en el momento 
de la fiesta de la Transfiguración o de la Pascua, extiende 
sobre todo «alimento» la acción de santificación contenida 
en la palabra que pronuncia el sacerdote al repartir la eu- 
caristía: «para la curación del alma y del cuerpo». El desti- 
no del elemento acuático es participar en el misterio de la 
Epifanía; el de la madera es abrirse en cruz; el de la tierra 
es recibir el cuerpo del Señor en el reposo del gran Sába- 
do, y el destino de la piedra es desembocar en el «sepulcro 
sellado» y en la piedra corrida ante las mujeres portadoras 
de perfumes 3 . El aceite de oliva y el agua terminan siendo 
elementos conductores de la gracia en el hombre regenera- 
do; el trigo y la vid culminan en el cáliz eucarístico. Todo 
se refiere a la Encamación y todo desemboca en el Señor. 
La liturgia integra las acciones más elementales de la vida: 
beber, comer, lavarse, hablar, actuar, comulgar, y les resti- 
tuye su sentido y su verdadero destino: ser piezas del tem- 
plo cósmico de la Gloria de Dios. 


«Qué vamos a ofrecerte, oh Cristo... cada una de las criaturas trae su testimonio 
de gratitud: ...la tierra, la gruta;el desierto, el pesebre.. « (Tropariode las Vísperas 
de Navidad) 


120 



Un fragmento del ser se vuelve hierofanía, nada ha 
cambiado para los ojos físicos en su apariencia, pero, más 
profundamente, entre el principio santificante y su objeto, 
su soporte natural, se opera una perichoresis, intercambio y 
comunión de naturalezas. El cuerpo deja de ser un obstá- 
culo desde que pasa a «cuerpo espiritual», del que habla 
san Pablo. San lreneo subraya fuertemente que el hombre 
entero fue creado a imagen de Dios, y le sigue san Grego- 
rio Palamas al afirmar que «también el cuerpo tiene la 
experiencia de las cosas divinas». 

El icono de Pentecostés es muy rico en didáctica tradi- 
cional. Por debajo del cenáculo de los apóstoles, nos hace 
ver el casinos bajo los rasgos de un viejo coronado y que 
tiende también sus brazos hacia las lenguas de fuego del 
Espíritu 4 . 

Cristo ha caminado sobre esta tierra, ha admirado sus 
flores y, en sus parábolas, hablaba tanto de las cosas de 
este mundo como de las figuras celestes; ha sido bautiza- 
do en las aguas del Jordán, ha pasado el triduum en el seno 
de la tierra, no hay nada en este mundo que haya perma- 
necido extraño a su humanidad y que no haya recibido el 
sello del Espíritu Santo. Y por eso la Iglesia bendice y 
santifica a su vez toda la creación: las ramas verdes y las 
flores llenan los templos el día de Pentecostés; la fiesta de 
la Epifanía se acompaña de la «gran santificación de las 
aguas y de toda la materia cósmica»; en el oficio de la 
tarde, la Iglesia bendice los granos de trigo, el aceite, el 
pan y el vino -las especies representativas de la naturaleza 
y de su fecundidad-; el día del levantamiento de la cruz. 


«1 Ioy los raudales del Jordán se han hecho remedio por la presencia del Señor y 
toda la creación so riega con olas místicas» ( Oración de S ophrorteen el momento de 
la «Bendición de las aguas»). «Que se alegren todos los árboles del bosque cuya 
naturaleza se santifica, pues Cristo ha sido extendido en la Cruz» (Tropario, 9 4 
Oda, maitines, f iesta de la Cruz). 


121 



bendice las cuatro partes del mundo y, así, prosterna y 

pone todo el plano natural bajo el signo salvador de la 
cruz invencible. 


El esplendor de las acciones divinas se oculta bajo el 
velo de las cosas de este mundo. Por eso, durante la litur- 
gia, el sacerdote pide los «favores manifestados y los favo- 
res no manifestados», escondidos, pues, e invisibles de 
momento. San Ambrosio advirtió a sus catecúmenos del 
peligro de menospreciar los sacramentos bajo el pretexto 
de la materia común empleada: el pan, el vino, el agua y el 
aceite. Las acciones divinas no son visibles, sino que están 
visiblemente significadas. La Iglesia para los Padres es ese 
nuevo Paraíso en donde el Espíritu suscita «árboles de 
vida» -los sacramentos- y en donde la realeza de los santos 
sobre el cosmos está misteriosamente restaurada. 


La métabolé eucarística muestra la transformación-límite 
de la naturaleza. El bautismo opera «el nacimiento de 
agua y de Espíritu Santo» (Jn 3, 5-7). Según la doctrina de 
los Padres, el Espíritu confiere sus energías al agua bautis- 
mal que se convierte en el agua viva, vivificante y genera- 
dora. Por la epíclesis -invocación del Espíritu- se purifica 
de todo indicio maligno y adquiere el poder de transmitir 
la santificación. El agua no es simplemente elevada por el 
Espíritu al nivel de agente de sus operaciones, sino que el 
Espíritu se infunde en el agua. Según san Cirilo de Jerusa- 
lén, el agua se une ahora al Espíritu Santo cuya acción se 
opera en ella y a través de ella. Del mismo modo el aceite, 
myron o chrisrna, por la epíclesis se convierte en «el carisma 
de Cristo productivo del Espíritu Santo mediante la pre- 
sencia de su divinidad». Es la doctrina común a todos los 
Padres. El Espíritu Santo está en el crisma igual que está 
en el auga bautismal, actúa en él y a través de él. La mate- 
ria cósmica se convierte de este modo en conductora de la 
gracia, vehículo de las energías divinas. 


122 



Los ritmos naturales, la carne de este mundo, reasumi- 
dos nuevamente por la acción litúrgica y sacramental, se 
insertan en la Historia Santa. El espacio sagrado de la Igle- 
sia penetra el espacio cósmico, se extiende a las «ciudades 
santas»: Jerusalén, Roma, a toda ciudad marcada por teo- 
fanías, creando así santuarios y lugares de peregrinaje en 
los que el cielo y la tierra se han encontrado visiblemente. 
La antigua Roma, la Roma nueva, la hoy «Roma posta 
entre la Jerusalén terrestre y celeste», son tanteos que -a la 
luz de la palabra: «ni en Jerusalén ni sobre esta montaña, 
sino en espíritu y en verdad»- deben experimentar el tras- 
cendimiento de una topografía fija, cosificada. Las pala- 
bras citadas significan que los «centros cósmicos» son 
múltiples, que Roma o Jerusalén se encuentran en todo 
lugar eucarístico en donde la Iglesia se manifieste, así co- 
mo la cátedra de Pedro está contenida en la cátedra de 
todo obispo. En este sentido hay que comprender la resis- 
tencia de san Gregorio de Nisa a los peregrinajes a Tierra 
santa; no es el principio de lo sagrado lo que se niega, es 
su aspecto estático lo que se rechaza. 

Si ya el Antiguo Testamento inaugura lo sagrado de las 
fuentes, de las montañas, de las piedras, la liturgia cristia- 
na emprendre la consecratio mundi. Con Constantino, el 
edificio del culto forma parte de la estructura social de la 
ciudad, el Día del Señor coincide con el descanso de los 
hombres, y el templo ofrece la imagen del cosmos organi- 
zado. La liturgia no es una simple réplica de lo celeste, 
sino su irrupción en la historia: Dios desciende, santifica 
las almas así como también toda la naturaleza y los espa- 
cios cósmicos 5 . Del mismo modo, el calendario eclesiástico 
y el ciclo de las ofrendas santifican y colman de sentido los 


s Según san Atanasio, el alcance cósmico de la muerte do Cristo que «purifica los 
aires» libera al universo déla dominación demoníaca. 


123 



elementos del tiempo y la marcha de la Historia. Al hom- 
bre le toca captar y extender estas medidas transcendentes 
sobre su tiempo y su espacio humanos. 


124 



CAPITULO II 


Lo sagrado 


El lenguaje corriente emplea frecuentemente expresio- 
nes como: la santa voluntad, el deber sagrado, la ley santa, 
un hombre santo. En el transcurso de la evolución semán- 
tica, el término «sagrado, santo» se separa de su raíz y 
toma un sentido moral que está lejos de cubrir su signifi- 
cado inicial mitológico. 

Ante todo, lo sagrado se opone a los elementos de este 
mundo y presenta la irrupción de lo que R. Otto llama das 
ganz Andete, lo absolutamente otro, diferente de este mun- 
do. La Biblia nos aporta la precisión fundamental: sólo 
Dios es óntos -realmente todo lo que Él es, el Santo-; la 
criatura lo es de una forma derivada; lo sagrado o lo santo 
no lo es nunca por su propia naturaleza, por su esencia, 
sino siempre por participación. El término de Qadosh, ágios, 
saccr, sanctus, implica una relación de pertenencia total a 
Dios y postula una puesta aparte. El acto que hace sagra- 
dos una cosa o un ser, los separa de sus condiciones empí- 
ricas y los pone en comunión con lo numinoso', lo cual 
cambia su naturaleza y hace inmediatamente que se sienta 


1 El término es de R. Orro , Lo sagrado, París, 1 929, p. 22: «Si lumen ha servido para 
formar luminoso, de numen se puede formar numinoso». En alemán ominos 
deriva de ornen. 


125 



alrededor el mysterium tremendum, el temblor sagrado ante 
la presencia de lo «numinoso». No es el miedo a lo desco- 
nocido, sino un terror místico muy característico que 
acompaña a toda manifestación de lo transcendente, su 
irradiación energética a través de las realidades de este 
mundo: «Sembraré delante de ti el pánico y llenaré de tur- 
bación a todos los pueblos donde llegues», dice Dios (Ex 
23, 27); o también: «Quita las sandalias de tus pies, porque 
el lugar en que estás es tierra santa» (Ex 3, 5). 

Entre los elementos desvirtuados de este mundo, tiene 
lugar el advenimiento conmovedor de una realidad «ino- 
cente», por lo tanto santificada, es decir, purificada y de- 
vuelta a su estado original, a su destino auténtico: ser el 
receptáculo puro de una presencia, para que el Santo de 
Dios repose en él y resplandezca. En efecto, «ese lugar es 
santo» por la presencia de Dios, como era santa la parte 
del Templo que contenía el arca de la Alianza, como lo son 
«las Santas Escrituras», pues encierran la presencia de 
Cristo en su palabra, como toda iglesia es santa, pues Dios 
mora en ella y la hace «Casa de Dios», allí habla y se ofrece 
como alimento. El «beso de paz», en el momento de la 
sinaxis litúrgica, era llamado «santo», pues sellaba la co- 
munión en Cristo presente. Los ángeles, «segundas luces», 
son santos, pues viven en la luz de Dios y la reflejan. Los 
profetas, los apóstoles, «los santos de Jerusalén», son san- 
tos por los carismas de su ministerio. Por una «puesta 
aparte» es por lo que Israel era ethnos ágion, la «nación 
santa»; y en la economía del Nuevo Israel todo bautizado 
confirmado es «ungido», sellado con los dones del Espíri- 
tu Santo; estos dones lo integran en Cristo para que «parti- 
cipe de la naturaleza de Dios» (2 Pe 1, 4), y, por esta 
participación, se santifica, se hace «santo». Los obispos se 
otorgan entre sí el título: sanctus frater, y a un patriarca se 
le llama «su santidad» no en virtud de su realidad huma- 


126 



na, sino por su participación particular en el sacerdocio de 
Cristo, único Pontífice, único Santo. 

La liturgia aporta una enseñanza muy explícita sobre 
esta noción. Antes de ofrecer la comida eucarística, el sa- 
cerdote anuncia: «Las cosas santas son de los santos», y la 
asamblea de los fieles, como afectada por esta exigencia 
temible, responde confesando su indignidad: Tu solus 
sanctus: «Solamente es santo el Señor Jesucristo». El único 
Santo por naturaleza es Cristo, sus miembros no son santos 
más que por su particijiación en esta única santidad. «Tu luz 
resplandece en los rostros de tus santos», canta la Iglesia. 
«Cristo ha amado a la Iglesia... con el fin de hacerla santa» 
(E/5, 25-27), y «los fieles son llamados santos en razón de 
las cosas santas en las que participan», explica Nicolás Ca- 
basilas 2 . Isaías (6, 5-6) ofrece una imagen muy precisa so- 
bre esto: «Ay de mí... siendo un hombre de impuros 
labios... pero uno de los serafines voló hacia mí, teniendo 
en sus manos un carbón encendido que había cogido del 
altar con unas tenazas... y, tocando con él mi boca, dijo: 
Esto ha tocado tus labios; tu iniquidad ha sido borrada». 
El hombre se ha hecho santo por purificación, pues los 
poderes del más allá lo han tocado. El sacerdote, tras la 
comunión, «rememora» la visión de Isaías: besa el borde 
del cáliz, símbolo del costado herido de Cristo, diciendo: 
«Esto ha tocado mis labios, borra mis iniquidades y purifí- 
came de mis pecados». La cuchara de que el sacerdote se 
sirve para dar los santos dones se llama en griego latís, 
pinzas, tenazas, de las que precisamente habla Isaías, y los 
espirituales, evocando la eucaristía, dicen: «consumís el 
fuego». 


7 Explicación de la Divina Liturgia, cap. XXXVI. 


127 



De la única fuente divina manan por participación las 
santificaciones litúrgicas que integran todas las acciones 
de la vida humana según su verdadero destino. 

El hombre se acostumbra a vivir en el mundo de Dios, 
en cuyas profundidades descifra un destino edénico; el 
universo se constituye en liturgia cósmica, en templo de la 
gloria de Dios, lo cual hace comprender que todo es vir- 
tualmente sagrado y que no hay nada profano, nada neu- 
tro, pues todo se refiere a Dios (el «memorial» litúrgico 
significa referirse al Padre, recordarlo todo en memoria de 
Dios). Sin embargo, junto a lo sagrado se forma su carica- 
tura, la temible participación en el «Príncipe de la izquier- 
da», en lo demoníaco. Por eso san Gregorio de Nisa niega 
categóricamente lo humano simplemente y considera que 
lo profano puro no existe. O bien el hombre es «ángel de 
luz», icono de Dios, su semejanza, o bien «lleva la máscara 
de la bestia» y hace el tonto 1 * 3 . 

La liturgia inicia en el lenguaje de lo sagrado, introduce 
en el mundo unos símbolos. Un símbolo (una cruz, un 
icono, un templo) representa una participación en lo celes- 
te en su misma configuración material. No obstante un 
fragmento de tiempo o de espacio se vuelve una hierofa- 
nía, un receptáculo de lo sagrado, sin cambiar nada a los 


1 P.G. 44, 192. Son dos formas de existencia y de concepción del mundo. El 
mundo «profano» es en realidad el mundo «profanado», privado de las dimen- 
siones de lo Trascendente. Hay que decir que es un descubrimiento bastante 
redente, experiencia del hombre no religiosodelas sodedades modernas. 

Las palabras del culto: alleluia, kyrie eleison, amen, relevan ya de antiguos idio- 
mas, fuera del uso común; del mismo modo verba certa, palabras impuestas, 
fijas: el trisagion, el s anctus, la oradón dominical, la oradón del corazón, el credo, 
las fórmulas de los sacramentos. Su repetidón litúrgica subraya su poder, 
mientras que la elevadón del tono y el ritmo, muy medido y admirablemente 

orquestado, forman el tipo sagrado de la letanía, de la oración salmodiada, de la 
ledura litúrgica. Si toda bendidón llama la grada de la Palabra, todo deseo 
posee un poder muy real y por eso daremos cuenta de toda palabra pronunda- 
da (cf. los textos evangélicos sobre el deseo de la paz...). 


128 



ojos físicos de su apariencia, que continúa participando en 
el medio empírico que la rodea. Pero entre lo sagrado y su 
soporte material existe una comunión ontológica (entre la 
materia de los sacramentos o el ser humano por una parte, 
y las energías de la gracia por otra), en último término, la 
comunión pasa a la consustancialidad y al metabolismo 
total: el pan y el vino eucarísticos no significan ni simboli- 
zan la carne y la sangre, sino que lo son. Es el milagro de 
«la identidad por la gracia» de la que habla san Máximo ; 
san Arsenio apareció a sus discípulos 6 , bajo la forma de 
fuego, hombre luz: no solamente la capta, sino que la emi- 
te. Pero para estos casos límites, la palabra evangélica re- 
cuerda: «El que tenga oídos, que oiga». 


Cuando un fiel se santigua, opera un gesto epiclético, invoca al Espíritu Santo, 
más precisamente la «fuerza invencible de la Cruz» y por el poder de penetra- 
ción de ésta, configura en ella su ser, más aún, se identifica con la cruz de Cristo 
y por ese signo del amor crucificado remonta a la cruz como figura de la 
Trinidad, se hace icono, transcripción viva de esta jeroglificarión sagrada. 

5 Ad. Thal.,25; P.C.90, 333 A. 

6 Alphab, Arsenio 27; P.G. 65,% C. 


129 



CAPITULO III 


El tiempo sagrado 


En contra de la opinión general, el tiempo y el espacio 
no son formas puras, siendo el espacio simplemente una 
especie de saco en el que se arrojarían los átomos. Tampo- 
co son los a priori del transcendentalismo: una red subjetiva 
que nuestro espíritu echaría sobre las cosas para conocer- 
las. El espacio y el tiempo existen objetivamente , son la me- 
dida de la existencia, una de sus dimensiones; su función 
está en ordenar y calificar las cosas que sólo existen en esas 
formas inherentes a toda criatura. Revelan el estado de 
salud de las cosas, su temperatura ontológica 1 . Cuando el 
ángel del Apocalipsis anuncia el fin del tiempo enfermo, 
anuncia el fin del tiempo matemático descompuesto en 
instantes separados, el fin de la duración temporal inaca- 
bada y el paso hacia la duración acabada, hacia el pleroma 
cualitativo del tiempo en el que éste se realiza 2 . San Agus- 
tín ha comprendido admirablemente la concepción bíblica. 


' Para Bréal y Bailly ( Diccionario etimológico latino, sub. V) el sentido primitivo de 
lempus sería temperatura. 

2 Para Bergson la duración es el carácter mismo de la sucesión sentida y vivida, 
opuesta a la idea matemática del tiempo «espacializado» de Kant {Datos 
inmediatos de la conciencia, p. 74 ss). El misterio del tiempo está bien subrayado 
por Pascal. Pregunta quién podrá definirlo. «Las definiciones sólo están hechas 
para designar las cosas que se nombran y no para mostrar su naturaleza» (Del 
espíritu geométrico, Ed. Brunschwicg, p. 170). 


131 



afirmando que el mundo y el tiempo han sido creados 
juntos : «el mundo no ha sido creado en el tiempo sino con 
el tiempo» 3 , lo que quiere decir que el principio mismo del 
tiempo es bueno, que la vida en el Paraíso y en el Reino de 
Dios existe en su propio tiempo, es decir, en el orden propio 
de la sucesión de acontecimientos. «El primer hombre ha- 
bía sido creado de tal manera que el tiempo habría trans- 
currido, aunque el hombre hubiese permanecido estable», 
dice san Gregorio de Nisa. La eternidad de las criaturas no 
es la ausencia del tiempo, ni sobre todo nuestro tiempo 
privado de su fin, sino su forma positiva. Es el tiempo en 
el cual el pasado es conservado enteramente y el presente 
abierto al infinito de los eones: es el «memorial del Reino», 
el hecho de referirse y de estar totalmente presente en la 
mirada del Eterno. Hay, pues, que discernir entre el tiem- 
po profanado, infectado, negativo, de la caída y el tiempo 
sagrado, redimido, orientado hacia la salvación. 


Examinando nuestro tiempo actual, hay que decir pri- 
meramente que, si sus intervalos son regulares e idénticos, 
ello no es más que una abstracción de nuestros relojes. 
Nosotros no somos simples esferas sobre las que las agujas 
giran y marcan fracciones matemáticas; no sufrimos el 
tiempo, sino que lo vivimos, lo cual significa que lo asumi- 
mos, y el tiempo vivido representa una interacción muy 
íntima entre la forma matemática y su contenido exist- 
encial 4 . El tiempo nos califica, pero nosotros también califi- 
camos el tiempo, lo cual comporta una realidad muy 


3 0 mundo no puede existir fuera del tiempo, procul dubio mundus non faclus es I in 
tempore sed cum tempore (P.L 41, 322). 

4 «0 principio de la relatividad elimina la noción de tiempo absoluto, matemático, 
que no tiene ningún sentido experimental. Cada sistema de referencia tiene su 
tiempo propio» (Ver P. Lanckvin, El Tiempo, el Espacio y la Causalidad: H. 
PoiNCARE, El valor de la ciencia). 


132 



diversa de sus momentos y la posibilidad para él de abrir- 
se a otra dimensión. 


San Agustín en sus Confesiones ha demostrado genial- 
mente que de las tres partes del tiempo no existe ninguna: 
el futuro, lo que no existe todavía, pasa por el presente, 
instante inaprehensible debido a su fugaz rapidez, para 
convertirse enseguida en el pasado y desvanecerse en lo 
que ya no existe. 


La primera forma de este tiempo está ordenada por las 
estaciones cósmicas, es el tiempo cíclico de los astros tradu- 
cido por nuestros relojes; su figura gráfica es una curva 
cerrada en sí misma, la serpiente que se muerde la cola, el 
círculo vicioso del eterno retomo, sin salida. «Nada nuevo 
bajo el sol», clama el pesimista Eclesiastés. El tiempo ce- 
rrado, como el Dios Chronos, se alimenta de sus propios 
hijos -instantes-, cronometra fríamente, matemáticamente 
las «repeticiones» y provoca la angustia de lo absurdo se- 
mejante a la de Pascal ante el infinito espacial 5 . Las agujas, 
siempre en movimiento, no conducen a ninguna parte. 

«La tierra se ha reproducido quizá un millón de veces; 
se ha congelado, fundido, disgregado, se ha descompuesto 
después en sus elementos, y de nuevo las aguas la recu- 
bren. Posteriormente fue de nuevo un cometa, después un 
sol del que salió un globo. Este ciclo se repite quizá una 


5 El genio de Dostoíevsky, en La Dulce, nos sitúa ante el contraste insoportable 
entre el infinito del sufrimiento y la indiferencia del tiempo: «'1 lombres, amaos 
los unos a los otros', ¿quién ha proferido esto? El péndulo se balancea, 
insensible, con una monotonía repugnante» (Dostoíevsky, Diario de un escritor, 
t. II, p. 386). El tiempo nos recuerda que todo pasa. En Crimen y Castigo el 
fantasma de la mujer asesinada por Svidrigaílov se le aparece y le recuerda 
«que ¡ha olvidado dar cuerda al reloj!» Se puede parar el reloj, pero el tiempo no 
se para, sino que se dirige implacablemente hacia el Juicio. El tiempo detenido 
es la imagen más temible. Kierkegaard describe el despertar de un pecador en 
los infiernos: «¿Qué hora es?», se exclama; y con una indiferencia glacial Satán 
le responde: «la eternidad». 


N 


133 



infinidad de veces, bajo la misma forma, hasta el más mí- 
mino detalle. Es mortalmente enojoso ...» 6 

Pero ya la segunda forma -a la que podemos llamar el 
tiempo histórico, cuya figura es una línea que se prolonga 
indefinidamente- posee medidas diferentes. Las épocas re- 
celan su propio ritmo, acelerado o ralentizado. Las expe- 
riencias sobre las cicatrizaciones de las heridas muestran 
un tiempo biológico muy personal en función de la edad 
del herido, así como el sufrimiento o la alegría modifican 
el aspecto del tiempo: imperceptible o infinitamente lar- 
go 7 - 

La tercera forma es existencial: cada instante puede 
abrirse desde dentro a otra dimensión, lo que nos hace 
vivir la eternidad en el instante, en «el presente eterno». Es 
el tiempo sagrado o litúrgico. Su participación en lo abso- 
lutamente diferente cambia su naturaleza. La eternidad no 
está ni antes ni después del tiempo, sino que es esta di- 
mensión sobre la que el tiempo puede abrirse. 

San Gregorio de Nisa, para definir el tiempo, se sirve 
del término ákolouthía, una sucesión ordenada que regu- 
la la evolución según el antes y el después, y orienta las 
semillas hacia su finalidad 8 . Pero la verdadera finalidad 
como pleroma no es simplemente télos, punto final, sino 
téleios, plenitud de perfección. Esta verdadera función del 

tiempo sólo aparece sobre el plano teológico. Es la teología 
del tiempo. 


b DostoÍEVSKY, Ixjs Hermanos Karamazoff París, 1 948, p. 562. 

Lecomtede Noüy ha introducido la noción del «tiempo biológico» siguiendo 
una ley logarítmica y no aritmética (El Tiempo y la vida, París, 1 936; El Hombre y 
su destino, París, 1 946). 

* P.G. 46, 547 D; 45, 364 C. 


134 



En Cristo es donde el tiempo encuentra su eje. Antes de 
Cristo, la historia se dirige hacia Él, está mesiánicamente 
orientada y extendida, es el tiempo de la gestación, de las 
prefiguraciones y de la espera. Después de la Encarnación, 
todo se interioriza, todo está dirigido por las categorías de 
lo vacío y de lo lleno 9 , de lo ausente y de lo presente, de lo 
inacabado y de lo terminado, y entonces el único verdade- 
ro contenido del tiempo es la presencia de Cristo en el 
curso de su extensión; como sobre un eje, todo gira visible 
o invisiblemente hacia la culminación final del mismo 
tiempo que, a la vez, ya está realizado y no lo estará sino 
al Final. Este «a la vez» plantea en toda su amplitud el 
verdadero problema del tiempo que es el misterio de la 
coexistencia en nosotros mismos de dos hombres que vi- 
ven en tiempos diferentes: «Mientras nuestro hombre exte- 
rior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva día a 
día» (2 Cor 4, 16). Cristo ha roto el coniinuum histórico, 
pero no ha abolido el tiempo en sí mismo, solamente lo ha 
abierto. «El Verbo se ha hecho carne», y, como carne, está 
sometido al continuum : «El niño crecía y se fortalecía», co- 
mo dice el Evangelio de san Lucas, el historiador (Luc 2, 
40), pero como Verbo sólo es accesible a la fe; y es a los 
ojos de la fe cuando el tiempo histórico se abre al tiempo 
sagrado, a otra sucesión diferente de acontecimientos: la 
Natividad milagrosa, la Transfiguración, la Resurrección, 
la Ascensión y Pentecostés, la Parusía. «Dios se ha hecho 
temporal para que nosotros, hombres temporales, nos ha- 
gamos eternos», dice san Ireneo 10 , y de esta manera mues- 
tra que lo temporal culmina en lo eterno «desde aquí 
abajo». 

9 Ya para san Ignacio, lo que diferencia a los cristianos es el hecho de que son 
portadores de Dios y están llenos de Dios (Magn. 1 4, 1 ) 

10 Cf. San 1 Iii.arjo, P . G . 82, 205 A; San Gregorio de Nisa, P . G . 45, 1 .1 52 C. 


135 



Cristo no destruye, pues, ei tiempo sino que lo culmina, 
lo revaloriza y lo redime. Los verdaderos acontecimientos 
ya no se desvanecen, sino que permanecen asentados en la 
Memoria de Dios (la oración para los muertos pide a Dios 
que «los guarde en su memoria»). El tiempo positivo toma 
ventaja, neutraliza la negación, la destrucción, y muestra 
que, para el hombre, la eternidad no es la ausencia del 
tiempo sino su plenitud: el banquete mesiánico reunirá a 
Abra ha m, a Isaac, a Jacob y a los hombres de todas las 
épocas. Pero el tiempo histórico en su mismo principio 
tampoco es completamente negativo, su lado positivo está 
justamente en potencia en su naturaleza misma: bien 
orientado, es análogo al principio homeopático que em- 
plea sus mismos agentes para curar una afección: similia 
similibus curantur. Es la posibilidad de interrumpir la evo- 
lución, de desandar lo andado, de hacer morir del pasado 
aquello que lo merece y de volver a comenzar su vida; 
«dejar que los muertos entierren a sus muertos» ( Mat 8, 
22), es pasar por «el segundo nacimiento» del bautismo (Jti 
3, 3), lo cual deja morir el pasado vicioso. Esto explica en 
san Gregorio de Nisa 11 su doble interpretación de la histo- 
ria: es simultáneamente un proceso de crecimiento y un 
proceso de disgregación. La salvación está en la ruptura 
de los niveles. Así, el bautismo interrumpe el encadena- 
miento vicioso e instaura otra sucesión: al orden de la 
muerte Dios ha opuesto el nuevo orden de la vida eterna. 
Es la aplicación de la teología paulina de los dos Adanes: 
el primero instaura el tiempo de la perdición y el segundo 
el tiempo de la recapitulación universal, el tiempo de la 
salvación. 

El pasado vicioso está abolido en el bautismo y la peni- 
tencia, y el siglo futuro ya está presente en la eucaristía, es 

n P C. 44, 1.312 B. 


136 



el tiempo «orientado»; en él vivimos ya nuestro Oriente, 
nuestra Eternidad. 

Después de Kierkegaard, se ha hablado de la «revers- 
ibilidad del tiempo» por el poder de la liturgia; ahora bien, 
el tiempo no es reversible. Es más exacto hablar del poder 
de abrir el tiempo a lo que permanece. Si la memoria ya nos 
ofrece la presencia homogénea del pasado como recuerdo, 
su imagen fijada, el memorial litúrgico va más lejos y con- 
tiene no imágenes del pasado, sino los acontecimientos 
mismos bien presentes, que se nos vuelven contemporáneos. 
San Gregorio de Nisa lo indica cuando habla del «orden 
progresivo», de la sucesión regular de fiestas litúrgicas. 
Toda lectura litúrgica del Evangelio nos sitúa en el aconte- 
cimiento relatado. «En aquel tiempo», fórmula sagrada 
que comienza toda lectura litúrgica del Evangelio, signifi- 
ca el «tiempo sagrado» ~in illo tempore-, el ahora, el con- 
temporáneo. Cuando se celebra la Navidad, asistimos al 
nacimiento de Cristo, y Cristo resucitado se nos aparece la 
noche de Pascua y hace de los que conmemoran estas fies- 
tas testigos oculares de los acontecimientos del Gran 
Tiempo. Ya no hay huellas del tiempo muerto de las repe- 
ticiones, sino que todo permanece de una vez por todas. 
«Es el mismo sacrificio el que ofrecemos, no uno hoy y 
otro mañana» 12 , dice san Juan Crisóstomo, y Teodoro de 
Mopsuesta subraya la ruptura de los niveles: «No es algo 
nuevo, sino que es la liturgia la que tiene lugar en el cielo, 
y por lo tanto, nosotros estamos en el cielo». Todas las 
santas cenas de la Iglesia sólo son la eterna y única Cena, 
la de Cristo en la cámara alta. El mismo acto divino se ha 
producido al mismo tiempo en un momento preciso de la 
historia, y se ofrece siempre en el sacramento. Tiene el 


12 In l¡ Tim., hfím. II 45; P.C. 62, 612. 


137 



poder de abrir el tiempo y de situarse dentro como verda- 
dero contenido de todo instante. 

En la dimensión litúrgica, los momentos se comunican. 
Así el kontakion de la Ascensión dice: «Te has elevado al 
Cielo, Cristo nuestro Dios, para no alejarte nunca más... y 
dices a los que te aman: "Yo estoy con vosotros'». Del mis- 
mo modo, «estás corporalmente en la tumba, en el infierno 
con tu alma, como Dios en el Paraíso con el ladrón, y sobre 
tu trono estás con el Padre y el Espíritu, pues Tú lo llenas 
todo porque eres infinito». Y en la oración antes de la 
comunión: «Tú que estás en lo alto al lado de tu Padre y 
aquí invisiblemente presente con nosotros...» 

La repetición sólo existe del lado del hombre que entra 
periódicamente en comunión con lo que permanece. Lo 
podemos ver, por ejemplo, en la conmemoración litúrgica 
del Año Nuevo con toda su amplitud cosmogónica. San 
Efrén el Sirio 13 dice: «Dios ha creado de nuevo los cielos 
porque los pecadores han adorado los cuerpos celestes; ha 
creado de nuevo el mundo que se había marchitado con 
Adán; ha construido una nueva creación con su misma 
saliva». Esta última palabra nos remite a la curación del 
ciego de nacimiento y muestra en ella el gran símbolo de 
la curación del tiempo ciego. En efecto, no se trata de una 
nueva creación propiamente dicha, se trata de la regenera- 
ción del tiempo en su totalidad. El hecho de recorrerlo a la 
inversa para reencontrarse en el momento cosmogónico 
del primer sol en la primera mañana, lo vuelve «a poner 
en comunión» con su destino verdadero y así lo renueva, 
lo incorpora, lo rejuvenece desde dentro: «se renueva tu 
juventud como la del águila» ( Sal 103, 5). Esto explica el 
hecho de que la cosmogonía y todo lo que es renovación y 

13 HimnoS, 16; Wensinck, 169. 


138 



nacimiento estén íntimamente ligados al elemento acuáti- 
co 14 , como también lo están a la idea del nacimiento y de la 
resurrección. El Talmud dice: «Dios tiene tres llaves: la de 
la lluvia, la del nacimiento y la de la resurrección de los 
muertos». 

El alcance religioso atribuido litúrgicamente a las fe- 
chas del calendario astronómico muestra su función de 
signo y de prefiguración. Así, los doce días entre la Navi- 
dad y la Epifanía (del 25 de diciembre al 6 de enero) prefi- 
guran los doce meses del año (los campesinos de la 
Europa central determinan la cantidad de lluvia y la reco- 
lección para los doce meses venideros a partir de estos 
doce días, al igual que los judíos determinan la cantidad 
de agua de cada mes en el momento de la Fiesta de los 
Tabernáculos). Para los Padres de la Iglesia, siendo el sá- 
bado el séptimo día de la semana judía, el domingo no lo 
remplaza, sino que constituye el octavo día 15 o el primero 
en su sentido absoluto y único. Si los días de la semana 
representan la semana cósmica encerrada en sí misma o la 
totalidad de la historia, por el contrario, el día de la resu- 
rrección, el domingo, es el octavo día, la pascua semanal, y 
simboliza la eternidad (san Basilio el Grande subraya la 
prohibición de arrodillarse, actitud de penitencia, el do- 
mingo, pues en este día se permanece en pie' b , en una acti- 
tud escatológica, expresión de la epectase, tensión hacia la 
parusía). 


u El abismo del mundo o el feto rodeado de agua. 

15 San Basujo, P.G. 29, 59 B; San Gregorio de Nacianzo, P.G. 36, 429 C. Ver Juan 
Daniexou, Biblia y Liturgia, cap. 16. 

16 San Basitjo, De Spir. Sánelo, 27; Canon 19 del Concilio de Nicea; sin embargo 
Orígenes anota: «Para el perfecto todos los días son domingos» (P.G. 11, 1.549 
D). 


139 



Los cuarenta años del desierto, los cuarenta días de 
ayuno de Cristo, los cuarenta días de la gran Cuaresma 
son los días de espera antes de alcanzar la «tierra prometi- 
da» 17 . Así, el tiempo de la cuaresma representa en resumen 
la totalidad de la historia, el tiempo de la espera. Por el 
contrario, los cincuenta días entre la Pascua y Pentecostés 
están considerados como los cincuenta domingos (de ahí 
la prohibición de arrodillarse), tiempo del gozo, repre- 
sentación del siglo futuro inaugurado ya. 

Del mismo modo, la Navidad no es solamente una fies- 
ta, sino «un tiempo de fiesta» cuando la luz crece, crescit 
lux. La Navidad y la Epifanía son las manifestaciones sola- 
res de Cristo: «Luz de las Naciones» y «Sol del amanecer». 
En el siglo futuro, dice Orígenes, «todos habrán formado 
un Hombre perfecto y serán un solo sol». Si el calendario 
astronómico «orienta» al hombre en el tiempo de las siem- 
bras y las recolecciones, el calendario eclesiástico no está 
orientado, sino que él es Oriente, tiempo ordenado. Cada 
Año Nuevo es una historia universal en abreviatura, rege- 
nerada por el orden litúrgico y, por otra parte, cada día es 
una feria, abierta al siglo futuro. 

Un bautizado, en la inmersión, pasa por el diluvio, por 
la muerte del tiempo vicioso y renace para el tiempo de la 
salvación. La oración del sacramento de la unción crismal: 
«Que se complazca en servirte en toda palabra y en toda 
obra», muestra al hombre virtualmente retirado del tiem- 
po de la perdición y sellado con los dones del Espíritu 
Santo, consagrado, consignado, destinado en la totalidad 
de su vida al tiempo de la salvación. Por eso, según san Juan, 
el que sigue a Cristo no se somete a juicio (pues el pasado 
histórico ya está abolido) y el que come la carne de Cristo 


l? 


Podemos mencionar la creencia tradicional según la cual el alma de un muerto 
permanece cuarenta días en la tierra antes de ganar las esferas celestes. 


140 



ya tiene la vida eterna, vive en el tiempo sagrado. Por el 
contrario, el infierno no puede estar situado en el tiempo 
de la salvación, en la eternidad. Esencialmente tiempo ne- 
gativo y subjetivo, no tiene un lugar ontológico en el tiem- 
po positivo y universal del Reino de Dios. 

Josué, deteniendo al sol cuando pasaba a través de las 
aguas, opera la ruptura de los niveles, el paso al tiempo de 
la salvación; «Estrecha es la puerta y angosta la senda que 
lleva a la Vida» ( Mat 7, 14) designa el mismo pasaje. 

La técnica hesicasta cultiva esta puerta estrecha, experi- 
menta un tiempo de índole diferente. Dejando un interva- 
lo más largo entre la espiración y la aspiración, se vive 
otro ritmo, otro tiempo 18 . El tiempo es esencialmente «des- 
gaste» y el Maestro Eckhart anota que no existe un obstá- 
culo mayor para unirse a Dios que el tiempo. 

Ahora bien, en la visión del Pastor de Hermas, la Iglesia 
es eternamente joven, pues su verdeante ser se escapa al 
alcance del tiempo. El calendario de las fiestas y de los 
santos valoriza toda fracción del tiempo, en definitiva, el 
tiempo sagrado, y responde aquí abajo a nuestra nostalgia 
de la eternidad. La liturgia aparece así como un sacramen- 
to de la eternidad que integra el tiempo en el Verbo -Chro - 
nocrator, Señor del tiempo. 


18 Los yoguis subrayan la influencia de la respiración en la existencia y por ella 
explican la sorprendente juventud de los ascetas; durante la noche reducen el 
número desús respiraciones a la décima parte; contada en horas, la respiración 
(desgaste, y por consiguiente envejecimiento) de una jornada de 24 horas no es 
para un yogui más que 12 horas de respiración. Si come una vez por día, come 
cada 12 horas y no cada 24 (ver M. EliADE, Imágenes y Símbolos, París, 1952, pp. 
112-113). 


141 



CAPITULO IV 


El espacio sagrado 


El tiempo es a la duración lo que el espacio es a la 
extensión. El espacio no es homogéneo, hay espacios 
amorfos, caóticos, y espacio ordenado, el espacio sagrado. 
El espacio profano está sometido a la ley de extraposición 
y de exterioridad que coordina a los seres que existen. El 
espacio sagrado elimina la yuxtaposición y realiza más 
que la unidad de una simple coexistencia, hace «el uno» 
en Cristo, nuestra consustancialidad en El. 

Cuando Cristo dice a la mujer samaritana: «Llega la 
hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al 
Padre» ( Jn 4, 21), habla de Sí mismo como del lugar sagra- 
do omnipresente que deroga la exclusividad de todo lugar 
empírico. Desde entonces, toda visita a un templo ya es un 
peregrinaje al lugar sagrado. Lo cual explica la pluralidad 
de los lugares, de los que cada uno guarda el sentido del 
centro, precisamente por no ser centros geográficos sino 
cósmicos, situados no sobre la horizontal, sino sobre la 
vertical que une todo punto al más allá. De esta forma, 
partiendo de la omnipresencia del templo, es como la ben- 
dición del aceite, del pan, del vino y del trigo consagra 
estos elementos sobre toda la faz de la tierra, al igual que 
la bendición de los «cuatro lados» del mundo en la Eleva- 
ción de la cruz. 


143 



Estos lugares axiales son aquellos en los que se comuni- 
can todos los niveles: el subterráneo, la tierra y el cielo; su 
imagen es la Montaña santa, el Arbol cósmico, el Pilar 
central o la Escala 1 . Así, el Monte Tabor, que prob- 
ablemente viene de tabbür, que significa ombligo 2 , al igual 
que el Monte Garizim, llamado «ombligo de la tierra» {tab- 
bür eretz, Jueces 9, 37). Por eso, según la tradición rabínica, 
la tierra de Israel no se ha ahogado con el diluvio 3 . En una 
tradición cristiana, el Gólgota es el centro del mundo, allí 
donde Adán ha sido creado, donde la Cruz se ha levanta- 
do; y a su pie se encontraba la tumba de Adán 4 , frecuente 
tema iconográfico. Del mismo modo, la raíz del árbol cós- 
mico desciende hasta el infierno y su copa toca el cielo, sus 
ramas simbolizan los diferentes niveles celestes (el apóstol 
Pablo ha sido elevado hasta el tercer cielo). En El Libro de 
los Misterios, san Máximo el Confesor subraya bien la coe- 
xistencia por transcendencia de los niveles cósmicos: «Hoy 
estarás conmigo en el paraíso - después, como lo que para 
nosotros es la tierra en nada difiere para Él del paraíso, 
apareció de nuevo sobre esta tierra y conversó con sus 
discípulos» 5 . 

Los escritos rabínicos atribuyen a Adán una estatura 
gigantesca, mientras que en los Apócrifos 6 y en el Pastor de 
Hermas 7 el gigante es Cristo, cuya cabeza sobrepasa los 


’ Ver H- Lljbac, Aspectos del Budismo, París, 1951; Mircfa Eliade, Imágenes y 
Símbolos, París, 1952; Van der Leeuw, La Religión, París, 1948. 

2 Erjc Burkows, The Labyrinlh, Londres, 1 935, p. 51 . 

3 A. Wenknck, Novel ofthe Earth, Amstcrdam, 1916, p. 15. 

4 El cuerpo de Adán habría sido enterrado allí donde Cristo debía ser crucificado 
(Orígenes, in Mal.- PC. 13, 1 .777) 

5 P.G. 91, 1309 B. 

6 El Evangelio de Pedro, v. 29-40; lo s Hechos de ¡uan, N. 90-93. 

7 Similitudes 9, cap. 6, N 1 . 


144 



cielos 8 . Lo podemos comprender, ya que Cristo es el Ar- 
quetipo divino de estas imágenes. Él es el árbol de vida y 
el centro cósmico. Orígenes dice: «La Escritura describe a 
Cristo como un árbol»’. Por otra parte, numerosas imáge- 
nes, y como ejemplo el mosaico del baptisterio del Hen- 
chir Messouada, identifican a Cristo con la Cruz. La 
misma simbología se encuentra en las cruces llamadas «vi- 
vas»; las extremidades de la Cruz se cubren de ramos y 
terminan en brazos humanos: uno abre la puerta del cielo, 
el otro rompe las puertas del infierno. Cuando se exalta la 
santa Cruz, oímos: «El árbol de vida plantado en el Calva- 
rio (identificación del árbol edénico y de la Cruz 10 ) se ha 
elevado en el centro de la tierra... y santifica hasta las ex- 
tremidades del universo», «el largo y el ancho de la Cruz 
se extienden tan lejos como el cielo» 11 . 

Por su parte, san Agustín se pregunta: «Y qué es esta 
montaña por la que subimos, sino el Señor Jesucristo» 12 . 
Los Hechos de Felipe llaman a Cristo: «Pilar de Fuego», sfií- 
los puros, y, en los escritos ascéticos, un espiritual perfecto 
reproduce la misma imagen: «Pilar de fuego que une el 
cielo y la tierra» 13 . 

Pero la figura bíblica que mejor expresa el significado 
de estas imágenes es la escala de Jacob. Los ángeles la 
suben y bajan. El cielo está cubierto y la escala está apoya- 
da en el centro de la tierra; y, como Cristo es la escala, ésta 
brota de todos los lugares sagrados, centros inmumera- 
bles. Santiago de Sarug dice: «Cristo en la cruz se sostenía 


8 Cf. San Ambrosio, De Incamatione, P.i. 16,827C. 
v In Psalmo 1 ; Pitra, Aridecía sacra, t. II, p. 445. 

10 Von W. Maykr, Die Geschichte des Kreuzholzes uon Chris fus, Munich, 1881. 

" La Oración de las Iglesias de rito bizantino, Merconier, t. V, 1* parto, pp. 39, 52. 

12 In Psalmum 119, n. 1; P.L. 37, 1.597. 

13 Amíjjnkau, Estudios sobre el cristianismo en Egipto en el siglo Wl/, 1887. 


145 



sobre la tierra como sobre una escala llena de peldaños» 14 . 
Catalina de Siena lo ve como un puente levadizo entre el 
cielo y la tierra, como el arco iris, signo vivo de la Alian- 
za 15 . San Efrén escribe en su himno epifánico 16 : «Herma- 
nos, contemplad la columna, escondida en el aire, cuya 
base reposa sobre las aguas y alcanza la puerta de las 
alturas como la escala que vio Jacob» 17 . 

Finalmente, es el círculo (cierre de los templos y ciuda- 
des) dotado del poder de protección, pues representa sim- 
bólicamente la eternidad. Cuando los muros de Jericó se 
desploman al son de las trompetas, la ciudad se queda sin 
defensa celeste. Por el contrario, cuando una ciudad es 
asediada, la procesión del clero, llevando las reliquias o un 
icono milagroso, un objeto sagrado, recorre la parte alta de 
las murallas: semejante oración inscrita en el espacio invo- 
ca y refuerza el poder de protección. Se reconoce el mismo 
significado en toda procesión litúrgica alrededor del tem- 
plo, traza la figura de la eternidad y devuelve a la superfi- 
cie su valor de espacio sagrado. Si el tiempo sagrado 
responde a la nostalgia profunda de la eternidad, el espa- 
cio sagrado responde a la sed del Paraíso perdido; en esta 
superación de lo empírico operada por lo sagrado, el hom- 
bre reencuentra parcialmente su destino primero y se diri- 
ge hacia su culminación. 


M / / omitía sobre la visión de J acob , n. 96, Zingerlc-Nozingcr, Monumenta Siriaca, 1 . 1, 

p. 26. 

,5 R. P. L^uisBRrRNA^^L/Simt^/ísmoflscfnsaana^GnEranos-Jahrbuch,!. 18,1950. 

16 Himno XI, 11. 

17 También Aphraatf; en / familia sobre la oración; Patr. Sir. 1. 1, p. 146. 


146 



CAPITULO V 


El templo 


1 . El proyecto divino y el origen celeste del templo 

«El templo es el cielo terrestre, en estos espacios celes- 
tes Dios vive y se pasea». Mediante estas palabras del pa- 
triarca Germán 1 , se presiente el vertiginoso significado del 
templo cristiano. Los Bizantinos han trabajado en el espa- 
cio como lugar y morada de Dios; su problema arquitectó- 
nico buscaba la sintonía entre la escala natural de lo 
humano y la escala transcendente de lo infinito. 

Las recientes tentativas de encontrar unas formas adap- 
tadas a la mentalidad moderna, a menudo llegan a ahogar 
la arquitectura en el paisaje que la rodea y en las preocu- 
paciones locales. Es un arte religioso antropocéntrico que 
expresa al hombre con sus emociones y sus búsquedas de 
lo estético de las expresiones y las formas. Olvida total- 
mente el proyecto inicial de los grandes compañeros y 
constructores, el misterio mismo del templo, el arte sagra- 
do siempre teocéntrico que representa el descenso de Dios 
a su creación. Es perfectamente legítimo el buscar formas 
nuevas, pero éstas deben expresar un contenido simbólico 
que permanezca idéntico a través de todas las épocas. 


' P.G. 98 , 384 . 


147 



pues su origen es celeste. Los constructores modernos de- 
ben escuchar y discernir las sugerencias del arquitecto 
principal que es el Angel del templo ( Apoc 21, 15). 

Desde el principio, todos los templos cristianos tienen 
el mismo dibujo, que se remonta a la visión del Templo de 
la Jerusalén celeste, y por eso esta arquitectura habla la 
misma lengua. Se trata de la enseñanza profunda que vie- 
ne del icono de Cristo «no hecha por mano de hombre» (la 
Santa Faz): todo icono se remonta a este Arquetipo traza- 
do por el Espíritu Santo 2 Se trata también del sentido de la 
tradición, que dice que ciertos iconos fueron terminados 
por los ángeles. De todas formas, el origen divino presu- 
pone una receptividad activa y por otra parte funda la 
existencia de una norma canónica. Así, el Concilio de 787 
decreta: «La composición de las imágenes no se deja sola- 
mente a la iniciativa de los artistas», sino que brota de las 
exigencias del Ministerio litúrgico, del Advenimiento de 
Dios, el cual proporciona unas reglas arquitectónicas e ico- 
nográficas en conformidad con su Presencia. 

En efecto, los santuarios del Antiguo Testamento se 
edifican según las indicaciones del mismo Dios; de igual 
manera el arca de la Alianza (Ex 35, 34), el templo mosaico 
(Ex 25, 8-9) y el de Salomón, edificado sobre un «modelo 
inspirado por el Espíritu» (1 Crón 28, 12, 19), «que Tú ha- 
bías preparado desde el origen» (Sab 9, 8; Ez 4, 10-11). San 
Clemente de Roma precisa la tradición a la cual se refiere 
el ritual de la consagración de un templo: «el mismo Dios 
ha designado el lugar en que los oficios deben celebrar- 


«7 odo icono reabe la gracia del Espíritu Santo», dicesan Juan Damascenoen su 
Discurso sobre los iconos, P.C. 94, 1 .300. 


148 



se» 3 . Eusebio la precisa en su Historia de la Iglesia y muestra 
una convergencia de la idea judía del Templo-residencia 
del Altísimo y de la idea cristiana de la Nueva Jerusalén, 
del Reino de Dios. Según el Apocalipsis de Baruch 4 , la 
Jerusalén celeste ha sido creada por Dios al mismo tiempo 
que el Paraíso, por lo tanto in aetemum. 

2. El Templo - Imagen del universo y centro cósmico. 

El número y la medida. 

En su Poema sobre Santa Sopa de Edesa , san Máximo la 
describe así: «es algo admirable que, en su pequenez, el 
templo sea semejante al extenso universo... Su cúpula ele- 
vada se puede comparar a los cielos de los cielos... Descan- 
sa sólidamente en su parte inferior. Sus arcos representan 
los cuatro lados del mundo». Pero ya, según Flavio Josefo, 
el Templo de Jerusalén era una imago mundi: estaba situa- 
do en el «Centro del Mundo», en Jerusalén, y santificaba al 
Cosmos y al Tiempo. El patio simbolizaba el Mar, el san- 
tuario la Tierra, y el Santo de los Santos el Cielo. Los doce 
panes que se encontraban sobre la mesa representaban los 
doce meses del año y el candelabro de setenta brazos rep- 
resentaba los décans 5 . Cada templo es un omphalos, un cen- 
tro cósmico, su espacio está construido y ordenado; 
centrado y orientado de esta forma, da testimonio de un 
sentido riguroso y sagrado. 

El templo reproduce la estructura intema del universo. 
«No hay nada bello sin medida», decía Platón, y Aristóte- 
les: «lo bello reside en la medida y el orden». Dios es el 


3 Ai Cor. 1,40. 

4 11, IV, 3-7. 

5 Ant.¡ud. 111, Vil, 7. 


149 



gran Arquitecto y el genial geómetra del mundo (El Ti- 
meo), ideas que se remontan a Pitágoras, para el que «todo 
está ordenado de acuerdo con el Número». La estructura 
matemática del universo, las leyes de las relaciones y las 
proporciones (el número de oro o sección dorada) suscitan 
una sensación de perfección y de serenidad olímpica. «La 
medida es la que hace bellas todas las cosas», pensaba 
Isaac el Sirio. La belleza de la forma, dice Platón en el 
Filebo, es «algo rectilíneo y circular, mediante compás, cor- 
del y escuadra..., por lo que estas formas son bellas en sí 
mismas». 

La Jerusalén celeste muestra precisamente la interac- 
ción del círculo y del cuadrado ( Apoc 21, 16). Navio escato- 
lógico, la nave (de tiavis -navio-) coronada por la forma 
esférica de la cúpula, sintetiza la unión del círculo y del 
cuadrado, medida y cifra del cielo y del Reino. «El santua- 
rio, dice san Máximo 6 , ilumina y dirige la nave y esta últi- 
ma se convierte en su expresión visible. Tal relación 
restaura el orden... restablece lo que era en el Paraíso y 
será en el Reino». El cuadrado o cubo representa la inmu- 
tabilidad inquebrantable, la estabilidad del proyecto reali- 
zado, y dentro se opera el dinamismo circular de los 
oficios y los ritos. El desarrollo del espacio litúrgico se 
hace según el plano vertical, pues es la dirección de la 
oración simbolizada por la subida del incienso, perfume 
del sol y de la luz, el buen olor del Pneuma ; son también 
las manos levantadas del sacerdote, el movimiento de la 
epíclesis y de la elevación de los dones. Mientras que la 
marcha (procesión, al principio danza sagrada) alrededor 
del templo o del altar designa el movimiento alrededor 


P.G. 91,872. 


150 



de) centro cósmico que liga la tierra y el cielo e imita el 
movimiento circular de los astros. 

3. La forma y el contenido transcendente 

El templo reproduce el mundo, obra de Dios, traduce 
también la presencia de lo Transcendente, es «Casa de 
Dios» y «Puerta de los cielos» ( Gen 28, 17). 

Dios lo ha creado todo «con número, peso y medida» y 
así del caos ha hecho el cosmos, la Belleza. Pero lo bello de 
la estética griega es una armonía estática y de superficie, 
mientras que la visión cristiana se ha vuelto hacia el dina- 
mismo interior, hacia el sentido de lo divino en lo infinito, 
pues la Belleza de Dios no es mensurable y transciende 
toda ordenación. Rebasa toda forma, pues el contenido 
prima sobre todo, puede tocar lo informe y crear su propia 
forma. Por eso la forma humanamente más perfecta puede 
constituir un obstáculo, una cortina, perjudicar el conteni- 
do del mensaje, echar una sombra opaca sobre lo invisible. 

Las catedrales de antaño estaban cargadas de una fuer- 
za e intensidad sobrenaturales, su dinamismo, aun en 
nuestros días, corta el aliento y provoca el éxtasis. En el 
gótico, las verticales y la masa de piedras se alzan violen- 
tamente hacia el infinito y arrastran en su movimiento el 
espíritu del hombre. Por el contrario, en Santa Sofía todo 
se ordena alrededor de un eje central, coronado por la 
majestad de la cúpula, y expresa la belleza de una manera 
más esotérica, proveniente de una profundidad misteriosa 
y de una altura ilimitada, descendiendo sobre el hombre y 
llenándolo de una paz transcendente. 

La cruz encima de la cúpula y la misma cúpula orde- 
nan el espacio. Por sus líneas, la cúpula traduce el movi- 
miento descendente del amor divino, su esfericidad reúne 
a todos los hombres en sinaxis, en cuerpo. Bajo la cúpula. 


151 



nos sentimos protegidos, salvados de la angustia pascalia- 
na de los espacios infinitos; igualmente, la cruz, si se pro- 
longan al infinito las ramas de su hermosa figura 
geométrica, contiene la totalidad del espacio organizado, 
testimonio de lo infinito actual. 

4. El Templo - Imagen del Reino y Llamada de Dios 

Un templo no es un edificio de arquitectura extraña 
intercalado en manzanas de casas. El espacio profano, en 
la medida de su indiferencia o de su oposición a lo Trans- 
cendente, es un espacio profanado, demoníaco. En el cora- 
zón de este espacio es donde se levanta el espacio 
organizado del Templo. Representa el rechazo más fuerte 
de los principios de este mundo, y en último término, del 
«dios de este mundo», de la Bestia apocalíptica. Ofrece la 
imagen plástica de un «cielo» misterioso, el del Reino, y 
dirige a todos los hombres una llamada apremiante a que 
se conviertan en «piedras vivas» del templo cósmico don- 
de «todo lo que respira» canta la alabanza de Dios. 

En el santuario, detrás del altar, se representa el miste- 
rio central, la comunión eucarística de los apóstoles. Enci- 
ma, la Theotókos Orante personifica la Iglesia en su 
ministerio de intercesión. Más arriba está Cristo, Sacrificio 
y Sacrificador. En el hemisferio de la bóveda domina Pen- 
tecostés, la epíclesis, el descenso del Espíritu Santo que 
inaugura la Parusía y anticipa el Reino. La nave es el lugar 
donde el Pueblo de Dios se reúne como Sacerdocio Regio 
de los fieles. Sobre el muro occidental, opuesto al santua- 
rio, se sitúa el fresco del Juicio, balance de la historia; y la 
puerta de salida da sobre la tierra de la caída, espacio aún 
sin evangelizar. 

Los grandes espirituales fueron unos videntes que se 
expresaron con imágenes y símbolos. Y así, el «teólogo de 
la Santa Trinidad», san Sergio de Radonega, no ha dejado 


152 



tratados teológicos pero, en una época de guerras y de 
luchas fratricidas, ha construido una iglesia y la ha dedica- 
do a la Santa Trinidad. Según su biógrafo, «ha puesto el 
templo de la Trinidad como un espejo, visión del 'total- 
mente otro', a fin de combatir las divisiones del mundo». 
Era la imagen de la oración sacerdotal de Cristo. Su discí- 
pulo, Andrés Rublév, lo ha dicho a través de su icono: se 
trata de transfigurar el mundo en la conmovedora imagen 
de la Trinidad. 

De cara a las «preocupaciones mundanas», al puro bio- 
logismo de la lucha por la existencia, a la exterminación de 
la vida por el odio, de cara al reino del Mal, el Templo en 
su totalidad ya es un fragmento de eternidad que predica 
solamente por su presencia y llama a una metanoia radical 
de las relaciones humanas, al «sacramento del hermano» y 
al corazón henchido de piedad y de «ternura ontológica» 
hacia toda criatura. 

El icono de Pentecostés, como imagen conductora, 
muestra toda la distancia entre el Mundo y el Templo, 
entre la Historia y el Reino, y traza un límite nítido entre 
los dos planos de la historia humana: el Colegio de los 
apóstoles recibiendo las lenguas de fuego y abajo, saliendo 
de una oscura caverna, el anciano rey que representa el 
cosmos cautivo. Tiende las manos hacia su salvación, ha- 
cia la morada de la Paz divina, templo apostólico, iglesia 
de Cristo. 

Las iglesias de planta central, a veces verdaderas torres, 
con sus cúpulas en las que el oro reluce, evocan los cirios 
pascuales y cantan la Resurrección. Los bulbos de las igle- 
sias rusas sugieren la imagen de la oración, que, como una 
escala de Jacob, hace participar a este mundo en el más 
allá. Es una lengua de fuego, coronada por la cruz resplan- 
deciente, y una iglesia de varias cúpulas es como un can- 
delabro envuelto en llamas. Su luz penetra hasta el 


153 



interior de la cúpula e ilumina las bóvedas, como un cielo 
descendido sobre la tierra, con el rostro majestuoso del 
Pantocrátor que reina en el centro y cuya mano abierta 
contiene el destino de todos y de cada uno. 

Las figuras alargadas y esbeltas de los iconos y los fres- 
cos centran el impulso del grandioso conjunto hacia lo 
alto, hacia el Altísimo. Todo lo individual encuentra su 
plenitud legítima, y al mismo tiempo, todo se ordena por 
la comunión y la catolicidad. Los ángeles con sus trompe- 
tas escatológicas nos invitan a todos a unimos en una sola 
doxología, acuerdo cósmico que clama por encima del 
caos y de las tinieblas. El poderoso movimiento de sus alas 
lleva a todas las miradas hacia el corazón maternal y el 
velo protector de la Theotókos, «Gozo de toda criatura». 
Este gozo y esta paz es lo que predica el Templo por me- 
dio de sus líneas, sus formas y su luz, «el arte mudo sabe 
hablar», dice san Gregorio de Nisa 7 . 

5. La construcción del espado sagrado 

Un espectador, mirando un templo, puede examinar 
sucesivamente sus diferentes partes, determinar su arqui- 
tectura, hacer una evaluación de su valor artístico, pero 
siempre será para él un libro cerrado. Para que cada pie- 
dra, cada forma empiece a hablar, para que el todo se 
convierta en un canto, una liturgia, hay que captar su vida 
misteriosa, su proyecto y el principio mismo de su espacio 
organizado, que contrasta con su contorno. El ritual de la 
consagración de una iglesia simboliza con gran fuerza esta 
construcción del espacio sagrado. Acota una determinada 
superficie, la separa del espacio profano, la purifica, e in- 
voca en su epíclesis el descenso del Espíritu Santo que 
transforma un lugar cualquiera en lugar exacto de la teofa- 

7 P.G. 46, 737 D. 


154 



nía, en montaña santa, en centro cósmico y escala de Ja- 
cob: «Henos aquí, en este templo, símbolo del cielo y san- 
tuario de tu gloria... Te rogamos y te suplicamos: envía tu 
Santísimo Espíritu sobre nosotros y sobre toda tu here- 
dad...» 

El obispo enciende una gran antorcha, «la primera luz», 
y la procesión que lleva las reliquias de un mártir da la 
vuelta a la periferia, trazando el círculo de eternidad. Ante 
la puerta, el obispo cita el salmo 24: «Alzad, ¡oh puertas!, 
vuestros dinteles; alzaos, eternos portones, para que entre 
el Rey de la gloria». Desde el interior del edificio, el coro 
que representa el espacio que aún no está organizado, pe- 
ro que se apresura a estarlo, canta: «¿Quién es este Rey de 
la Gloria?» 

El obispo hace una cruz con las reliquias y proclama: 
«El Eterno, el Fuerte, El Poderoso: ¡éste es el Rey de la 
Gloria!» El obispo entra y Dios toma posesión del lugar, lo 
transfonna en Casa de Dios, donde la liturgia recibe su 
calificación divina. Desde ese centro sagrado «sobre el cual 
Dios día y noche, tiene los ojos abiertos» (7 Re 8, 29), el 
Hijo hará subir sin cesar hacia el Padre la oblación y el 
incienso de la oración litúrgica. A continuación, el obispo 
construye la mesa del altar, la levanta y procede a su un- 
ción crismal y a su lustración con el agua bautismal, preces 
didas por la epíclesis y acompañadas del canto del alleluia 
angélico. El templo, en su totalidad, se vuelve la figura 
plástica del cielo que desciende sobre la tierra. 

El altar (de alta-ara ) significa lugar alto; es aquí la mon- 
taña santa de Sión, con su centro cósmico: «Subiré al altar 
de Dios» - «Has obrado la salvación en la tierra» (Sal 74). 
La santa mesa, por una conversión mística, simboliza al 


155 



mismo Señor. Dionisio, hablando del ritual, señala: «En 
Jesús mismo, como en un altar..., es donde culmina la con- 
sagración» 8 . En el momento de la ordenación de un sacer- 
dote, cuando se le imponen las manos, el aspirante, 
arrodillado, tiene la frente apoyada contra el altar, símbolo 
de Cristo. Es la imagen de san Juan, «recostado en el pe- 
cho de Jesús» (/« 13, 23). 

El tabernáculo que contiene la carne y la sangre de 
Cristo se situará sobre el altar, el cual lo transforma en 
tumba abierta por el poder de la resurrección. Nadie pue- 
de tocarlo fuera del sacerdocio, y el sacerdote, entrando, se 
prosterna ante esta representación de Cristo. La misma 
materia del altar en el que reposa el tabernáculo se transfi- 
gura al depositar en su interior las santas reliquias o hue- 
sos de los mártires. Es una referencia exacta al Apocalipsis 
(6, 9): «El Cordero hace ver» bajo el altar las almas de los 
que han sido inmolados por la Palabra de Dios y por el 
testimonio que habían dado. Nicolás Cabasilas lleva mu- 
cho más lejos la afirmación: el verdadero altar son estos 
mismos huesos. Por anticipación, explica, las reliquias y, 
por lo tanto, la mesa son la «came pneumatizada» de la 
Pascua futura 9 . Vemos perfectamente que el centro litúrgi- 
co está construido con la materia del Reino de Dios, y el 
espacio sagrado se organiza alrededor de una parcela del 
más allá. 

6. La orientación 

El rectángulo central del templo se llama nave , siendo el 
Arca de Noé la figura profética de la Iglesia. Un templo es 


8 Hier.eccles. IV, *12. 

9 La vida en Jesucristo, p. 147. 


156 



el barco lanzado a los espacios, que se dirige hacia el 
Oriente. La Didascalia de los apóstoles , citando el salmo 68: 
«Dios que cabalga sobre los cielos del Oriente», y los He- 
chos (1, 11): «Cristo volverá como le habéis visto ascen- 
der», nos muestran el origen de la oración dirigida hacia 
Oriente: es la espera de la vuelta del Señor: «Como el res- 
plandor que viene de Oriente, así aparecerá el Hijo del 
Hombre» ( Mt 24, 27). Ello significa que toda oración, 
cuando está bien orientada, es espera y, por lo tanto, en su 
intención última, siempre es de naturaleza escatológica. 
«Como el resplandor que viene de Oriente», así Cristo es 
el «Sol de Justicia», y el «Oriente» ( Zac 3, 4), y por eso el 
altar está dirigido hacia levante; por el contrario, la puerta 
de salida está situada al occidente, hacia el ocaso, mostran- 
do el espacio amorfo de la oscuridad, la tierra no evangeli- 
zada, e incluso el infierno. La profesión de fe en la 
dirección de Oriente se opone a la abjuración frente a Oc- 
cidente. La oración hacia el Oriente distingue así eí cristia- 
nismo de la oración judía hacia Jerusalén y de la oración 
musulmana hacia la Meca. Al entrar, se va al encuentro de 
la luz, se está en el camino de la salvación que lleva hacia 
la ciudad de los santos y tierra de los vivos en donde el Sol 
luce sin ocaso. El eje polar vertical y el eje horizontal de los 
cuatro costados del mundo sintetizan el espacio en forma 
de cruz con seis direcciones; centrados sobre el Centro 
divino constituyen el número sagrado del siete, según Cle- 
mente de Alejandría. 

En las basílicas de tres ábsides, Franz von Doelger 
muestra la figura de la cruz y descifra el símbolo de la Luz 
y de la Vida; en efecto, estas palabras en griego Zoé y Phós 
se cruzan en la letra central, la omega, letra escatológica 
del alfabeto griego. Lo que subraya aún más fuertemente 
la imagen de un barco que flota en la dimensión escatoló- 
gica y cruza hacia el Oriente místico. 


157 



7. El iconostasio y las puertas 

Orientada y ordenada, la iglesia se divide, según el pla- 
no del tabernáculo de Moisés y del templo de Salomón, en 
tres partes: el santuario del lado de Oriente, el pórtico 
hacia Occidente, y la nave, parte central, entre los dos. El 
santuario corresponde al santo de los santos, a la morada 
de Dios. El Santo de Dios aquí mora y resplandece. Figura 
del Reino, el santuario está separado de la nave, en la que 
están los fieles, por una verja llamada «iconostasio». Se 
trata del antiguo cancel lleno de iconos en tiempos de la 
victoria sobre el iconoclasmo. Esta verja tiene tres puertas. 
La del medio es de dos hojas, y de ahí su plural «puertas 
santas» o «puertas reales», y está rodeada de puertas infe- 
riores llamadas «del norte» y «del sur» que dejan paso a 
los ministros sagrados. 

Bajo su forma actual, el iconostasio presenta una evolu- 
ción bastante reciente que hay que situar en el siglo XV. La 
puerta real está rodeada por los iconos de Cristo a la dere- 
cha y de la Theotókos a la izquierda. Justamente encima, el 
icono de la eucaristía. La segunda fila se centra en la Déi- 
sis, la tercera reúne los iconos de las fiestas litúrgicas, la 
cuarta es la de los profetas y, finalmente, la serie de los 
patriarcas. 

Hasta finales del siglo XIV, la dimensión de la verja no 
impedía a los fieles seguir el misterio litúrgico que tenía 
lugar en el santuario. Fue una preocupación didáctica la 
que llevó al desarrollo de la verja a fin de poner ante los 
ojos de los fieles la economía de la salvación y su marcha 
progresiva. Esta preocupación corre el riesgo de compro- 
meter la participación activa de los fieles en la acción litúr- 
gica. La tradición josefina, consagrada a la amplitud y 
riqueza de la decoración cultual, la ha aventajado con la 
más sobria espiritualidad de Nil Sorsky y ha repuesto en- 
tre clérigos y laicos la tensión entre la Iglesia y el mundo, 


158 



con el peligro de acentuar demasiado la distinción entre el 
santuario y la nave. Actualmente se esboza la tendencia a 
reencontrar la simplicidad de antes, un despojamiento de 
las formas que permitiría al mismo tiempo al pueblo oir 
las oraciones eucaristías y estar asociado más íntimamen- 
te al misterio mismo de la liturgia. 

El iconostasio está recubierto de iconos deslumbrantes, 
con una composición en el centro llamada la Déisis, que 
significa la súplica, la intercesión: muestra al Cristo-Obis- 
po bendiciendo a los hombres. Juez y Doctor también. Sos- 
teniendo el Evangelio, aparece como el único intérprete de 
su propia palabra, y es la figura de la Tradición. Es El 
quien, por medio de todos los elementos de ésta, explícita 
sus palabras terrestres. Está rodeado por la Virgen y san 
Juan Bautista. Siguiéndolos y pareciendo salir de ellos co- 
mo de sus arquetipos (la Theotókos, arquetipo de lo femeni- 
no, san Juan arquetipo de lo masculino), aparecen los 
apóstoles y los santos, introducidos por los ángeles. Es la 
Iglesia orante, la «locura de la caridad», la que intercede 
por los que son juzgados. La Palabra juzga, pero la Sabi- 
duría suprema del Cristo-Obispo confronta la justicia y la 
misericordia y anticipa el segundo significado del mismo 
icono: las Bodas del Cordero. La Theotókos, la Esposa, sím- 
bolo de la Iglesia, y Juan, el amigo del Esposo, nos invitan 
a todos a la alegría perfecta del Reino. 

La Déisis da sentido a todo el iconostasio. Destello de 
los testigos, el iconostasio ofrece sus manos suplicantes, la 
Iglesia ruega por la iglesia, la Theotókos lleva el mundo en 
su oración y lo cubre con su protección maternal. Lo que 
parecía muro de separación se revela más profundamente 
como elemento de unión: Cristo total constituido por sus 
santos. 

Este muro transparente, muro de intercesión, recibe y 
amplifica la oración del corazón: «Señor Jesucristo, Hijo de 


159 



Dios, ten piedad de nosotros pecadores y cúbrenos con tu 
gracia». También sufre la violencia de los santos que se 
apoderan del Reino, y bajo su presión, después de Cristo, 
la puerta real se abre de par en par a la visión del cielo. 

Los comentarios litúrgicos explican de manera muy na- 
tural el simbolismo inmediato de la puerta, imagen de 
Cristo «por quien veréis el cielo abierto» ( Jn 1, 51). La ve- 
neración que implica este simbolismo no permite más que 
a los miembros del clero franquear esta puerta y solamen- 
te tras haberse puesto sus vestiduras litúrgicas. 

El simbolismo del santuario va más lejos. El Cristo- 
Puerta introduce dentro de su ser, la puerta real da sobre 
el altar, lugar alto del Opus Dei y centro alrededor del cual 
se despliega la acción sagrada del culto: «es el cielo, donde 
se mueve el Dios trino, en la tierra» 10 . De acuerdo con la 
tradición litúrgica, la imagen paulina de «cabeza» Nicolás 
Cabasilas la sustituye por el «corazón triunfante y desbor- 
dante», fuente inagotable de los tesoros del Agape. El ta- 
bernáculo del banquete mesiánico se articula con el tema 
bíblico de las bodas místicas. El «Hombre de dolor» apare- 
ce como «Hombre de deseo», el eterno Imán, el divino 
Filántropo. El Altar, ungido con el «aceite de júbilo», «irra- 
dia la perfecta alegría del amor» sin igual aquí abajo. Sólo 
Cristo es el Imán que imanta el amor y se introduce en 
nosotros para que podamos revivir en Él. Cabasilas for- 
mula aquí la evidencia simple y límpida: «El alma huma- 
na tiene sed de infinito. El ojo ha sido creado para la luz, el 
oído para los sonidos, todo objeto para su fin, y el deseo 
del alma para lanzarse hacia Cristo». 

Orígenes 11 , en su tercera homilía sobre Jeremías, atribu- 
ye a Jesús el agraphon : «Quien está cerca de mí está cerca 

10 San Germán, F.G. 98, 384. 

11 Dídimo también en su comentario al Salmo 88. 


160 



del fuego». ¿No es esta palabra una hermosa ilustración de 
esa interiorización mistagógica de la «Puerta» que se abre 
al corazón de Dios? 

El Padre Sergio Bulgakov ha evocado lo inefable de 
esta travesía del Cristo-Fuego en el momento de su orde- 
nación. «Toda la consagración fue fulgurante. Lo más 
conmovedor fue el primer paso por la puerta real, diri- 
giéndome hacia el altar. Literalmente atravesaba el muro 
del fuego ardiente, iluminador, renovador. Había entrado 
en otro eón, había entrado en el Reino...» 

8. Im subida gradual 

El sentido supremo del templo no permite penetrar en 
él directamente, por riesgo a introducir algún elemento 
heterogéneo del mundo profano; como lo subraya el canto 
litúrgico llamado Cherúbikon , en el umbral del templo «de- 
positamos toda solicitud mundana». La penetración es 
una iniciación gradual orientada por la disposición topo- 
gráfica misma. En otro tiempo, el templo estaba rodeado 
por un muro circular donde se vuelve a encontrar el sím- 
bolo de eternidad y de protección, la delimitación simbóli- 
ca de las esferas y de los espacios. 

En los conventos vemos adosados al templo un cemen- 
terio y una hospedería, mostrando así la unidad de los 
muertos y de los vivos juntos en un mismo espacio sagra- 
do. Entrando por el portal, ya nos encontramos de pronto 
con lo «otro», sentido inmediatamente como la verdadera 
patria. Atravesamos el atrio o el patio y pasamos junto al 
campanario. Este reproduce el esquema del templo, con su 
forma a menudo piramidal coronada por una cúpula. El 
ritual de la bendición de las campanas las incorpora a la 
acción sagrada; en sus sonidos, casi vivos, es la misma 
materia la que canta la liturgia. Es también un exorcismo 


161 



que purifica el ambiente del elemento demoníaco, su voz 
resonante anuncia las horas de oración. Los monjes del 
Monte Athos llaman a la campana de madera que los des- 
pierta para el oficio nocturno «Adán», recuerdo de aquel 
que ha sido buscado por Dios y a quien Él busca en cada 
uno de nosotros... 

En la puerta de entrada se halla el baptisterio; la fuente 
captada se torna fuente de agua viva. 

Se sube lentamente las gradas del atrio, lo cual subraya 
el movimiento de ascensión que introduce en el pórtico 
exterior y más tarde en el interior, en otro tiempo lugar 
donde permanecían los penitentes, lugar donde se lleva- 
ban a cabo los oficios fúnebres y también refectorio para 
los monjes. Solamente preparado por esta iniciación mesu- 
rada, de un tacto admirable, es como se puede entrar en el 
templo propiamente dicho. Aquí, la perspectiva que se 
abre reasume y termina la ascensión: es el camino que 
conduce a la cumbre de la Montaña Santa. 

En el lado oriental hay un estrado algo elevado, solea, 
cuya parte central se llama ambón, de anabaíno, subir, es- 
calar; es la cámara alta, el lugar de la comunión eucarísti- 
ca: «Elevemos nuestros corazones y encontrémonos en la 
Cámara Alta», canta la Iglesia. El Sursum corda invita a 
elevar el ser entero hacia lo celeste. El introito siríaco dice: 
«Trinidad Santa, recibe de mis manos este sacrificio que te 
ofrezco sobre el altar celeste del Verbo». 

La puerta real da directamente al Centro cósmico, la 
«Plaza alta», la Montaña santa. La cruz siempre desnuda, 
detrás del altar, muestra esta escala de Jacob de la que 
Dios se sirve para descender sobre la tierra y que toma la 
forma de la Cruz inscrita en la Trinidad y misteriosamente 
sugerida en el icono de Rublév. Representa el Rostro de 


162 



Dios vuelto hacia el mundo, símbolo de su amor indecible. 
Entre esta cruz y el altar se encuentra el candelabro de 
siete brazos 12 ; simboliza el poder de los dones del Espíritu 
Santo que sella al hombre, y la gracia de Pentecostés, que 
«consagra» el universo iluminado por la séptuple luz del 
sol naciente que es Cristo. 

La cúpula coronada por la cruz destaca en lo alto como 
una lengua de fuego pentecostal, punto de orante partici- 
pación en lo celeste. El cielo se acerca, llena las bóvedas, 
las ilumina y revela al Pantocrátor rodeado de los ángeles 
de la Presencia. Las cuatro columnas de apoyo llevan los 
cuatro evangelistas 13 , la Palabra. El icono llamado «los jus- 
tos en la Mano de Dios» los muestra lanzándose hacia la 
mano abierta del Rey para formar allí el «sobor sagrado» 
donde «toda criatura y toda respiración alaban al Señor». 
Las plantas trepan por las columnas y se abren en flora- 
ción paradisíaca, los animales se mueven tranquilos por la 
base. Con un movimiento poderoso, la Mano del Pantocrá- 
tor ordena el conjunto y lo remite hacia el corazón litúrgi- 


n Se remonta al modelo celeste visto por Moisés, Núm 8, 4; Apoc 2, 1 . Cf. también 
el Cordero de los siete ojos y los «siete Espíritus de Dios» -los «siete Angeles de 
la Faz»-, Apoc 5, 6; 4, 5. La reanimación del fuego en el ritual pascual se refiere a 
la «columna de fuego» y anuncia la Resurrección de Cristo; este simbolismo 
concuerda difícilmente con la claridad eléctrica de los templos. 

13 Son los cuatro «pilares cósmicos», los soportes terrestres de la Revelación. Su 
simbolismo se refiere al T etramorfo, a los cuatros seres misteriosos que rodean 
en los iconos al Cristo de gloria y que son los símbolos de los cuatro evangelios: 
el águila, el toro, el león y el hombre, transposición plástica de la visión de 
F.zecfuiel (1, 5-14) y del Apocalipsis (4, 6-8). Es la representación ideal de toda la 
creación viva. La tradición judía hace que a cada uno de los seres corresponda 
una de las cuatro letras del Nombre divino. Un largoum del Pseudo-Jonathan 
liga los doce signos del Zodíaco a las doce tribus de Israel y los agrupa en tres 
bajo este mismo emblema del Tetramorfo. 


163 



co: el icono de la «Cena del Señor», que resplandece enci- 
ma de las puertas reales. 

La cruz situada en la pared del iconostasio indica el 
Oriente, de donde vendrá el Cristo de Gloria para ocupar 
el Hétimasia, el trono del Rey representado sobre el altar 14 . 

En el fondo del ábside destaca la Theotókos Orante o 
«Muro indestructible»; «Hodiguitria», la que muestra el ca- 
mino, guía y reúne a todos los fieles en sinaxis eucarística 
y cubre el mundo con su «velo de protección»: «Madre de 
la Vida, tú has puesto en el mundo el gozo y la alegría que 
seca las lágrimas del pecado», «Tú haces gozar a toda cria- 
tura». Estos son el gozo y la paz celestes que reflejan los 
iconos. Los de la Puerta Real -los cuatro evangelistas y la 
Anunciación- presentan un verdadero festín para los ojos. 
Aquí la mística solar, a través del oro y el resplandor de 
los colores del arco iris, nos alcanza, se hace casi sonora y 
lo inunda todo de calor y de luz. 

Así es como en toda iglesia, incluso fuera de los oficios, 
se siente muy fuertemente la vida incesante, pues todo 
está a la espera de los santos misterios. Tensa hacia el 
Reino, esta espera se ilumina de presencias. Este es el mis- 
terio litúrgico del icono. 


14 En T orcello, el fresco del Juido muestra a Cristo rodeado de ángeles y de santos 
que descienden del ciclo hada el trono real. Simboliza la espera cscatológica de 
la Iglesia. 


164 



Tercera Parte 


La teología del icono 



CAPITULO PRIMERO 


Preliminares históricos 


El Concilio de Constantinopla, en 843, ha restablecido 
definitivamente la veneración de los iconos, y con tal oca- 
sión ha inaugurado la fiesta del «Triunfo de la Ortodoxia». 
Celebrada el primer domingo de Cuaresma, proclama no 
tanto la Ortodoxia del icono como el icono en sí mismo, en 
cuanto icono de la Ortodoxia'. La fiesta lo erige en centro 
luminoso donde culminan todos los dogmas. El iconoclas- 
mo no es una herejía que atañe sólo a uno de los aspectos 
de la doctrina, sino que, según la expresión del Concilio 
VII, es una «suma herética» que socava toda la economía 
de la salvación. Efectivamente, inconscientemente docéti- 
co ? , el iconoclasmo ataca a la realidad misma de la Encar- 
nación. Insensible al realismo evangélico, a lo sagrado de 
la historia, niega el realismo de la santidad, su capacidad 
de transfigurar la naturaleza. Es sintomático que el icono- 
clasmo, en su punto culminante, afecte al mismo tiempo al 
icono, al estado monástico, al culto de los santos y a la 

1 «El arte sagrado del icono no ha sido inventado por los artistas. Es una 
institución que viene de los santos Padres y de la Tradición de la Iglesia», Vil 
Concilio, Mansi XII 1, 252 C. 

7 Docctismo, del verbo griego parecer. «La representación del Señor en los iconos 
en su aspecto humano sirve para confundir a los herejes que pretenden que Él 
se ha convertido en hombre sólo ilusoriamente y no en realidad », San Gfrmán, 
P.G. 98, 173 EL 


167 



maternidad divina de la Theotókos. «Tú no luchas contra 
los iconos, sino contra los santos», escribe san Juan Da- 
masceno 3 al emperador León III. Por el contrario, la intran- 
sigencia de los defensores ortodoxos del icono, llegando 
hasta el martirio, sobrepasa de sobra el elemento didáctico 
o artístico: en el icono, la Iglesia defendía el fundamento 
mismo de la fe cristiana. Sin embargo, si el icono sale vic- 
torioso de las luchas dogmáticas, su verdad plena, la icono- 
sofia, se impondrá entre los siglos X y XV por la misma 
evidencia de su luz; las definiciones de los siglos VIII y IX 
pertenecen aún a un estado «germinativo». Pero es evi- 
dente, desde el principio, que teología e iconosofía son las 
dos expresiones mayores de una fe que culmina en la con- 
templación de los misterios. 

La patria del icono es Oriente. Muy pronto, la iconogra- 
fía se vuelve una parte orgánica de la Tradición y constitu- 
ye una verdadera «teología visual». La evolución se hace 
en tres tiempos: la época justiniana (siglo VI), con el mila- 
gro de Santa Sófía, tiende a la plenitud monumental, a lo 
grandioso, sugiere lo sublime por lo inmenso, lo incon- 
mensurable, y se resuelve en una majestuosa serenidad; a 
continuación el primer Renacimiento bizantino bajo la di- 
nastía macedónica y la de los Comnenos (siglos X-XIII); 
aquí la intensidad está más adaptada a la escala humana y 
la acentúan lo mesurable y lo vigoroso; finalmente, el se- 


* P.G. 94, 1 .249. Por oso ol Papa Gregorio III convoca en Roma un concilio contra 
los iconoclastas e Instituye la fiesta de todos los santos. Gregorio IV la fijará en 
el 1 de noviembre, Hkkki.HD, /listoru de los Cortci/ios, t. III. Constantino 
Coprónímo en su decreto, supnmc el nombre de Theotókos (Madre de Dios, 
nombre dado a la Virgen María) estando prohibido el empleo de los títulos 
«santo» o «santa-*; el celibato está proscrito y los monjes son designados como 
«idólatras y adoradores de las tinieblas»; los iconos son «ídolos: según la 
asamblea herética de Hiereia» (754), Mansi XIII, Ostrogorsky, Historw del 
Estado Bizantino, París, 1956 


168 



gundo Renacimiento bajo los Paleólogos (siglo XIV), edad 
de oro del icono. 

El siglo XI ve el comienzo de la iconografía en Rusia; el 
arte de Santa Sofía de Kiev y de Novgorod está todavía 
estrechamente ligado a la pintura bizantina. Al final de 
Bizancio, el arte de los Paleólogos proyecta sobre Rusia un 
último y sublime reflejo y refuerza el aspecto, muy perso- 
nal ya, del icono ruso. Es también la época del gran desa- 
rrollo del arte sagrado en Serbia: con una indecible 
dulzura asume en Dios el sentido de lo humano; en Bulga- 
ria se siente la influencia más trágica de Siria y de la di- 
mensión semítica de la Ortodoxia; finalmente, el gran arte 
romano, la escuela de Creta, los tesoros del Monte Athos, 
el arte griego tan patético del período turco con el Cristo 
Elcomenos elevando desde sí mismo la escala apoyada so- 
bre la cruz... 

La iconografía florece sin ningún problema en el plato- 
nismo de la patrística oriental, en su filosofía de la trans- 
cendencia, que implica ya una simbología: reconducción 
de lo sensible a sus raíces celestes. La reminiscencia, la 
anámnesis es aquí más que una memoria, más que un 
recuerdo, es una evocación epifánica. Igual que el Nombre 
de Dios en la Biblia, lo que se evoca se manifiesta, se hace 
presente. A la antigua pregunta sobre las relaciones entre 
lo Absoluto y el mundo, el Antiguo Testamento ya ha res- 
pondido con su doctrina de los ángeles. Mediadores y 
mensajeros, los ángeles representan la función simbólica 
por excelencia. Son el vehículo de lo transcendente, pues 
el Nombre de Dios está puesto en ellos y Dios está presen- 
te en su Nombre. 

Por encima de la sensación y de la percepción, por enci- 
ma, pues, del pensamiento directo , se sitúa la esfera del pen- 
samiento indirecto, articulada sobre las revelaciones y la 
captación de lo invisible. Desde el momento en que se 


169 



trata de un misterio, su sentido nunca se ha dado directa- 
mente, sino que está representado por medio de interme- 
diarios, de mediadores: un ángel, un símbolo, un icono, 
todos mensajeros o portadores de un mensaje secreto. 

Para evitar las frecuentes confusiones, se imponen al- 
gunas precisiones terminológicas 4 . Así, el signo informa y 
proporciona datos. Su contenido es el más elemental y 
vado de toda presencia. Tales son los signos algebraicos, 
las fórmulas químicas, las figuras del código de la circula- 
ción, los rótulos de las tiendas. Entre el significante y el 
significado no existe en estos casos ninguna relación de 
comunión y de presencia. Del mismo modo, una alegoría 
es un medio explicativo mediante emblemas analógicos y 
no pasa de ser una ilustración didáctica. Ni el signo ni la 
alegoría son realmente «epifánicos». 

Por el contrario, un símbolo'’, en el espíritu de los Padres 
de la Iglesia y según la tradición litúrgica, contiene en sí 
mismo la presencia de lo que simboliza. Lleva a cabo una 
función reveladora del «sentido», y al mismo tiempo se 
erige en receptáculo expresivo de la «presencia». El cono- 
cimiento simbólico, siempre indirecto, llama a la facultad 
contemplativa del espíritu, a la imaginación verdadera, 
evocadora e invocadora, para que sea ella la que descifre 
el sentido, el mensaje del símbolo y capte su carácter epi- 
fánico de presencia, figurada, simbolizada, pero real, de lo 
transcendente. 

En Occidente, los Libros Carolinas (llamados así porque 
se atribuían a Carlomagno), fundándose en los peores con- 


A Ver Gn.RLKT IXjkand, la imaginación simbólica , París, 1 964. 

5 Sumbolon en griego implica la unificación de dos mitades: símbolo y 
simbolizado Cf. R. Al.U-M', De la Naturaleza del Símbolo, París 1958. Así mismo, 
el mashal hebreo, pero siempre en la perspectiva histórica o existencia!, de un 
encuentro per sonal. 


170 



trasentidos de los textos del Concilio Ecuménico VII tra- 
ducidos al latín de forma muy aproximada, acusaban al 
Concilio -ineptissimae sinodi- de legitimar «la adoración» de 
las imágenes. El Concilio de Francfort (794) y el sínodo de 
París (824) declararon que las imágenes sólo servían para 
la ornamentación y que es indiferente tenerlas o no: «Cris- 
to no nos ha salvado con la pintura»... ni con un libro, 
podríamos añadir. Así, en el momento en que Oriente de- 
fiende el valor de la expresión artística y defíne teológica- 
mente el icono en función de la Encamación, en Occidente 
el arte sagrado queda envenenado en su mismo origen. 
Algo de tal actitud quedará, lo cual explica quizá los es- 
tancamientos del arte sagrado contemporáneo. Las tan 
grandiosas irrupciones del pasado no lograrán tomar la 
delantera, ya que las definiciones teológicas sobre las imá- 
genes, quizá demasiado prudentes, se limitan a lo utilita- 
rio: un alcance pedagógico de enseñanza y consolación. 
Según Gregorio Magno, la imagen es una Biblia para los 
analfabetos; según Buenaventura, está destinada a la masa 

inculta. 

Sin embargo, si las artes hasta los siglos XI y XII atesti- 
guan por todas partes el mismo clima y muestran el mun- 
do como un «libro ilustrado», que revela los invisibilia, es, 
ya lo hemos dicho, porque están felizmente retrasados en 
conceptos teológicos: es el milagro de Chartres, del arte 
románico, de la iconografía italiana, como lo será más tar- 
de el genio visionario de Fray Angélico, de Simón Martini 
y tantos otros. En la época moderna, entre raros occidenta- 
les, podemos mencionar a Goethe, tan sensible al lenguaje 
de los iconos -Seroux de Argincourt, al que había encon- 
trado en Roma en el entorno de Angélica Kauffmann, ha- 
bía despertado su atención sobre ellos-, y Matisse que, en 
su juventud, sorprendido por el colorido de los iconos, fué 


171 



a Moscú para estudiarlos en su ambiente, pero sin llegar a 
descifrar su sentido... 

Podemos ya decir que, místicamente, la Edad Media se 
extingue precisamente cuando desaparecen los ángeles, 
cuando el icono deja paso a la imagen alegórica y didácti- 
ca y el pensamiento indirecto al pensamiento directo. Es el 
fin del arte románico, arte esencialmente iconográfico, y 
aquí es donde Occidente abandona a Oriente. 

El siglo XIII hace del aristotelismo la filosofía por exce- 
lencia, en detrimento de la imaginación simbólica y de las 
formas de pensamiento indirecto. La física de Aristóteles 
explica un mundo desafectado, desvinculado de lo trans- 
cendente. El intelecto extrae de la cosa su idea, pero no la 
reconduce a su dimensión transcendente. En el pensa- 
miento escolástico, los ángeles son despojados de su fun- 
ción mediadora y quedan reducidos al papel de 
«virtudes» que dirigen un orden «natural». Aparecen co- 
mo especies lógicas y no como mensajeros, personas vivas. 
El deslizamiento hacia el realismo perceptivo y el sensua- 
lismo acentúa el significante en detrimento del significado 
hasta llegar incluso a evacuarlo, y ésta es la imagen natu- 
ralista. La poética de Aristóteles se apropia del terreno 
estético de las artes, pero esta poética reposa en la imitación; 
el arte para Aristóteles es mimesis, imitación de la naturale- 
za. Si el icono de Cristo se inspira siempre en la Santa Faz, 
hecha, podríamos decir que por la mano misma de Dios, 
el arte occidental será cada vez más la representación, he- 
cha únicamente por la mano del hombre, de un modelo 
humano. Un cuadro «religioso» representa al hombre y se 


172 



subentiende al Dios-Hombre, el icono representa la Hipós- 
tasis y hace ver a Dios en el Hombre. 

Incluso genios como Giotto, Masaccio, Duccio, Cima- 
bue, bajo una fuerte influencia del intelectual ismo 6 , renun- 
cian a la realidad misteriosa, irracional, del mundo. 
Introducen la facticidad óptica, la perspectiva de la pro- 
fundidad, el claroscuro; esto ya no es exactamente arte de 
lo transcendente. El arte rompe con los «cánones iconográ- 
ficos», vuelve a encontrar su independencia; su visión, ca- 
da vez más objetiva, ya no está integrada en el misterio 
litúrgico. Continúa tratando plásticamente los «temas reli- 
giosos», pero pierde la antigua lengua sagrada de los sím- 
bolos y de las presencias. Cuando el artista comienza a 
querer saciarse de transportes psíquicos, la comunión es- 
piritual se difumina y da lugar a la emotividad; el arte 
sagrado se degrada en arte simplemente religioso, y se 
desplaza hacia el retrato, el paisaje, la ornamentación. 

El Concilio de Trento 7 precisa el honor, explica la utili- 
dad y regula el uso de las imágenes en términos muy 
moderados. Es sintomático que el Concilio de Trento y el 
«Concilio de los cien capítulos» de Moscú se sitúen exacta- 
mente en la misma fecha y lleguen a definiciones opuestas 
en lo que se refiere a la naturaleza del «arte divino»; 
Oriente y Occidente se han bifurcado en direcciones dife- 
rentes. En Occidente la estatua de tres dimensiones, 
individual, autónoma, prevalece sobre la superficie icono- 
gráfica, más misteriosa, de dos dimensiones. 

La Reforma, en su oposición al culto católico y a su 
simbolismo, incluso se plantea la cuestión del arte sagra- 


6 Guiuo Garlo ArgaN en su Fray Angélico (Ginebra, Skira, 1955) muestra el 
pintor angélico - desgraciadamente bajo los rasgos de un doctrinario 
escolástico... 

7 Sesión XXV; Denzinger, n°98b. 


173 



do. Lutero tolera la imagen como ilustración. Para Calvi- 
no, más intransigente, el único adomo tolerado es la re- 
producción de la palabra de Dios. Las imágenes son «el 
libro de los idiotas» que hace caer en la idolatría: «Si un 
orfebre hace una cruz o un cáliz, será castigado por ello 
como se merece» . La Reforma ha encalado las pinturas de 
las iglesias; después del Islam y antes del arte abstracto, ha 
practicado el «blanco sobre blanco» 8 9 ... 

Por otra parte, san Bernardo y la ascesis cisterciense 
habían combatido, contra Cluny, el arte que recarga los 
claustros y que corre el riesgo de distraer a los monjes de 
la contemplación interior. Port-Royal persigue el mismo 
despojamiento y sólo tolera el arte que literalmente sigue 
las Escrituras y las ilustra. La estatuaria gótica expresa los 
sufrimientos humanos de Cristo. 

Occidente gravita místicamente alrededor de la Cruz. 
En último término, la larga contemplación del retablo de 
Grünewald (ya casi un sermón de Lutero), conmueve, pe- 
ro da la sensación trágica de la ausencia. Oriente, igual 
que el estilo románico, gravita alrededor de la Gloria de 
Dios, triunfante sobre el sufrimiento y la muerte. El Panlo- 
crátor bizantino o el Cristo de Vezelay, aunque parece di- 
ferir del Cristo humilde de los Evangelios, revela su 
divinidad y conmueve por una presencia que lo llena to- 
do. 

Descartes sustituye lo «razonable» por lo «racional» y 
asegura el triunfo de la pura semiología, es decir, la victo- 
ria del signo sobre el símbolo, del «espíritu geométrico» 
sobre el «espíritu de fineza», e instaura el reino del algorit- 
mo matemático. Con el positivismo científico del siglo 
XIX, la concepción semiológica del mundo reina en las 

8 León WkncHJ U5, U es til íca de Cal vino, París, 1937. 

9 G. MKRCIKR, ¡ I Arte abstracto en el Arte sagrado, París, 1 %4. 


174 



Universidades. La imaginación cognoscente es eliminada 
violentamente y la imagen artística minimizada hasta el 
extremo bajo el poder pragmático del signo. El arte pasa a 
puro divertimiento, adorno, decorado. 

Actualmente, el arte abstracto se opone al arte realista 
soviético, al estancamiento del arte «académico» o social 
de imitación, a la pacotilla y amaneramiento. Una rítmica 
de los planos coloreados busca la musicalidad, pero la 
música no hace ninguna referencia a las formas de este 
mundo. Salido del espacio, el arte no figurativo, esen- 
cialmente cerebral, retrocede hasta lo preformal, hasta el 
precontinente, y despliega indefinidamente un plano colo- 
reado sin poder pararse por falta de sentido. Es el arte de 
los grandes navegantes, pero que se introduce en un mar 
infinito (del tiempo más que del espacio) sin brújula meta- 
física, y falto de física. 

La universal inflación de las imágenes, que tiende a 
remplazar el libro por lo «ilustrado» y la televisión, culmi- 
na en ídolos gigantes de las estrellas del cine o de los jefes 
de Estado. Esta liberación es una contra-ofensiva de lo 
imaginario, pero sin ninguna reconducción simbólica. 

Afortunadamente, en nuestros días, la «psicología de 
las profundidades» rehabilita poderosamente el valor de 
la imaginación verdadera como desenmascaramiento del 
sentido, y filósofos como Bachelard, Lavelle, Ricoeur, G. 
Durand, Corbin, sitúan el símbolo en el centro de su refle- 
xión. 


175 



CAPITULO II 


El paso de los signos 
a los símbolos 


En el arte de las catacumbas encontramos un arte pura- 
mente «significativo». Su finalidad es didáctica: proclama 
la salvación y describe sus instrumentos mediante signos 
cifrados. Podemos clasificarlos en tres grupos: 1) todo lo 
que se relaciona con el agua: el arca de Noé, Joñas, Moisés, 
el pez, el ancla; 2) todo lo que se relaciona con el pan y el 
vino: la multiplicación de los panes, las espigas de trigo, la 
vid; 3) todo lo que se relaciona con las imágenes de la 
salvación y los salvados: los jóvenes en la hoguera, Daniel 
entre los leones, el pájaro fénix, Lázaro resucitado, el 
«Buen Pastor». La representación indica simplemente la 
acción salvadora: por ejemplo, un muerto es resucitado, el 
que pierde su vida es salvado. Observamos una gran ne- 
gligencia en cuanto a la forma artística y la ausencia de 
todo desarrollo teológico. «El Buen Pastor» no representa 
de ninguna manera al Cristo histórico, pero quiere decir: 
el Salvador salva realmente. Daniel entre los leones repre- 
senta el alma salvada de la muerte. Son afirmaciones dibu- 
jadas; breves y conmovedoras, hablan de la salvación por 
el bautismo y la eucaristía. He aquí una inscripción fune- 
raria griega emparentada con este arte y que muestra todo 
su alcance: «Yo soy Abercius, discípulo del Santo Pastor 


177 



que hace pacer los rebaños en los montes y en los valles... 
La fe ha sido siempre mi guía y siempre me ha dado como 
alimento el Pez de la Fuente, el grande, el puro, que la 
Virgen ha pescado y lo ofrece a los amigos para comer. 
También tiene un Vino delicioso mezclado con Agua que 
ofrece con Pan... Que todos los que piensan como yo y 
comprenden estas palabras rueguen por Abercius» 1 . 

Todo converge en una sola llamada: no hay vida eterna 
fuera de Cristo y de sus sacramentos. Todo se reduce al 
signo único y todo es gozo, pues la resurrección de los 
muertos está inscrita en los sarcófagos («comedores de 
carne»). La ausencia de todo arte marca aquí el momento 
decisivo del mismo destino de este arte: su cumbre, aún 
muy cercana, la alta creación de la Antigüedad es inútil 
por el momento; renuncia a sí mismo, pasa por su propia 
muerte, se sumerge en las aguas del bautismo, que repre- 
sentan y consignan los graffiti de las catacumbas, para salir 
de esas pilas bautismales en el amanecer del siglo IV, bajo 
la forma nunca antes vista del icono. Es el arte resucitado 
en Cristo: ni signo ni cuadro, sino icono, símbolo de la 
presencia y su lugar resplandeciente, visión litúrgica del 
misterio hecho imagen. 

La Palabra proferida y escuchada está contenida en la 
Biblia; arquitecturada y construida, abre las puertas del 
Templo; cantada y representada sobre la escena hierofáni- 
ca del culto, constituye la liturgia; misteriosamente dibuja- 
da, se ofrece para su contemplación como «teología 
visual» bajo la forma del icono. 


' G. WrLPERT, Fractiopanis, pp. 114-117. 


178 



CAPITULO III 


El icono y la liturgia 


Las formas arquitectónicas de un templo, los frescos, 
iconos, objetos de culto, no están juntos simplemente co- 
mo los objetos de un museo, sino que, como los miembros 
de un cuerpo, viven de una misma vida mistérica, están 
integrados en el misterio litúrgico. Es incluso lo esencial, y 
nunca se puede comprender un icono fuera de esta inte- 
gración. En las casas de los fieles, el icono está situado en 
un punto alto y dominante de la habitación, guiando la 
mirada hacia lo alto, hacia el Altísimo y hacia lo único 
necesario. La contemplación orante atraviesa, por así de- 
cirlo, el icono y sólo se detiene en el contenido vivo que 
traduce. En su función litúrgica, simbiosis del sentido y de 
la presencia, consagra los tiempos y lugares; de una habi- 
tación neutra hace una «iglesia doméstica», de la vida de 
un fiel, una vida orante, liturgia interiorizada y continua- 
da. Un visitante, al entrar, se inclina ante el icono, recoge 
la mirada de Dios y enseguida saluda al dueño de la casa. 
Se empieza rindiendo honor a Dios, y los honores rendi- 
dos a los hombres vienen después. Punto de mira, nunca 
decoración, el icono centra toda la estancia en el resplan- 
dor del más allá. 

Del mismo modo, todos los que atraviesan el umbral de 
un templo ortodoxo se sienten afectados por una fuerte 


179 



sensación de vida incesante. Incluso fuera de los oficios, 
todo está en espera de los santos misterios, todo está ani- 
mado y todo tiende hacia Aquel que viene para darse co- 
mo alimento. 

Cuando se celebra un oficio, los textos litúrgicos se es- 
tructuran en tomo al acontecimiento celebrado y lo co- 
mentan; el misterio litúrgico lo hace «presente» y 
transmite este contenido vivo al icono de la fiesta. Y ante 
todo, el icono hace ver, en la misma liturgia, una función 
iconográfica, una representación escénica y gráfica de toda 
la economía de la salvación. Mientras se canta el Cherubi- 
kon: «Nosotros, que misteriosamente representamos a los 
querubines y que cantamos a la Trinidad vivificadora el 
himno tres veces santo», rebasamos lo terrestre y partici- 
pamos «misteriosamente» en la liturgia eterna celebrada 
por Cristo mismo en el cielo. El icono de la «sinaxis» 
muestra la asamblea de los ángeles, de ojos innumerables 
y millares de rumorosas alas; en el icono de la «liturgia 
eterna», rodean a Cristo-Gran Sacerdote oficiante, para 
que «así el Evangelio de la gloria de Cristo, icono de Dios, 
luzca a los ojos de los creyentes» 1 . Los fieles «representan 
misteriosamente» a los ángeles, son iconos vivos, «angelo- 
fanías», lugar humano del ministerio angélico de adora- 
ción y de oración. Hic el nunc, todo es participación, 
ofrenda, presencia y eucaristía: «lo que es Tuyo, Te lo ofre- 
cemos» y «Te damos gracias». En esta grandiosa sinfonía, 
cualquier fiel que mira los iconos ve en ellos a sus compa- 
ñeros mayores, patriarcas, apóstoles, mártires, santos, co- 
mo seres muy presentes, y con todos ellos participa en el 
Misterio; coliturgo de los ángeles, canta: «En tus santos 
iconos, contemplamos los tabernáculos celestes y exulta- 
mos de purísimo gozo...» 


1 Dom L Dtrks, Ixx santos iconos , p. 44. 


180 



CAPITULO IV 


Teología de la presencia 


Un manuscrito del Monte Athos insiste en «la oración 
con lágrimas, para que Dios penetre el alma» del iconógra- 
fo, y aconseja «el temor de Dios, pues es un arte divino, 
transmitido a nosotros por el mismo Dios», y sigue: «Oh, 
Tú que tan admirablemente has inspirado al evangelista 
Lucas, ilumina el alma de tu siervo, conduce su mano para 
que ejecute perfectamente tus rasgos misteriosos» ... 

Según una antigua tradición, san Lucas fue a la vez 
evangelista y el primer iconógrafo. Sus dos inspiraciones, 
sus dos carismas inspiraiios por Dios a igual título, estaban 
al servicio de la única verdad evangélica. En los maitines 
de la fiesta de Nuestra Señora de Vladimir, el primer canto 
del Canon proclama: «Haciendo tu icono venerable, el di- 
vino Lucas, escritor del Evangelio de Cristo, inspirado por 
la voz divina, representó al Creador de todas las cosas en 
tus brazos». De igual modo, La vida de San Juan Evangelista 
exhorta: «Para aprender la iconografía y comprender el 
icono, rogad a san Juan...» Así, la inspiración de los evan- 
gelistas y la de los iconógrafos, sin estar identificadas, tie- 
nen un parentesco a nivel de las revelaciones del Misterio. 
Dirigiéndose a la Theotókos, Dionisio le dice: «Deseo que tu 


' DoMl.DrRKS, Ixx santos iconos, p. 44. 


181 



imagen se refleje sin cesar en el espejo de las almas y las 
conserve puras; que vuelva a levantar a los que están en- 
corvados hacia la tierra y que dé esperanza a los que con- 
sideran e imitan este eterno modelo de belleza». 

Digamos lo esencial: para Oriente, el icono es uno de los 
sacramentales , más en concreto el de la presencia personal. 
Las sticheras de la fiesta de Nuestra Señora de Vladimir lo 
subrayan: «Contemplando el icono, dices con poder: mi 
gracia y mi fuerza están con esta imagen». Por eso se exi- 
gen la intercesión de un sacerdote y el ritual de la consa- 
gración para instituir el icono en su función litúrgica y por 
tanto en su ministerio teofánico. Una imagen, en la que el 
sacerdote ha verificado su corrección dogmática, su con- 
formidad con la tradición y el suficiente nivel de expresión 
artística, se vuelve, por la respuesta divina a la epíclesis 
del rito, «icono milagroso». «Milagroso» quiere decir exac- 
tamente: cargado de presencia , su testigo indudable y el «ca- 
nal de la gracia hacia la virtud santificadora» 2 . El Concilio 
VII lo declara muy explícitamente: «Ya sea por la contem- 
plación de la Escritura, ya sea por la representación del 
icono..., recordamos todos los prototipos y «os introduci- 
mos con ellos» 3 . El Concilio de 860 afirma en el mismo senti- 
do: «Lo que el Evangelio nos dice a través de la palabra, el 
icono nos lo anuncia a través de los colores y nos lo hace 
presente» 4 . 

«Cuando mis pensamientos me torturan y me impiden 
saborear la lectura, dice san Juan Damasceno, voy a la 
iglesia... Mi vista es cautivada e incita a mi alma a alabar a 
Dios. Considero la valentía del mártir... su ardor me infla- 
ma... Me arrojo al suelo para adorar y rogar a Dios me- 


7 San Juan Damascf.no, 1 Tratado 1,16. 

3 Mansi XIII, 482. 

4 Mansi XVI, 400. 


182 



diante la intercesión de un mártir». El icono testimonia la 
presencia de un santo y expresa su ministerio de interce- 
sión y de comunión. 

En efecto, el icono no tiene realidad propia; en sí mis- 
mo sólo es una lámina de madera; y es precisamente por- 
que extrae todo su valor teofánico de su participaáón en el 
«totalmente otro» por medio de la semejanza, por lo que 
no puede encerrar nada en sí mismo, pero se convierte en 
un esquema de resplandor. La ausencia de volumen exclu- 
ye toda materialización, el icono traduce la presencia ener- 
gética que no está localizada ni encerrada, sino que 
resplandece alrededor de su punto de condensación. 

Esta teología litúrgica de la presencia, afirmada en el 
rito de la consagración, es la que distingue claramente el 
icono de un cuadro de tema religioso y traza la línea de 
separación entre ambos. Podemos decir que toda obra pu- 
ramente estética se abre en tríptico, cuyas hojas están for- 
madas por el artista, la obra y el espectador. El artista 
ejecuta su obra, juega con todo el conjunto de su genio y 
suscita una emoción admirable en el alma del espectador. 
El conjunto se cierra en el triángulo del inmanentismo es- 
tético. Y aunque la emoción pase al sentimiento religioso, 
éste sólo viene de la capacidad subjetiva del espectador al 
experimentarlo. Una obra de arte es para mirarla, y arre- 
bata el alma; conmovedora y admirable en su cumbre, no 
tiene función litúrgica. Ahora bien, el aspecto sagrado del 
icono transciende el plano emotivo que actúa a través de 
la sensibilidad. Una cierta sequedad hierática intenciona- 
da y el despojamiento ascético de la ejecución lo oponen a 
todo lo que es suave y emoliente, a todo embellecimiento 
y goce propiamente artísticos. 

Mediante esta función litúrgica el icono rompe el trián- 
gulo estético y su inmanentismo; suscita no la emoción 
sino el sentido místico, el mysterium trcmendum, ante la 


183 



venida de un cuarto principio en relación con el triángulo: 
la parusía de lo Transcendente cuya presencia está atestada 
por el icono. El artista desaparece tras la Tradición que 
habla, los iconos casi nunca están firmados; la obra de arte 
deja sitio a una teofanía; todo espectador que busca un 
espectáculo, aquí se encuentra fuera de lugar; el hombre, 
cautivado por una revelación fulgurante, se prosterna en 
un acto de adoración y de oración. 

Por el contrario, en Occidente, en lo que se refiere a las 
imágenes, el Concilio de Trento acentúa la anámnesis, el 
recuerdo, pero claramente no epifánico, situándose así 
fuera de la perspectiva sacramental de la presencia. Ha 
afirmado todos los dogmas católicos, pero, frente a la Re- 
forma forzosamente iconoclasta, ha rechazado el dogma 
iconográfico, por otra parte abandonado ya por Occidente 
tras el Concilio VII. Ahora bien, es sintomático para el 
enfoque iconográfico del misterio que Bemadette, invitada 
a escoger en un álbum la imagen que se pareciese más a su 
visión, se detuviese sin dudarlo en un icono bizantino de 
la Virgen, pintado en el siglo XI... 

La primacía del advenimiento teofánico descentra toda 
composición iconográfica del contexto histórico inmedia- 
to, guardando sólo lo estrictamente necesario para recono- 
cer un acontecimiento o el rostro de un santo a través de 
sus rasgos purificados por lo celeste. El rostro es natural 
sin ser naturalista. Por eso el icono de una persona viva es 
algo imposible y toda búsqueda de una semejanza carnal 
queda excluida. La vista de un iconógrafo pasa por una 
ascesis, por el «ayuno de los ojos» (san Doroteo), para 
coincidir con la de la Iglesia. Poderosa forma de predica- 
ción y expresión de los dogmas, el icono está sometido a 
las reglas transcendentes de la visión eclesial. 


184 



CAPITULO V 


Teología de la gloria-luz 


Dios «se engalana con magnificencia y se viste de belle- 
za». El hombre contempla maravillado la gloria cuya luz 
hace brotar del corazón de toda criatura un canto de ala- 
banza. Así, el Testamentum Domini ruega: «que se llenen 
del Espíritu Santo... para que Te canten a voces una doxo- 
logía por la cual estén alabándote y glorificándote por 
siempre». El icono es una doxología semejante, que se des- 
borda de gozo y canta por sus propios medios la gloria de 
Dios. La verdadera belleza no necesita pruebas. El icono 
no demuestra nada, pero muestra; evidencia luminosa, se 
presenta como argumento «kalokagático » 1 de la existencia 
de Dios. 

San Pablo formula el fundamento cristológico del ico- 
no: «Cristo es la imagen -eikón- del Dios invisible» 2 . Quie- 
re decir que la humanidad visible de Cristo es el icono de 
su divinidad invisible, que es «lo visible de lo invisible» 3 . 
El icono de Jesús aparece así como la imagen de Dios y del 
hombre al mismo tiempo, el icono de Cristo total: del 


' El genio griego reúne lo Bello y lo Bueno en un solo término que designa el 
lugar de lo Verdadero. 

2 ‘ Colosen ses 1, 15. 

3 La expresión es de Dionisio el Areopagita, retomada por san Juan Damasceno, 
1 Traíadosobre los iconosX I. 


185 



Dios-Hombre. Esta función reveladora que posee la huma- 
nidad de Cristo llega a ser la verdad de todo ser humano; 
el hombre sólo es verdadero, sólo es real en la medida en 
que refleja lo celeste: es gracia maravillosa de toda criatura 
ser espejo de lo increado, «imagen de Dios». El Kontakion 
de la fiesta de la Ortodoxia lo dice: «Habiendo restableci- 
do la imagen mancillada en su antigua dignidad, el Verbo 
la unió a la Belleza divina. Confesando la salvación, noso- 
tros mismos la expresamos por los hechos y la palabra». 
Se ve claramente que el misterio de la salvación sobrepasa 
de lejos una simple restitución de la imagen adánica. Cris- 
to realiza, culmina la imagen panificándola, pues habién- 
dola hecho pura, la hace participar en la Belleza divina. 

La imagen, redimida así en Cristo, y coascientemente 
reencontrada por una ascesis contemplativa, explica que a 
un santo monje se le llame siempre «muy semejante». Esta 
palabra significa justamente la última semejanza subjetiva, 
personal, con la imagen objetiva de Dios. Encontramos su 
expresión exacta en esta otra fórmula de san Pablo: «To- 
dos nosotros que, con la cara descubierta [explicitada en 
su misterio], reflejamos como un espejo la gloria del Señor 
(«que está en el rostro de Cristo»), nos transformamos en 
esa misma imagen [icono], de gloria en gloria, por la ac- 
ción del Espíritu» 4 . Por eso el icono de Cristo, en la luneta 
central de Santa Sofía, muestra al Señor sosteniendo el 
Evangelio abierto con la frase «Yo soy la Luz del mundo», 
y la Iglesia canta: «Tu Luz resplandece sobre los rostros de 
tus santos». El hombre confiesa la salvación por la palabra, 
pero también da testimonio por la acción volviéndose él 
mismo «muy semejante». Y, efectivamente, el icono de 
Dios más conmovedor es el hombre «transformado en esta 
misma imagen» según las palabras citadas anteriormente 


4 2 Cor. 3 , 18 ; 4 , 6 . 


186 



de san Pablo. Durante los oficios, el sacerdote inciensa los 
iconos de los santos, dirigiendo este saludo litúrgico a sus 
prototipos, espejos de Dios; también inciensa a los fieles y 
saluda la presencia de Dios en su imagen que es el hom- 
bre, saluda a los hombres, iconos vivos de Dios. Dídimo 
de Alejandría cita una palabra conservada del Señor: 
«Después de Dios, ve a Dios en cualquier hermano...». Tal 
concepción iconográfica del ser humano, su «muy seme- 
janza» conduce a san Basilio a definir el destino humano 
en términos de deificación: «El hombre ha recibido la or- 
den de hacerse dios según la gracia»^, pues «habiéndose 
acercado a la luz, el alma se transforma en luz» 5 6 . Según los 
Padres, los bautizados, vestidos con túnicas blancas, se 
cubren con los vestidos luminosos de Cristo -ímátia pho- 
teiná- tal como Cristo los ha mostrado en su Transfigura- 
ción. 

Se ve ahora cómo la negación iconoclasta pone más 
radicalmente en tela de juicio la tradición fundamental de 
la Ortodoxia: el hesicasmo 7 y su contemplación de la Luz 
tabórica como premisa de la deificación. La teología del 
icono se remonta a la distinción en Dios de la esencia y de 
las energías, y de esa energía divina y de su luz nos habla 
el icono. «Dios es llamado Luz, no por su esencia, sino por 
su energía» 8 . 

Para Oriente, estar en estado de deificación es contem- 
plar la luz increada y dejarse penetrar por ella; es reprodu- 


5 Palabras citadas por San Gregorio de Nacianzo en Laudem Bastí ti Magni- P.G. 
36, 560 A. 

* San Gregorio de N isa; P.G. 44, 869 A. 

7 De hésychia : silencio, recogimiento en la paz. Método ascético-místico de la 
interiorización y déla oración del corazón. 

* San Gregorio Pai.amas, P G. 1 50, 823. 


187 



cir en su ser mismo el misterio cristológico: «reunir por 
medio del amor la naturaleza creada y la increada, hacién- 
dolas aparecer en unidad por la adquisición de la gracia» 9 . 
Dios, siempre escondido en su esencia, «se multiplica en 
sus manifestaciones» energéticas y luminosas, para colmar 
al hombre con su «proximidad ardiente». Por eso la Trans- 
figuración del Señor, la manifestación más fulgurante de 
su luz, juega un papel tan grande en la vida mística de la 
Ortodoxia. 

Su luz es ya la luz de la Pa rusia. Ahora bien, «el seme- 
jante ve al semejante», y, lo que es más, el ojo no solamen- 
te capta, sino que también emite; ver es al mismo tiempo 
proyectar la vista, es decir, la luz. El icono nos revela a 
todos esta luz escatológica de los santos, y por lo tanto es 
un rayo del Octavo Día, un testimonio de la escatología 
inaugurada. Si el iconoclasmo, pues, reduce el sentido de 
la Transfiguración y oscurece su luz al destruir el icono, 
por el contrario, ¡qué sintomático es que, según las reglas, 
el motivo de la Transfiguración sea el primero que trate 
cada iconógrafo, para que Cristo «haga brillar su luz en su 
corazón»! El manuscrito del Monte Athos que prescribe 
una epíclesis, invocación del Espíritu Santo sobre «el arte 
divino», añade: «Que vaya al sacerdote para que éste nie- 
gue por él y recite el himno de la Transfiguración» 10 . 

No hay nunca una fuente de luz en los iconos, ya que la 
luz es su propio contenido; no se ilumina el sol, ya que él 
mismo es su luz. Se podría igualmente decir que la con- 
templación de la Transfiguración enseña a todo iconógrafo 

9 SanMáximo, De ambiguis; P.C. 91, 1 .308 B. 

10 Dom Ildefonso Dkks, op. di., Priorato de Amay, 1 939, p. 44. 


188 



que pinta mucho más con la luz que con los colores. Inclu- 
so en términos técnicos, el fondo de oro del icono se llama 
«luz», y el método pictórico, la «aclaración progresiva» 1 ’. 
Cuando trata un rostro, el iconógrafo lo recubre primera- 
mente con un tono oscuro; enseguida pone encima un tin- 
te más claro obtenido por haber añadido a la mezcla 
precedente cierta cantidad de ocre amarillo, es decir, de 
luz. Esta superposición de tonos cada vez más iluminados 
se repetirá varias veces. Así la aparición de una figura 
sigue una progresión que reproduce el crecimiento de la 
luz en el hombre. 

«Nosotros reflejamos como un espejo la gloria del Se- 
ñor»: un icono es ese espejo reluciente del mayor atributo 
de gloria: la luz. El arte sorprendente de Rublév en su 
divina Trinidad, traduce el resplandor trisolar que ilumina 
el mundo. Según san Cregorio Palamas, la luz del Tabor, 
la luz contemplada por los santos y la luz del siglo futuro 
son idénticas. Para Clemente de Alejandría la luz del 
primer día preexiste a la creación, es «la verdadera luz del 
Logos iluminando las cosas aún escondidas y por la cual 
toda criatura ha accedido a la existencia». Entre los nom- 
bres del Verbo, Justino menciona los de Día y Luz. Euse- 
bio 13 ve en el primer día la luz divina que ilumina la 
creación progresiva del mundo; este primer domingo en- 
globa el último domingo del Apocalipsis cuando Dios-Luz 
será todo en todos. De este modo podemos decir que la 

11 El barniz protege al icono de todos los factores de alteración y confiere a los 
colores mayor transparencia y profundidad. Con una preparación compleja y 
minuciosa, el barniz se blanquea bajo la influencia de la luz del día durante dos 
años. 

12 Strom. VI, 16. 

’ 3 P.C. 23. 1.176 


189 



luz del primer día de la creación fue el advenimiento de la 
luz tabórica y que en este elemento luminoso de su gloria 
Dios creó mediante una «aclaración progresiva», al cabo 
de seis días, el ser cósmico del hombre. «Dios es Luz» y en 
conformidad con esta revelación, después de la epíclesis, 
espera apostólica del Espíritu Santo, el descenso de Este el 
día de Pentecostés transmuta al hombre en fuego y luz 14 . 
Para los santos, las palabras «vosotros sois la luz del mun- 
do» son ortológicamente normativas. Los nimbos que rodean 
las cabezas de los santos sobre los iconos no son signos 
distintivos de su santidad, sino el resplandor de la lumi- 
nosidad de sus cuerpos. 

Las reglas del Concilio de los Cien Capítulos ordenan 
«trabajar con temor de Dios, pues se trata de un arte divi- 
no». Exige el ministerio carismático de los «santos» iconó- 
grafos que aprenden a «ayunar por los ojos» y se preparan 
mediante una larga ascesis de oración, lo cual marca el 
paso del arte al arte sagrado. Un icono malo es «una ofen- 
sa a Dios» y hay que despedir al torpe que lo ha pintado. 
Los cánones son máximamente severos y se prohíbe todo 
tipo de comercio con los iconos. 

La fusión del elemento artístico y de la contemplación 
mística inaugura una teología visionaria. La visión, aquí, 
expresa la fe en el mismo sentido que san Pablo cuando la 
llama «visión de lo invisible» 15 . El icono se dirige a los ojos 
del espíritu para que contemple «los cuerpos espiritua- 
les» 16 . El estilo eclesial filtra toda visión subjetiva, pues la 
Iglesia es la que ve el objeto de la fe, sus misterios. Si la 



Según la tradición san Lucas empezó su arte de iconógrafo después de 
Pentecostés. 


15 HebW, 1. 

16 Cor 15, 44. 


190 



arquitectura sagrada del Templo ordena el espacio, y el 
Memorial litúrgico el tiempo, el icono experimenta lo invi- 
sible, la «forma interior» del ser; y esta interioridad surge, 
una vez más, de la iluminación, de la categoría tabórica. El 
estado de gracia, enseña san Serafín 17 , ilumina para hacer 
ver la luz. El icono la revela a todos; como «oración», puri- 
fica y transfigura a su imagen al que la contempla; como 
misterio, nos enseña que allí está el silencio habitado, el 
gozo del cielo sobre la tierra, el resplandor del más allá. 


' 7 Diálogo con Motovilov. 


191 



CAPITULO VI 


El fundamento bíblico 

del icono 


La ley del Antiguo Testamento prohibía las imágenes, 
pues hubiesen puesto en peligro la pureza del culto al 
Dios invisible. Solamente el arte ornamental de las formas 
geométricas traducía el sentimiento de lo Infinito 1 . En los 
musulmanes el arte no figurativo, los arabescos, el decora- 
do poligonal, reforzarán la misma noción de una transcen- 
dencia radical de Dios. 

La distancia se agranda peligrosamente por el hecho de 
que el hombre se ha alejado de su semejanza inicial con 
Dios y se ha hundido en la diferencia. Por el contrario, el 
plano angélico ha conservado intacta su naturaleza de «se- 
gunda luz», receptáculo puro de la luz divina, hasta el 
punto de que la representación esculpida de los ángeles 
era incluso ordenada por Dios 2 . El mundo celeste de los 
espíritus, destinado a servir al hombre, encuentra, a fin de 
cumplir este ministerio, su expresión artística, su forma 
humana: en el arca de la Alianza, el Antiguo Testamento 


1 Comenzando la ora cristiana, el judaismo so muestra monos riguroso: por 
ejemplo la catacumba de la Viña Randamini, los mosaicos de la sinagoga de 
I lamma-Lif, la cámara funeraria de Palmira, Doura-Europos, etc. 

2 Ex 25, 1, 17-22; Núm 7, 88-89; d. Yx capítulo I . 


193 



nos ha dejado el icono esculpido de los querubines. Estos 
se sitúan en el Tabernáculo; su presencia en este lugar 
expresa su ministerio de liturgos, pero no sirve en absolu- 
to como obra de arte y eso es ya toda la filosofía del arte 
sagrado. 

Así, antes de la Encamación, por temor a la idolatría, 
toda expresión de lo celeste se limita al mundo de los 
ángeles. Pero hay que comprender, para no caer de nuevo 
bajo la ley, que esta limitación es solamente la purificación 
de una espera, una profecía sobre el advenimiento del ico- 
no en Cristo. 

El texto del Exodo (25, 17-18) dice: «Harás un propicia- 
torio y en sus dos extremos colocarás dos querubines». 
«Propiciatorio» -Kapporét- viene de «cubrir» y también de 
«hacer la expiación». Esta lámina de oro con que se recu- 
bre el arca, según el texto, es el lugar donde «Dios apare- 
ce» y «desde donde Él habla». 

El icono de la resurrección de Cristo descifra este sim- 
bolismo profético. Muestra una lámina (que representa la 
tumba vacía y reproduce la lámina del arca) sobre la cual 
se abandonan las vendas funerarias, y en los dos extremos 
aparecen dos querubines frente a las mujeres portadoras 
de los aromas. Esta reproducción exacta del «propiciato- 
rio» revela ahora, en Cristo, su verdadero significado y al 
mismo tiempo muestra que ese mismo valor de la Presen- 
cia es inherente a todo icono: «aquí es donde Yavé aparece 
y desde ahí habla». 

En la fiesta de la Ortodoxia, fiesta del icono, la Iglesia, 
por las dos lecturas que ha escogido del Evangelio (Mt 18, 
10 y Jn 1, 43-51), enseña que los ángeles multi-oculares 
tienen el don de contemplar la luz divina, y que tras la 
Encamación todos los fieles reciben este don angélico que 
tan evidentemente expresa el icono. 


194 



Cristo libra a los hombres de la mitología y de los ído- 
los no negativamente, suprimiendo la imagen, sino positiva- 
mente, revelando el verdadero rostro humano de Dios. Si 
la divinidad por sí sola escapa a toda representación y si la 
humanidad, separada de lo divino, ya no significa nada, 
es porque la «humanidad de Cristo es el icono de su divi- 
nidad», como lo proclama el Concilio VII. Lumen de Luttii- 
ne, el Hijo -el Cristo total- es «esplendor», «efigie», 
«imagen 3 », el único icono de Dios. Lo humano se afirma 
en su función iconográfica: imagen visible de lo invisible. 
Su fundamento bíblico remonta a la creación del hombre 
«a imagen de Dios». Interrumpida por la caída, su pleni- 
tud se realiza en Cristo y pasa a los «cristificados», a aque- 
llos en los que «Cristo se ha formado 4 », a los «cristóforos», 
a los «muy semejantes». Dios en Sí mismo transciende to- 
da imagen, pero su Faz vuelta hacia el mundo se apropia 
lo visible, encuentra una imagen adecuada al misterio de 
su filantropía: la figura humana. Por encima del posible 
abismo de la caída. Dios, según los Padres, esculpía el 
rostro humano mirando en su Sabiduría la humanidad de 
Cristo 5 . «El Verbo se ha posado en Adán antes de todos los 
siglos», dice Método de Olimpia 6 , y san Atanasio 7 : «Dios 
ha creado el mundo para hacerse hombre en él y para que 
el hombre se haga dios en el mundo por la gracia». La 
Encamación viene de Dios, de su deseo de hacerse Hom- 
bre y de hacer de su Humanidad una Teofanía, un lugar y 
un icono viviente de su Presencia. 


3 Hebr 1,3. 

4 Gil 4,19. 

5 Col 1, 15; 1 Cor 15, 47; Jn3, 11. 

* Fl banquete de las diez Vírgenes, III, 4. 

7 De ¡ncamalione , P.G. 54, 192. 


195 



CAPITULO VII 


El iconoclasmo 


El iconoclasmo es la expresión ante todo de un violento 
acceso de transcendentalismo semítico, judío y musulmán, 
también cristiano, sobreestimando así el sentido de lo ine- 
fable y de lo incognoscible divinos en detrimento de la 
Encarnación y de la «Filantropía». También fue una reac- 
ción contra los excesos de un culto a veces idolátrico de las 
imágenes, contra su contaminación por una concepción 
mágica que confundía el icono y la eucaristía y preconiza- 
ba la consustancialidad de la imagen y de su modelo. De 
esta manera, algunos sacerdotes demasiado celosos mez- 
claban con los santos dones trozos o fragmentos de los 
iconos... 

El conflicto entre los iconoclastas y los defensores del 
icono estalló en el momento en que los dos campos en 
lucha ya no lograban comprenderse, porque hablaban de 
realidades totalmente diferentes. Para los iconoclastas, h> 
da imagen sólo podía ser «retratística», pese a que el «re- 
trato» de lo divino es inconcebible. A causa de esta 
concepción exclusivamente realista del arte, negaban al 
icono todo carácter simbólico. Creían muy correctamente 
en los símbolos, es decir, en la presencia real de lo simboli- 
zado en su símbolo (perspectiva sacramental), pero nega- 
ban toda relación de presencia entre el protopipo y su 


197 



imagen iconográfica. Desde ese momento, en un plano sa- 
cramental, el icono caía en el arte profano. Su pretensión 
de sagrado se revelaba como superstición o incluso here- 
jía. Era necesario, ciertamente, escoger entre una semejan- 
za, que en nuestros días llamaríamos de tipo fotográfico, y 
una semejanza de carácter simbólico, la una suprimiendo 
a la otra. Los iconoclastas no concebían que, inde- 
pendientemente del arte realista que reproduce lo visible 
de lo visible y de esta forma, el doble, haciendo su copia 
exacta, existe el arte del icono en donde la imagen hace ver 
«lo visible de lo invisible», lo invisible en lo visible hasta el 
punto de hacerlo misteriosamente presente y de revelar 
así el icono, símbolo auténtico en el orden de la presencia 
personal. 

Religiosamente hablando, los iconoclastas sólo tolera- 
ban el arte no figurativo, por ejemplo una cruz en cuanto 
forma geométrica y sin llevar al Crucificado; la reproduc- 
ción del instrumento de la salvación era digna de venera- 
ción en sí misma y la ausencia de figuración suprimía toda 
cuestión de presencia. Más aún, limitaban su óptica al 
principio de identidad y se referían a la eucaristía. En ella 
veían la única imagen adecuada de Cristo, como consus- 
tancial a El, omooúsios, idéntica, tautó, según la naturale- 
za, kat'oúsían. Ahora bien, la eucaristía es un milagro en 
el que la materia cósmica (el pan y el vino) se ve transmu- 
tada en materia celeste del cuerpo transfigurado de Cristo, 
pero el milagro de la mctabolé se opera sin ninguna seme- 
janza. Toda visión de la «carne» en el cáliz está severa- 
mente prohibida por los cánones y cualquier «aparición» 
de este género está considerada como una tentación contra 
natura. Efectivamente, el Verbo «enhipostasiado» se apo- 
dera de las especies eucarísticas, las integra en su cuerpo 
espiritual: «Este pan es el Cuerpo de Cristo», pero esta 
identidad sustancial esconde la presencia eucarística de 


198 



Cristo, no bajo el velo inherente a todo misterio, sino por- 
que esta presencia, al no ser visual, no tiene imagen. Lo 
visible (el pan) simplemente se afirma idéntico a lo invisi- 
ble (el cuerpo celeste), pero la operación no deja ningún 
lugar a la visión. La eucaristía no puede de ninguna mane- 
ra servir de icono, pues solamente es la «Comida del Se- 
ñor» que debe ser consumida y no contemplada. 

El icono se sitúa en un plano totalmente diferente y de 
ahí que escape a toda idolatría. La misma palabra «icono»' 
ya suprime toda identificación y subraya la diferencia de 
naturaleza entre la imagen y su prototipo, «entre la repre- 
sentación y lo que se representa» 1 2 . Nunca se puede decir 
que «el icono de Cristo es Cristo» como se dice: «Este pan 
es el cuerpo de Cristo», ya que sería una idolatría eviden- 
te. El icono es una imagen que testimonia una presencia 
de un orden bien definido: permite una comunión orante, 
que no es precisamente comunión eucarística, sustancial, 
con la naturaleza glorificada de Cristo, sino comunión es- 
piritual, mística, con su Persona. Opera un encuentro en la 
oración, sin localizar esta comunión en el icono en cuanto 
objeto material, sino a través del icono como vehículo de 
la presencia. Aquí la Hipóstasis «enhipostasía» no una 
sustancia (la madera, los colores) sino la semejanza y es 
únicamente ella, y no una lámina, el lugar de la presencia. 
Esta semejanza es fundamental para comprender la verda- 
dera naturaleza del icono. Surge únicamente de la contem- 
plación de la Iglesia. Y verdaderamente es así como la 
Iglesia ve a Cristo litúrgicamente. El iconógrafo sigue esta 
visión y la traduce. Todo el misterio del icono reside en 
esta semejanza dinámica y misteriosa con el Prototipo, el 
Cristo total, semejanza atestada por la Iglesia, y por lo 


1 eikÓM viene de 'éiko y significa semejanza, similitud. 

7 San Juan Damasceno, P.G. 94, 1 337. También San Nicéfüro, P.G. 100, 225, 277. 


199 



tanto sentida y vivida de una manera católica y comunio- 
nal. 

Efectivamente, «el icono lleva el nombre del prototipo, 
no lleva (no contiene) su naturaleza», precisa el Concilio 
VII, lo cual quiere decir que el contenido religioso, la esen- 
cia mística del icono, sólo se relaciona con la presencia hi- 
postática. No existe, pues, ninguna ontología «inscrita» en 
la materia del icono, no «contiene ninguna naturaleza», no 
cautiva ni retiene nada, pero el Nombre- Hipóstasis res- 
plandece aquí independientemente de cualquier tipo de 
enclaustramiento en el mismo volumen de la lámina. El 
icono no tiene existencia propia; participación e «imagen 
conductora», el icono conduce al Prototipo y anuncia su 
presencia, testimonia su parusía. Esta de ninguna manera 
se sirve del icono como de un lugar de encamación, sino 
que encuentra en él el centro de una irradiación energéti- 
ca. La presencia i cónica es un circulo cuyo centro se encuentra , 
0 mas bien se refleja, en todo icono, pero cuya circunferencia no 
está en ningún sitio. El icono, punto material de este mun- 
do, abre una brecha; lo Transcendente irrumpe en ella y 
las olas sucesivas de su presencia trascienden todo límite y 
colman el universo. 

Los iconoclastas no lo comprendían y se cerraban en 
una falsa cuestión teológica: ¿es posible la imagen en 
cuanto retrato de Dios-Hombre? La respuesta, evidente- 
mente, no puede ser sino negativa. En efecto, si la natura- 
leza divina no es descriptible, la imagen de la sola 
humanidad incurre en la separación nestoriana de las dos 
naturalezas; o, si sólo se toma una sola naturaleza para las 
dos, se desemboca en la confusión monofisita. Ahora bien, 
no se trata precisamente de naturalezas. San Teodoro Stu- 
dita' sugiere la solución correcta y anticipa una verdadera 

3 P.C. 99, 405 B; 505 A; 340. 


200 



teología: el icono no representa ni la naturaleza ni las na- 
turalezas, pero a través de la humanidad de Cristo en 
cuanto símbolo, revela al Dios-Hombre, el Cristo total, y 
contempla el misterio mismo de la Encamación. Su con- 
templación es «aristocrática» y adulta, formada pedagógi- 
camente por la liturgia y situada en su nivel; exige una 
cultura ascética, la elegancia litúrgica de los sentidos refi- 
nados y la elevación creadora del espíritu. 

El Concilio VII ha establecido el culto del icono pero no 
aún una doctrina elaborada. No obstante, el Concilio y los 
Padres de esta época han respondido a las cuestiones de 
los iconoclastas y formulado argumentos defensivos. Así, 
a la cuestión de saber cómo Dios puede ser circunscrito 
bajo la forma de una imagen, el Concilio en el canon 3 
pregunta a su vez: «Vosotros que negáis que Cristo sea 
circunscriptible, ¿cómo lo reconoceréis en su segunda Pa- 
rusía?» Otra cuestión de los iconoclastas: el Verbo en 
cuanto segundo Adán ha adoptado la humanidad en ge- 
neral y no la naturaleza de un hombre individual, ¿cómo, 
pues, poder representarla? Teodoro Studita responde: la 
naturaleza humana de Cristo es la especie ( eidos ) com- 
puesta del género (genos ) pero realizada en un ser concre- 
to, distinto de los otros. Del mismo modo, Juan 
Damasceno: el Verbo se une a la naturaleza de un indivi- 
duo conforme a la naturaleza de la especie. ¿No introduce 
la figuración una segunda persona en Cristo? Pero, dicen 
los Padres, la naturaleza humana está enhipostasiada por 
el Verbo, las dos naturalezas se encuentran en un único 
Sujeto. De esta forma la naturaleza divina no era crucifica- 
da, pero es lícito decir que la Persona del Verbo participa- 
ba en la crucifixión (en cuanto a la carne). El icono no 
representa una simple aparición terrestre, es la Hipóstasis 
del Verbo lo que el iconógrafo hace ver en él, con los ca- 


201 



racteres que determinan su naturaleza humana, pero 
transformados por la proximidad del Verbo. 

La noción del enhupóstatos se encuentra en la base de la 
doctrina de los Padres, explicando cómo a través de la 
imagen se invoca la presencia de su prototipo. Los iconos 
de los santos, más allá de la apariencia terrestre, hacen ver, 
a través de su humanidad deificada, a unas personas ilu- 
minadas por la luz del Octavo Día. Así un iconógrafo con- 
templa un objeto totalmente diferente al de un pintor 
realizando un cuadro de tema religioso. 

Hay que comprender bien dónde se sitúa el punto de 
vista iconográfico. 

La humanidad de Cristo como tal nunca es su tema 
directo. El gran maestro Andrés Rublév, según la crónica 
de su vida, «elevaba sin cesar su espíritu y lo sumergía en 
la luz inmaterial y divina». Él nos enseña que hay que 
recurrir a la luz tabórica y que es en esta luz en donde el 
icono muestra la Humanidad de Cristo, inseparable del 
Misterio total, y como tal «generadora de unidad». Según 
san Gregorio Palamas, la carne deificada de Cristo está 
representada en los iconos en la medida en que manifiesta 
la Divinidad de Cristo 4 . Es cierto, el icono no puede decir 
nada a una negación consciente de lo «misterioso», la juz- 
ga negándole su luz; pero la revela a la fe sensible y aten- 
ta. El creyente es semejante a los apóstoles testigos de la 
transfiguración; ellos lo fueron porque su vista había sido 
transfigurada. Este es el sentido profundo de la imagen de 
Cristo llamada acheiropointos, el icono de la Santa Faz 
«no hecho por mano de hombre». Ella nos enseña que no 


* Decálogo, Col. 1 .092. Citado por MeyeNDORFF, Introducción al Estudio de Gregorio 
Palamas, p. 255. 


202 



hay nada hecho únicamente por mano de hombre, que 
todo lo visible siempre es milagro, y que, por ser revelado 
en su misterio, debe ser creído y así visto 5 con y por los ojos 
de la Paloma. El Concilio VII lo dice claramente y explica 
cómo hay que contemplar un icono: «Sólo reconocemos en 
el icono una imagen que representa una semejanza con el 
Prototipo. Por eso recibe su nombre; únicamente por eso 
participa en él y por eso es venerable y santa» 6 . La defini- 
ción es fundamental: el milagro del icono, su participación 
en Cristo, se sitúa únicamente en la semejanza no natural 
sino hipostática. Si el icono muestra la humanidad de Cris- 
to, la recapitula como representativa de la naturaleza hu- 
mana, y por eso su diversidad (la multitud de iconos 
diferentes) no precisa de ningún aspecto terrestre retratís- 
tico. En calidad de símbolo sacramental, lleva en sí la pre- 
sencia de la totalidad divino-humana. «Al mismo tiempo 
contemplamos lo indecible y lo representado» 7 , dice el 
Concilio, no lo uno o lo otro, sino lo uno y lo otro, lo uno 
en lo otro. Este milagro orienta el movimiento anagógico 
de la oración: «el honor rendido al icono va a su prototi- 
po» 8 . 

«El icono está santificado por el nombre de Dios y por 
el nombre de los amigos de Dios [los santos], y por eso 
recibe la gracia del Espíritu divino» 9 . Bíblicamente, el 
nombre de Dios 10 es uno de los lugares de su presencia. El 


5 «Dichosos los que han creído sin haber visto». La íe precede a la visión y la 
autentifica. 

6 Mansi XIII, 344. 

7 Mansi XIII, 244 B. 

8 El Concibo VII. Cf. JuanDamascenoP.G. 94, 1.256. 

9 San Juan Damasceno, P.C 94, 1 300. 

10 Sobre la concepción bíbbca del Nombre como lugar de presencia y, de ahí, 
sobre la tradición hesicasta del Nombre de Jesús, ver La oración de Jesús , por un 
monje de la Iglesia de Oriente, Ed. Chevetogne, 1951. 


203 



icono es el Nombre dibujado. En el Nombre pronunciado, a 
través y con el icono que lo «pronuncia» a su manera, 
nuestro amor nos lleva a venerar y a abrazar, en la misma 
semejanza, la gracia de la real presencia. Sin embargo, la 
semejanza está de tal manera ligada al mismo icono que 
constituye su esencia secreta; discernirlos, y menos aún 
separarlos, se revela imposible, la veneración los une en 
un todo icónico, pero ese «todo» eleva el espíritu a su más 
allá, al Arquetipo invisiblemente presente. 

El icono de los santos no plantea la cuestión cristológica 
de las dos naturalezas, sino la de los dos cuerpos: terrestre 
y celeste. El cuerpo terrestre ya deificado es la anticipación 
del cuerpo celeste, el icono sugiere el verdadero rostro de 
eternidad que Dios contempla, y en esa semejaza con lo 
celeste es donde se sitúa la presencia hipostática de un 
santo. 

El argumento masivo de la idolatría es burdo y los Pa- 
dres responden a él claramente: un ídolo es la expresión 
de lo inexistente, ficción, simulacro, nada”. Por consi- 
guiente, idolatrar a un icono, adorarlo como identidad 
sustancial según la naturaleza, es destruirlo, pues es ence- 
rrar una presencia en una lámina, es hacer de él un ídolo y 
ausentar la persona representada. El boros del Concilio Vil 
lo precisa: «Cuanto más mira el fiel los iconos, más se 
acuerda de quien está representado... ¡Ay de quien adora- 
re las imágenes!» 


11 Teodoro de Studión, P.G.99, 180; Tgodorct, P C. 80, 264. 


204 



CAPITULO VIII 


El fundamento dogmático 

del icono 


El Concilio VII ha formulado el Canon que determina 
la veneración del icono. Las precisiones dogmáticas están 
dispersas en la enseñanza de los Padres y se desprenden 
sobre todo del mismo icono, de su evidencia luminosa, de 
su vida prodigiosa en la que se puede seguir paso a paso 
el dinamismo de la Tradición. Ella es el lugar en que Cris- 
to, mediante diversos elementos de la vida de la Iglesia 
(liturgia, sacramentos, patrística, icono), comenta sus pro- 
pias palabras. 

Martirum signum est máxime caritatis. El mismo icono es 

martirio y lleva las huellas de un bautismo de sangre y de 

fuego. La sangre de los mártires se ha mezclado con las 

partes de los iconos, salpicaduras de la luz, durante la 

persecución encarnizada ejercida por los iconoclastas. El 

patriarca Germán, depuesto, declara retirando su palio: 

«sin la autoridad de un Concilio, tú no puedes, basileus, 

cambiar nada de la fe». El Papa Gregorio II dice por su 

parte a León el Isáurico: «Los dogmas de la Iglesia no son 

asunto tuyo... abandona tus locuras». En el caso del icono, 

no se trata de simples ilustraciones. Unidos entonces en la 

misma Tradición, el Occidente y el Oriente se han levanta- 

✓ 

do juntos contra la herejía, pues, tocando el icono, se toca- 


205 



ba también el dogma, se socavaba toda la economía de la 
salvación. La veneración del Evangelio, de la Cruz y del 
Icono forma un todo con el misterio litúrgico de la presen- 
cia que la Iglesia proclama desde el fondo del cáliz. 
«Nuestra doctrina está de acuerdo con la eucaristía, y la 
eucaristía la confirma», dice san Ireneo. 

Si todo arte digno de ese nombre no pretende nunca 
duplicar lo real sino que aspira a revelar su sentido, a 
descifrar su mensaje secreto, a captar su logos, a sugerir la 
vocación más alta de las libertades que lo animan, la ico- 
nografía, en su cumbre, surge claramente de la pneumato- 
logía. Por eso san Juan Damasceno atribuye al icono la 

presencia del Espíritu Santo 1 . 

* 

«La vida estaba en El» dice el prólogo del Evangelio de 
san Juan (1, 4). El Espíritu -la Vida- desde la eternidad era 
interior al Verbo. En el momento de la Epifanía, desciende 
del cielo como una Paloma y se detiene, se posa sobre 
Jesús. En sus apariciones, es un movimiento «hacia Jesús», 
hacia el Cordero, a fin de hacer manifiesta su divinidad. Se 
«sitúa detrás», en Cristo, para anunciarlo «por delante»; su 
aliento lleva la palabra de Cristo, la hace audible, la ampli- 
fica, le confiere respiración de vida y dimensión escatoló- 
gica: «Bebiendo en la fuente del Espíritu, bebemos a 
Cristo» 2 , dice admirablemente san Atanasio. El Espíritu 
nos introduce en Cristo y en Cristo es donde nosotros en- 
contramos plenamente el Espíritu y somos inspirados por 
El para captar el sentido último de la Revelación. 

La acción santificadora del Espíritu condiciona todo ac- 
to en el que lo espiritual toma cuerpo, se encama, se hace 
cristofanía, manifestación de Cristo. Así, el Espíritu «incu- 
baba» el abismo para hacer surgir de él el mundo, lugar de 

1 De imag.or. 1, 19. 

2 Epíst.ad Serapicm; P.G. 26, 576 A. 


206 



la Encamación. Por boca de los profetas, todo el Antiguo 
Testamento es el Pentecostés preliminar con vistas al ad- 
venimiento de la Virgen y de su fiat. El Espíritu desciende 
sobre María y hace de Ella la Theotókos, de Jesús hace Cris- 
to-Ungido y revela en Él «al Cordero inmolado desde la 
fundación del mundo». De sus lenguas de fuego nace la 
Iglesia, Cuerpo de Cristo. De un bautizado, hace un miem- 
bro de Cristo, del vino y del pan, la sangre y el cuerpo del 
Señor; Iconógrafo divino, hace el icono «no hecho por ma- 
no de hombre», la Santa Faz, y de ese Arquetipo vienen 
todos los iconos hechos con las formas de este mundo y 
con la luz tabórica. 

La teología de los Padres muestra la importancia excep- 
cional de la qríclesis que sobrepasa el plano litúrgico de la 
eucaristía, se unlversaliza y hace ver en el Espíritu el po- 
der divino de revelación y de manifestación de lo invisi- 
ble. Es Él quien pronuncia en nosotros, con nosotros: 
«Abba, Padre», para dejamos suplicar: Abba Padre, envía 
tu Espíritu Santo para que podamos decir «Señor Jesús», 
para que también podamos contemplar su rostro y a tra- 
vés de su humanidad deificada, «antorcha de cristal», ver 
la Hipóstasis del Dios-Hombre. 

El día de Pentecostés, el Espíritu Santo se vuelve activo 
dentro de la naturaleza y se establece como hecho interior 
del ser humano, se hace el co-sujeto de nuestra vida en 
Cristo, más íntimo que nosotros mismos. «Por el Espíritu 
Santo toda la creación se renueva en su condición prime- 
ra» 3 , en su verdad inicial y última, lo cual hace ver en la 
Iglesia el icono de la unidad diversa de la Trinidad, y en 
todo hombre un icono vivo, imagen de Dios. 


El Ofició dominical. 


207 



«El Espíritu Santo es el gran Doctor de la Iglesia», dice 
san Cirilo de Jerusalén 4 , Doctor, pues es Él quien garantiza 
y asegura el charisma veritatis certum de la Iglesia. Un Con- 
cilio es ecuménico porque el Espíritu de la Verdad, por 
boca del Pueblo de la Iglesia, ha identificado este Concilio 
en Cristo-Verdad. Como respuesta a la epíclesis del rito de 
la santificación del icono, el Espíritu de Belleza ha identifi- 
cado la semejanza con Cristo y de la imagen ha hecho el 
icono, la Belleza contemplada del Verbo. «El Espíritu y la 
Esposa dicen: 'Ven, SeñorV La epíclesis del Reino es la 
que introduce en las bodas místicas de Cristo con la Igle- 
sia, pero también en las bodas místicas de Cristo con toda 
alma, personalmente, nominativamente. El icono de la 
Déesis se abre sobre esta visión ante la cual toda palabra se 
detiene para dejar el puesto al silencio del Verbo, al fulgor 
de su Luz sin ocaso. 

La oración de la santificación del icono dice: «Señor, 
Dios, Tú has creado al hombre a tu imagen, la caída la ha 
empañado, pero por la Encamación de tu Cristo hecho 
Hombre, la has restaurado y así has restablecido a tus 
santos a su primera dignidad. Venerándolos, veneramos 
tu imagen y tu semejanza, y, a través de ellos. Te glorifica- 
mos como su Arquetipo». Si la conciencia dogmática afir- 
ma la verdad del icono en función de la Encamación, ésta 
está condicionada por la creación del hombre «a imagen 
de Dios», por la estructura ¡cónica del ser humano. Cristo 
no se encama en un elemento extraño, heterogéneo, sino 
que vuelve a encontrar su propia imagen celeste y arquetí- 
pica, pues Dios ha creado al hombre mirando la humani- 
dad celeste del Verbo (1 Cor 15, 47-49), preexistente en la 
Sabiduría de Dios. 


A XVI Catey. Mistagógica. 


208 



En su divinidad el Hijo es la Imagen consustancial del 
Padre, en su humanidad Cristo es el icono de Dios: «El 
que me ha visto, ha visto al Padre»; las dos naturalezas en 
Cristo, divina y humana, se remontan a su única Hipósta- 
sis y por lo tanto a la única Imagen, pero que se expresa de 
dos formas diferentes. La imagen es una, como la Hipósta- 
sis es una, pero esta unidad salvaguarda la distinción de 
lo increado y lo creado. 

Contra la indigencia de un espiritualismo excesivo, hay 
que afirmar que en Dios la ausencia de la imagen sería una 
falta de plenitud. Dios es la Forma de toda forma, el Icono 
de todo icono, el Arquetipo omnicontinente. La apófasis 
no es una pura negación, quiere decir que Dios es un Me- 
ta-Icono, según la terminología de Dionisio, un Hiper-Ico- 
no. Los iconoclastas muestran una extraña insensibilidad 
hacia el realismo sagrado del ser, una ruptura docética 
entre lo espiritual y lo encamado. En presencia del simbo- 
lismo icónico, acentúan lo vertical apofático y rompen el 
equilibrio perdiendo su coordenada horizontal catafática, 
y, por otra parte, su racionalismo intransigente los cierra a 
la captación del verdadero simbolismo. 

La sola vía negativa es insuficiente. Efectivamente, se- 
gún san Gregorio Palamas, «sólo es una intelección de lo 
que parece diferente de Dios; no lleva la imagen de lo 
inexpresable» 5 . Ahora bien. Dios está por encima de toda 
afirmación, pero también por encima de toda negación, lo 
que significa en último término un sí apofático. Palamas 
sintetiza el personalismo de la Teognosia patrística. Dios 
es incognoscible, radicalmente transcendente en su esen- 
cia, pero es experimentable en cuanto Existente, presente 


s Tríadas,, 1, 3, 19. 


209 



en sus energías que la Encarnación hace inmanentes al ser 
entero del hombre. 

La visión cara a cara del siglo futuro, según san Anasta- 
sio el Sinaíta, será la visión de la Persona del Verbo encar- 
nado. Por eso la afirmación fundamental de los Padres 
precisa que no es la naturaleza divina ni la naturaleza hu- 
mana, sino la Hipóstasis de Cristo la que nos aparece en los 
iconos. De este modo, el culto de los iconos inaugura la 
visión del Octavo Día. Según Teodoro Studita, la imagen 
siempre es diferente del prototipo en cuanto a la esencia, 
pero le es semejante en cuanto a la Hipóstasis y al Nombre. 

«Cristo es la imagen de Dios invisible, el primogénito 
de la creación» ( Col 1, 15). Ahora bien, incluso los prime- 
ros defensores del icono separaban de manera simplista 
las dos naturalezas y situaban lo visible en la humanidad 
de Cristo y lo invisible en su divinidad. Pero la imagen no 
se divide según las naturalezas, pues se remonta a la Hi- 
póstasis en su unidad. Una Hipóstasis en dos naturalezas 
significa una Imagen en dos modos: visible e invisible. Lo 
divino es invisible, pero se refleja en lo visible humano. El 
icono de Cristo es posible, verdadero y real, ya que su 
imagen según el modo humano es idéntica a la imagen 
invisible según el modo divino -las dos constituyen los 
dos aspectos de la única Hipóstasis-Imagen- Según san 
Juan Damasceno, las energías de las dos naturalezas, de lo 
creado y de lo increado, se compenetran. En la unión hi- 
postática, la humanidad deificada de Cristo participa en la 
gloria divina y nos hace ver a Dios. La pericoresis cristoló- 
gica -intercambio de idiomas- evoca la misma y recíproca 
penetración de las dos naturalezas y explícita el misterio 
de la única imagen según los dos modos de sus expresio- 
nes, hasta el punto de que es la humanidad de Cristo la 
imagen de su divinidad; una vez más: «El que me ha visto, 
ha visto al Padre», no a Dios sino al Padre, pues el Hijo es 


210 



la imagen del Padre y, por ello, la expresión de la Trini- 
dad; de esta manera la única Hipóstasis posee la única 
Imagen-Icono con dos modos de expresión: vista por Dios 
y vista por el hombre. 

En el momento de la Transfiguración, «a la medida de 
su receptividad, los discípulos han visto tu gloria», canta 
el oficio, subrayando que esta visión presupone un don 
que transfigura la vista. «La imagen de Dios invisible», la 
única realidad teándrica en la Hipóstasis del Verbo encar- 
nado se manifestaba a los discípulos; esta visión tabórica 
es la que condiciona y fundamenta dogmáticamente el ico- 
no de Cristo y el icono en general. 

El icono surge también de la teología bíblica del Nom- 
bre. El Nombre de Dios es su icono oral, no se puede 
«pronunciar en vano», pues Dios está presente en su 
Nombre. La «oración de Jesús» está arraigada en esta no- 
ción bíblica. En el rito de santificación, el hecho de «nom- 
brar» al icono: «Esta imagen es el icono de Cristo» y «este 
icono está santificado por el poder del Espíritu Santo», 
significa que la «semejanza» afirmada sacramentalmente 
confiere al icono el carisma de la presencia inherente al 
Nombre. Los iconos del mismo Prototipo, y sobre todo de 
Cristo, son innumerables, pero el único Nombre los identi- 
fica, cada uno es uno de sus aspectos. La eucaristía opera 
el cambio de la materia de este mundo en realidad celeste 
y transcendente. El ritual del icono no opera ninguna me- 
tamorfosis, sino que identifica el icono con su propia reali- 
dad de semejanza, con el Nombre dibujado, como su lugar 
y el centro energético de su irradiación. 

La «materia» del ritual no es la «lámina» sino la «seme- 
janza» que remite al icono «no hecho por mano de hom- 
bre». Tras la Ascensión, Cristo, diciendo «Yo estoy con 
vosotros hasta el fin del mundo», aparece en su Palabra 
por la audición, en la eucaristía por la consumación, en el 


211 



icono por el encuentro orante. En efecto, la oración conser- 
va todo su valor incluso sin icono, los grandes espirituales 
en el desierto hablaban directamente con Dios. En la cum- 
bre, incluso la oración se calla, «se ora más allá de la ora- 
ción»; «cuando el Espíritu Santo desciende hay que dejar 
de orar», aconseja san Serafín, pero para llegar a ella Dios 
ofrece los medios de su gracia y el icono es uno de ellos. 

Los iconoclastas citaban la palabra de san Gregorio Na- 
cianceno: «la fe no está en los colores sino en el corazón». 
Es una advertencia para evitar la superstición y la idola- 
tría. Se adora a Dios «en espíritu y en verdad». Pero el 
hombre es la imagen de Dios precisamente en la estructu- 
ra misma de su espíritu y por eso piensa, contempla, 
«imagina» y crea la belleza, sus símbolos y sus iconos. «En 
verdad» puede de esta forma designar el Arte sagrado 
imantado por la Belleza transcendente. Dios se viste de 
Belleza y hace de ella el lugar de su Advenimiento, Arque- 
tipo de todas las bellezas del mundo terrestre y celeste. 

Es evidente que el icono está en el punto opuesto a la 
imagen naturalista y a la apariencia camal. El cuerpo es la 
forma del espíritu y todo arte verdadero penetra «detrás 
del velo» de los fenómenos para traducir el contenido es- 
piritual, el logos. Los grandes pintores decían: «hay que 
pintar la realidad tal y como se presenta, pero también un 
poco tal como no es». Serov, haciendo un retrato, decía de 
vez en cuando: «ahora, hay que equivocarse en algún si- 
tio» 6 ... 

Un iconógrafo, trazando el rostro humano de Dios, 
transpone la visión de la Iglesia, pues es así como la Igle- 
sia contempla el Misterio de Dios. Este arte es sinergético, 
el Espíritu- Iconógrafo divino inspira al hombre. En efecto, 

* Karsavine, Reflexiones sobre el Arte, «E3 Mensajero», n° 68-69, 1 963. 


212 



todos los iconos de Cristo dan la impresión de una seme- 
janza fundamental, se la reconoce inmediatamente, pero 
esta semejanza no es retratística. Justamente, no es la indi- 
vidualidad humana sino la Hipóstasis de Cristo la que se 
revela a cada iconógrafo de una manera única, eclesial y 
personal a la vez, como los aspectos múltiples de las apari- 
ciones del Resucitado. La Iglesia conserva en su memoria 
la única Santa Faz «no hecha por mano de hombre» y 
existen tantas Santas Faces como iconógrafos. Dionisio su- 
braya este carácter misterioso de la Faz: «Rostro de rostros 
y rostro de lo Inaccesible...» 

La canonización de los iconógrafos erige el Arte sagra- 
do en camino de santidad, y, por otra parte, su visión, 
esencialmente carismática y al mismo tiempo eclesial, hace 
del icono un «lugar teológico» y por lo tanto una de las 
fuentes de la teología. Si en Occidente es el dogmático el 
que informa y guía al artista, en Oriente es el dogmático el 
que se informa y se instruye viendo a un verdadero iconó- 
grafo. 


213 



CAPITULO IX 


Los cánones y la libertad creadora 


Por boca de los Concilios y el ministerio de los obispos, 
la Iglesia vela por la autenticidad del «arte divino». «No 
ha sido inventado por los pintores; muy al contrario, es 
una regla confirmada y una tradición de la Iglesia» 1 . El 
Concilio in Trullo o Quinisexio, en 692, formula las reglas 2 y 
de este modo da un criterio seguro para juzgar el valor 
iconográfico de una imagen. El Concilio de los Cien Capí- 
tulos, en 1551, obliga a los obispos a velar «cada uno en su 
diócesis con cuidado y atención infatigables para que los 
iconógrafos se abstengan de fantasías y sigan la tradición... 
A aquel al que Dios ha privado del don, que se le prohíba 
la pintura de los iconos... El icono de Dios no debe ser 
confiado a aquellos que lo desfiguran y lo deshonran» 3 . El 
arte y el talento, aunque son necesarios, no bastan. Se re- 
quería una tercera condición: la santidad de vida, un alma 
de artista purificada por la ascesis y la oración y potencia- 
da por una facultad contemplativa. 


1 Mansi XIII, 252 C. 

2 Los cánones 73, 82, 100. El Concilio prohíbe después de la Encarnación «las 
figuras y las sombras», el Cordero, el Pez, etc., que deben dejar sitio al rostro 
'humano de Cristo. 

3 Capítulo 43. Ver Dua IHSNK, /./ Sloglav , París, 1 920. 


215 



Un icono nunca puede descender por debajo de un 
cierto nivel artístico, es su mínimo instrumental. Lugar 
teológico, es también alabanza, canto, poesía en colores. El 
iconógrafo debe poseer el sentido de los colores, el oído 
para la consonancia musical de las líneas y las formas, una 
maestría perfecta sobre los medios para poder describir el 
cielo. Por encima de este nivel se abre lo ilimitado de la 
visión inspirada. Sin embargo, nunca es el icono lo bello, 
sino la Verdad que desciende a él y se viste con sus for- 
mas. Todo terminado, desde el punto de vista matemático, 
constituye la relación de dos infinitos. Del mismo modo, 
todo icono relaciona dos infinitos: la luz divina y el espíri- 
tu humano. 

El Concilio de los Cien Capítulos 4 eleva el icono de la 
Trinidad de Rublév a la categoría de modelo, de ejemplo a 
seguir por todo icono trinitario; sin embargo no es más 
icono que cualquier otra composición consagrada a la mis- 
ma función de intercesión y de presencia. Por el contrario, 
una penetración contemplativa y expresiva original del 
misterio pertenece por entero al genio personal de un ico- 
nógrafo. En presencia de las obras de Rublév, todos de- 
cían: «Vemos los cielos abiertos y los esplendores de la 
Divinidad». La crónica de la época cuenta que Andrés Ru- 
blév, llamado el «muy semejante», y su compañero y ami- 
go Daniel pasaban sus raros ratos de ocio ante los antiguos 
iconos, «llenos de gozo divino» y perdidos en una contem- 
plación incesante 5 . Tras su muerte, Rublév se aparece a 
Daniel, irradiando todos los colores de sus iconos e invitándolo 
a que lo siguiese con gozo «en la felicidad infinita», esta 
felicidad de la cual la «Trinidad» de Rublév nos propor- 
ciona ya un sabor anticipado. 


* Capítulo 41. 

5 Ver Respuestas del venerable José de Volokolamsk, San Petesburgo, 1 847. 


216 



La Tradición de la Iglesia cultiva el estilo y el gusto con 
un refinamiento infalible. El canon iconográfico precisa los 
grandes principios relativos a 1a forma y al contenido. En- 
contramos así breves observaciones en los podlinniki (tex- 
tos auténticos), manuales que servían de guía a los 
iconógrafos. Algunos eran «ilustrados» y presentaban los 
modelos esquemáticos de las composiciones tradicionales; 
otros, «explicativos», contenían preceptos técnicos. Ense- 
ñaban la preparación de los barnices, la fijación de los 
colores, y sobre todo del oro, la representación de ciertos 
detalles simbólicos, los atributos de los personajes, el or- 
den de las pinturas en una iglesia. 

Los iconos se ejecutan sobre una lámina de madera, a 
menudo de ciprés. Se agujerea una superficie plana, lige- 
ramente hacia atrás; los bordes en relieve forman un cua- 
dro natural. Sobre el fondo, se pone una mano de goma y 
por encima un trozo de tela que se cubre con una capa de 
polvo de alabastro, soporte resistente de la pintura. Sobre 
esta base el artista pintará sirviéndose de colores proce- 
dentes en la medida de lo posible de polvos naturales 
mezclados con yema de huevo. Cuando la pintura está 
terminada, se aplica por encima una capa protectora, com- 
puesta del mejor aceite de lino. A este aceite se suman 
diferentes resinas, como el ámbar amarillo. Este barniz 
empapa los colores y hace una masa homogénea dura y 
resistente. Detiene en su superficie las motas de polvo, lo 
cual le da, con el tiempo, un tono parduzco. Si se le quita, 
los colores aparecen por debajo con su esplendor original. 
Todo lo que proviene de una fabricación industrial está 
considerado como insuficientemente puro para el arte di- 
vino. Así, por ejemplo, el comercio de iconos reproduci- 
dos en serie sobre papel está contra las reglas y fue 
prohibido por el Concilio de 1667 y el patriarca Joaquín. 


217 



Los manuales sólo son una útil documentación; por 
otra parte, no fueron ampliamente difundidos hasta los 
siglos XVI, XVII y XVIII, cuando el conocimiento de la 
tradición comenzaba a debilitarse. Lo esencial se encuen- 
tra en la enseñanza directa y la transmisión oral del maes- 
tro a los discípulos. El conservadurismo pronunciado de 
la tradición se explica por la visión eclesial del mismo tema, 
de ahí la gran estabilidad de las formas, que caracteriza en 
general el dominio de los símbolos. La iconografía no es 
un juego libre de la imaginación, sino la lectura de los 
arquetipos y la contemplación de los prototipos. No obs- 
tante, sería completamente incorrecto tomar las reglas por 
leyes inmutables corriendo el riesgo de fijar el arte. La 
espontaneidad nunca ha sido reprimida ni parada la savia 
creadora. La aparente rigidez es la expresión inevitable- 
mente convencional de lo transcendente; ésta preserva del 
subjetivismo expresionista de los románticos; las obliga- 
ciones del ritmo contribuyen a la claridad de la expresión 
y a su pleno poder; el lirismo del sentimiento, filtrado por 
las progresivas depuraciones, se eleva a un sublime des- 
pojamiento. Si se comparan iconos que tienen la misma 
composición y el mismo tema, llama la atención el hecho 
de que, a pesar de su semejanza, no se encuentra uno que 
copie servilmente a otro. Nunca se han encontrado, en 
épocas de expansión de este arte, dos iconos absolutamen- 
te idénticos. Cada escuela y cada icono llevan su propio 
sello. 

Los maestros seguían la tradición de forma natural, sin 
ni siquiera ser conscientes y sin sentirla nunca como un 
obstáculo para su poder creador. ¿Se puede decir que un 
pintor sea esclavo de su modelo? Ellos trataban muy libre- 
mente todos los tipos iconográficos que habían recibido 
como herencia. Sin dejar nunca los cuadros canónicos, mo- 
dificando el ritmo de la composición, los contornos, las 


218 



líneas largas o cortas, el reparto de los colores, los aspectos 
únicos para cada artista, llegaban sin dificultad a dar un 
aire de novedad a cada una de sus obras. Daban a las 
formas tradicionales un carácter muy personal, y así per- 
manecían fieles al espíritu mismo de la tradición que siem- 
pre es vida floreciente, progresión creadora, visión de lo 
que no se ve dos veces. Basta con comparar la evolución 
del icono de la Trinidad y su terminación por el genio tan 

audaz de Rublev. 


219 



CAPITULO X 


El arte divino 


Todo arte es un sistema de expresión, un lenguaje par- 
ticular cuyos elementos se relacionan con el sentido como 
las palabras de una frase lo hacen con el pensamiento. En 
último término, y éste es el caso del icono, el contenido, el 
mensaje secreto, es expresión del más allá. Su luz ilumina 
el destino del mundo, evoca la unión escatológica de lo 
terrestre y de lo celeste. A través de la imperfección empí- 
rica, el icono sugiere la perfección en filigrana, recuerda al 
hombre que está hecho a imagen de Dios, ángel terrestre y 
ser uraniano en su vocación original. 

La crisis actual del arte sagrado no es estética, sino reli- 
giosa. Si existe aún, en nuestros días, un fundamentalismo 
teológico que hace de la Biblia un Corán y, en el otro 
extremo, un cientifismo exegético que la desmitifica hasta 
el extremo, es una crisis de crecimiento del mundo con- 
temporáneo, y la sensibilidad aún sigue estando en la bús- 
queda de su equilibrio. En los dos casos, el iconoclasmo 
generalizado, el rechazo del icono, proviene de la pérdida 
progresiva del simbolismo litúrgico y del abandono de la 
visión patrística. 

El realismo del ser y de su transfiguración deja sitio a lo 
«bello» estético en donde el mensaje secreto se borra ante 
el elemento puramente narrativo. El arte pierde el lazo 


221 



orgánico entre el contenido y la forma y, como el conoci- 
miento, se separa de la contemplación mística y se hunde 
en la noche de las rupturas. A falta del arte sagrado de 
ayer, ya no hay más que obras de arte de tema religioso. 

El arte profano sigue las leyes ópticas que echan su red 
sobre las cosas, las coordina para constituir una visión ho- 
mogénea de este lado de acá. Sus principios son función 
de un mundo decadente, de su estado de exterioridad, de 
separación, de distancia, de aislamiento. Para expresarse, 
establece la unidad de acción, y por lo tanto la red del 
tiempo; la unidad de la perspectiva, la red del espacio; 
una barrera formada a priori se interpone entre el ojo y las 
cosas. Es un «punto de vista» lleno de ilusión óptica, útil 
para la vida corriente, pero que no es la visión total, la del 
«ojo de la Paloma». La «profundidad» artificial del cuadro 
por el juego óptico de las líneas que convergen alejándose 
constituye la superchería más curiosa. 

Los iconógrafos no ignoran las «técnicas», incluso las 
más modernas, pero nunca hacen de ellas la condición de 
su arte. Este es totalmente insensible a la realidad material 
tal como se presenta a la óptica habitual, impone al espec- 
tador sus propios principios, le enseña la verdadera vi- 
sión. Es toda una ciencia espiritual, una inmensa cultura 
que hace sentir, casi «palpar», la «llama de las cosas». 

Así las relaciones entre las dimensiones reales de los 
seres y las cosas no entran de ninguna manera en un ico- 
no, pues no copia la naturaleza. Hace ver las ciudades a 
vuelo de pájaro, y, en lugar del paisaje, sugiere la presen- 
cia esquemática del cosmos, más a menudo por medio de 
formas geométricas, las gradas superpuestas y escarpadas 
de una roca estirándose hacia lo alto. Un juego surrealista 
pone en tela de juicio la falsa seguridad de las arquitec- 
turas de este mundo; una sabia abstracción libera de la 
pesadez y conduce a una figuración paradójica de lo trans- 


222 



figurado. Estas formas de una arquitectura fantasista o de 
un cosmos esquematizado, plantas y animales estilizados 
según su esencia paradisíaca, no tienen valor en sí mis- 
mas, hacen suyas las actitudes de los personajes, refuerzan 
su significado y muestran la sumisión al espíritu humano 
del plano material interiorizado. La materia está muy vi- 
va, pero está como inmovilizada, recogida, para prestar 
atención a las revelaciones. 

El icono descosifica, desmaterializa, aligera pero no 
desrealiza. El peso y la opacidad de la materia desapare- 
cen, y líneas doradas, finas y apretadas, penetrantes como 
rayos de la energía deificante, espiritualizan los cuerpos. 
El homo terrenus se vuelve homo caelestis, ligero, ágil y ala- 
do. La desnudez se cubre y suprime el culto clásico del 
cuerpo bello. El cuerpo se viste, se esconde, el misterio de 
su transfiguración se adivina a través de los pliegues so- 
brios de los vestidos. La anatomía natural expresamente 
deformada, al igual que la aparente rigidez, no hacen más 
que subrayar el poder interior que los anima. Es el rostro 
el que expresa el espíritu, es el hombre «interior» el que 
aflora y se encuentra representado. Unas desviaciones in- 
tencionadas y admirablemente medidas muestran el desa- 
pego hacia las formas terrestres. Vemos figuras delgadas y 
alargadas de una elegancia y gracia extremas. Los pies son 
demasiado pequeños, las piernas flacas y casi débiles; so- 
bre cuerpos rígidos se levantan cabezas minúsculas y gra- 
ciosas. Los cuerpos, de una esbeltez acentuada, y como 
flotando en el aire o fundidos en el oro etéreo de la luz 
divina, pierden su carácter camal. Es un universo aparte, 
renovado, habitado por las energías divinas y seres con 
rostro de eternidad, mudos por la epéctasis, un universo 
que se dilata sin límites en los espacios celestes del Reino. 

La simetría frecuente designa el centro ideal al cual to- 
do está sometido. Los cuerpos siguen las líneas de las bó- 


223 



vedas del templo y sufren modificaciones sabias, cuando 
hace falta se alargan y se lanzan hacia el punto central. El 
Cristo Pantocrátor y la Virgen del ábside no estropean de 
ninguna manera el conjunto, pues su grandeza está en la 
escala transcendente de Dios. Es la unidad en lo múltiple, 
la catolicidad del Reino que concuerda todo en sinaxis 
litúrgica. 

El icono trata el espacio y el tiempo con una total liber- 
tad, dispone a su gusto todos los elementos de este mundo 
y deja lejos, tras él, todas las audacias de la pintura moder- 
na. Puede invertir la perspectiva y hacer culminar en un 
solo punto todos los tiempos y todos los lugares. Todo se 
despliega fuera del espacio-prisión, la posición de los te- 
mas y su grandeza dependen de su valor y de su significa- 
do propios. Todo objeto se presenta como un sujeto 
conocido en sí mismo. Según la necesidad, los personajes 
del segundo plano pueden ser más grandes que los que 
aparecen en escena. La ejecución plana ofrece la libertad 
de disponer cada parte en función de sí misma salvaguar- 
dando el ritmo propio de la composición. 

La escultura modela en tres dimensiones la desnudez y 
las formas bellas, aunque no traduce tan fácilmente como 
la pintura de dos dimensiones aparentes la otra dimen- 
sión, la de la transcendencia, del misterio y de lo infinito. 

El milagro de la escultura románica y gótica es expresar 
admirablemente lo que no está sometido a las leyes de la 
pesadez, transformar lo táctil en visual, espiritualizar la 
piedra. Pero no se puede negar que la pintura es más apta 
para hacer sentir lo transcendente del espacio celeste. En 
Oriente, la escultura ha sufrido una decadencia rápida y el 
icono ha sustituido a la estatua. En el mosaico, el centelleo 
hace vibrar el todo y se puede sentir el palpitar de la vida 
en una atmósfera que posee la profundidad del cielo, 
cuando el fondo es azul, o resplandeciente como sol, cuan- 


224 



do el fondo es de oro. El mosaico, el fresco, el icono hacen 
aparecer el más allá del espacio penetrado por un misterio 
silencioso, pero lleno de vida y de movimiento. ¿Quién no 
ha sentido una verdadera embriaguez ante las maravillas 
de Rávena? 

Así el iconógrafo trabaja sobre el espacio celeste, sin 
tener en cuenta la tercera dimensión, ni utilizar nunca el 
claroscuro ni la profundidad fáctica, ni el volumen tangi- 
ble de la escultura; el fondo de oro los reemplaza o incluso 
el mismo movimiento de los cuerpos como en la pintura 
egipcia. La muchedumbre está compuesta de cabezas de 
igual tamaño, pero superpuestas, lo cual da una sensación 
suficiente de masa. 

El artista organiza su composición no en profundidad 
sino en altura y subordina el conjunto a la superficie plana 
de la tabla, suprimiendo así el vacío -horror vacui-. Con un 
arte consumado, instala a sus personajes en las dos dimen- 
siones de la lámina. Las figuras se mueven con una facili- 
dad sorprendente y se deslizan, por decirlo así, a lo largo 
de la superficie, en el eje vertical, o por el contrario, gravi- 
tan partiendo de la superficie, parece que la abandonan y 
avanzan hacia el que las contempla. El artista encuentra la 
relación perfecta entre los contornos de los seres y el espa- 
cio libre, sorprendentemente aéreo. Los cuerpos conservan 
su justo y necesario realismo para marcar su punto de 
partida en este mundo y lanzarse enseguida hacia lo alto. 

Sobre una superficie, la yuxtaposición de los colores y 
manchas claras da las distancias; el rojo, por ejemplo, acer- 
ca más que el azul. Del mismo modo, para el tiempo, no 
existe un orden cronológico. La yuxtaposición de las esce- 
nas sigue el orden interior del «tiempo redimido». Los 
episodios se asocian según su sentido y la exigencia espiri- 
tual, lo que hace comprender por qué la composición nun- 
ca está encerrada entre paredes. La acción se desarrolla 


225 



fuera de los límites del lugar y del tiempo, es decir, en 
todas partes y ante cada uno. Si hay que señalar que la 
escena se sitúa en el interior, ésta se evoca esquemática- 
mente en el trasfondo y se representa por una especie de 
toldo suspendido entre las paredes. De esta manera el ico- 
no nunca es una «ventana hacia la naturaleza» ni hacia 
ningún lugar, sino una abertura libre al más allá bañado 
por la luz del Octavo Día. 

Esta manera de representar cada escena bajo una forma 
«abierta» muestra que todo está sometido al todo y que 
todo es inmanente al todo. La plena inteligencia de un 
icono presupone un saber leer el conjunto, pues el icono 
de una fiesta contiene todas las fiestas. La Natividad, por 
ejemplo, habla de todos los acontecimientos de la vida del 
Señor y hay que captar bien su mensaje omnicontinente. 

La perspectiva «académica» es un producto del Renaci- 
miento. El cono óptico entre el objeto y el ojo determina 
un centro de perspectiva donde las líneas se encuentran y 
que se sitúa, para la mirada, en la línea del horizonte. Los 
objetos alejados parecen más pequeños, todo está propor- 
cionado a la distancia y da una sensación de profundidad. 
Ambrosio Lorenzetti, Brunelleschi, Giotto, Duccio, Masac- 
cio, Uccello -el «loco de la perspectiva»-, la trabajan e 
introducen en sus obras. La idea de volumen está presente 
siempre en la manera de tratar las cabezas o los pliegues 
de los ropajes. Es un sistema científico, matemático, para 
representar un objeto en el espacio. Se calcula la distancia 
y la grandeza relativa pero exacta de los objetos. 

En la iconografía la perspectiva a menudo se invierte. 
Las líneas se dirigen al sentido contrario, el punto de pers- 
pectiva no está detrás del cuadro, sino delante. Es el co- 
mentario iconográfico de la metanoia evangélica. Se puede 
captar su efecto, pues pone su punto de partida en el que 
contempla el icono y entonces las líneas se acercan al es- 


226 



pectador y dan la impresión de que los personajes van a 
su encuentro. El mundo del icono se vuelve hacia el hombre. 
En lugar de la visión dual de los ojos camales, según el 
«centro de perspectiva» del espacio caído en donde todo 
se pierde en la lejanía, es la visión, con el ojo del corazón, 
del espacio redimido la que se dilata en el infinito y en 
donde todo se reencuentra. El centro de perspectiva encie- 
rra el punto que acerca, dilata y abre. Los personajes se 
desplazan de iquierda a derecha, hacia Oriente, dirección 
natural, como hace la mano que escribe. 

Las formas hábilmente hechas inhabituales evocan una 
transfiguración en acto, el mundo en vía de convertirse en 
«cosmos», belleza gozosa de la «nueva criatura». Las for- 
mas hacen sorprendentemente cercanas la dimensión espi- 
ritual y la profundidad del espíritu. De «prisión para el 
alma», el cuerpo se vuelve templo. Está ligeramente traza- 
do, se le adivina más bien por los vestidos, que forman 
pliegues sobrios; su casi-sequedad de línea no dirige la 
atención sobre la anatomía, sino que hace sentir el cuerpo 
deificado, celeste. Incluso la desnudez sobre los iconos se 
muestra como un vestido de gloria, sin desvelar la carne, 
sino revelando la corporeidad espiritual. Un santo se viste 
de espacio luminoso y de una desnudez anterior a la caí- 
da. 

Desde la Encamación del Verbo, todo está dominado 
por el rostro, el rostro humano de Dios. El iconógrafo co- 
mienza siempre por la cabeza, y ésta es la que da la di- 
mensión y posición del cuerpo y regula el resto de la 
composición. Incluso los elementos cósmicos a menudo 
toman la figura humana, siendo el hombre el verbo del 
mundo. Los ojos agrandados, de mirada fija, ven el más 
allá. El rostro se centra en la mirada, el fuego celeste lo 
ilumina desde el interior y el espíritu es el que nos mira. 
Los finos labios están privados de toda sensualidad (pa- 


227 



siones y gula), están hechos para cantar la alabanza, con- 
sumir la eucaristía y dar el beso de la paz. Las orejas alar- 
gadas escuchan el silencio. La nariz sólo es una curva muy 
fina; la frente es larga y alta, su ligera deformación acentúa 
el predominio de un pensamiento contemplativo. El tono 
oscuro de los rostros suprime cualquier nota camal y na- 
turalista. 

La posición frontal no distrae la vista por el dramatis- 
mo psíquico de la postura y del gesto. El perfil interrumpi- 
ría la comunión, iniciaría la huida, pronto se volvería 
ausencia; el cara a cara sumerge la mirada en la del espec- 
tador, la acoge y establece inmediatamente un lazo de co- 
munión. «Que toda carne se calle», la inmovilidad de los 
cuerpos, sin ser nunca estática, concentra todo el dinamis- 
mo en el rostro revelando el espíritu. Esta inmovilidad 
exterior es muy particular, pues es ella la que crea la fuerte 
impresión de que todo se concentra y vive en el interior: 
«Uno se eleva por el simple hecho de haber llegado»; «el 
pozo de agua viva», «el movimiento inmóvil» -el icono 
ilustra admirablemente estas paradojas del lenguaje místi- 
co allí donde toda palabra, toda descripción, se detienen, 
impotentes-. El plano material parece recogido a la espera 
del mensaje; sólo la mirada traduce toda la tensión espiri- 
tual y la resuelve en transparencia. Toda inquietud, toda 
preocupación, toda fiebre de gesticulación se desvanecen 
ante la paz interior. El icono hace ver al homo coráis abscon- 
ditus, «al hombre escondido en el fondo del corazón» del 
que habla san Pedro (1 Pe. 3, 4). Por el contrario, los demo- 
nios y los pecadores presentan el perfil típico de la huida, 
y manifiestan la mayor agitación e incapacidad para con- 
templar. Del mismo modo, el lado anecdótico, narrativo, 
se reduce simplemente a una llamada. Los mártires no 
llevan los instrumentos de su suplicio, pues están por en- 
cima de la historia terrestre; están presentes, pero de otra 


228 



manera. Todo el realismo de la historia está salvaguarda- 
do cuando ésta se hace símbolo de su propia profundidad 
noumenal. Un santo está ya en el más allá, pero toda su 
vida terrestre palpita en él con un dinamismo despojado 
de lo inútil y centrado sobre lo único necesario. 

Los iconógrafos son los grandes maestros del dibujo. El 
solo sentido místico no reemplaza de ninguna manera la 
ciencia consumada de los colores y las formas. Los contor- 
nos son claros y puros y de una nitidez extrema. Varían la 
línea hasta el infinito, pero ésta sigue siendo siempre má- 
ximamente precisa; el trazado «continuo» se asocia al rit- 
mo. Un contorno negro bien acentuado destaca del 
contexto y subraya el valor propio de la figura. Maestros 
de la composición, estos artistas son poetas y cantores del 
colorido. Los colores radiantes y exultantes no son nunca 
ni apagados ni sombríos. Todo color es llevado a su extre- 
ma saturación y ofrece una plena gama cromática. Salvo 
algunos (el oro, el púrpura, el azul celeste), pueden cam- 
biar según el tema, la escuela y el sentido de la composi- 
ción. Sorprenden, se hacen sonoros y conmueven por su 
alegre densidad. Parecen resonar como vasos de cristal 
con el choque ligero de un dedo invisible. La materia colo- 
reada con azules profundos y rojos ardientes -los de una 
llama en plena combustión- se mezcla con una radiación 
que nos abre a lo invisible. Todos los colores del arco iris 
culminan en el oro puro del Mediodía resplandeciente y 
en la blancura cegadora del Tabor 1 y constituyen una ver- 
dadera mística solar. El cielo físico traduce el cielo trans- 
cendente de las energías divinas. Los tonos azul pálido, 
rojo bermejo, verde claro, pistacho, azul de ultramar, púr- 


1 Los iconos, en A, Rublcv sobre todo, consiguen perfectamente el más difícil 
color blanco. Destacableya en los frescos de Pompcy a, no es muy accesible para 
la pintura moderna. Renoir decía que su ideal sería poder pintar una toalla 
blanca. 


229 



pura o escarlata forman múltiples matices que se corres- 
ponden y, en su tornasol infinito, reflejan la luz divina. La 
Transfiguración, la Resurrección, la Ascensión relucen por 
el oro, color del Cristo glorificado, rayos tenues que tejen 
una transparencia; pero allí donde la humanidad de Cristo 
se sitúa en primer plano, la kenosis, que oculta la divini- 
dad bajo el aspecto de servidor, está representada con 
otros colores. Cada uno esconde un sentido preciso que, 
aunque no sea inmediatamente evidente para todos, se 
deja descubrir. 

El icono de la Sabiduría divina, como el sol de la maña- 
na, lo ilumina todo con un color púrpura resplandeciente. 
El rostro y las alas de san Juan Bautista de Novgorod refle- 
jan este color de fuego, simbolizando en el Precursor el 
alba que anuncia el Día del Señor. Todo lo que representa 
el Reino y la Gloria está cubierto con rasgos finos y ligeros 
y una lluvia de oro, oro vivo, cálido, pneumatizado y casi 
móvil. Los ángeles que deslumbran con su blancura -«se- 
gundas luces»- refractan la luz tabórica. El sol del cénit lo 
inunda y penetra todo con sus flechas fulgurantes; el res- 
plandor del más alia se posa sobre todo y le da un sentido 

eterno por la refracción multicolor y el brillo dorado de su 
luz. 

Por medio de todos estos colores, la maternidad cósmi- 
ca, como puro receptáculo, recibe las llamas del Paráclito. 
La luz del primer día se resuelve en la armonía final de la 
Ciudad luminosa del último día. De las cumbres de la 
cultura humana, de todos sus iconos, el Espíritu Santo, 
Iconógrafo y Espíritu de Belleza, está ya haciendo el Icono 
del Reino. «A aquellos que conocen y reciben las visiones 
en las formas y las figuras que el mismo Dios ha dado y 
que los profetas han visto, a aquellos que salvaguardan la 
tradición, escrita u oral, llegada desde los Apóstoles hasta 


230 



los Padres y que, por esta razón, representan en imágenes 
las cosas santas y las veneran, memoria eterna » 2 


} Synodikon griego, ofido del primer domingo de Cuaresma. 


231 



CAPITULO XI 


La apófasis 1 o la vía ascendente 

del icono 


San Gregorio de Nisa 2 habla del «movimiento innato 
del alma que la lleva hacia las cumbres de la belleza espiri- 
tual», y san Basilio 3 del «deseo ardiente e innato de lo 
bello». Esta concepción de la belleza explica la cultura tan 
refinada del icono. Pero he aquí que el aspecto ascético de 
la espiritualidad ortodoxa parece que viene a contradecir 
esta cultura y a ponerla en tela de juicio. 

Efectivamente, la Ortodoxia, místicamente sobria y des- 
pojada hasta el extremo, es la más refractaria a toda imagi- 
nación, a toda representación visual o auditiva, a toda 


1 Apófasis (teología apofática): vía negativa, ascendente, de la contemplación teo- 
lógica. Trasciende toda imagen y todo concepto hacia la plenitud inobjetivablc 
e incognoscible de la Trinidad. Caláfasis (teología catafática): vía positiva, de- 
scendente, del pensamiento teológico. Formula las manifestaciones, las «sali- 
das» de Dios en sus Nombres y sus «energías». Energía designa el acto por el 
cual Dios se manifiesta y su presencia entera en esta manifestación energética , 
nunca esencial, permaneciendo la esencia radicalmente transcendente. La teolo- 
gía ortodoxa, sin separar nada en la absoluta simplicidad divina, distingue en 
Dios: las tres Hipóstasis, la naturaleza o esencia y las energías. De acuerdo con 
dos formas diferentes de existencia, Dios está enteramente presente en su esen- 
cia, y también enteramente presente en sus energías. 

7 P.C. 44, 161 C 

3 PC. 31, 909 BC. 


233 



«ilusión» que pueda revelar la tentación de circunscribir la 
divinidad a figuras y formas. La búsqueda ascética de la 
«pasión impasible» depura la vía mística y rechaza sin 
piedad toda fantasía , aparición, fenómeno visual o sensi- 
tivo. Incluso el éxtasis «es propio, no de los perfectos, sino 
de los novicios», afirma san Simeón 4 . «La fama miraculorurn 
es propia, no de lo espiritual, sino de lo psíquico», precisa 
Juan de Licópolis 5 . «Si veis a un joven novicio subir al 
cielo por su propia voluntad, cogedle por el pie y retened- 
lo en la tierra, porque eso no le sirve para nada» 6 . «No te 
esfuerces en discernir durante la oración una imagen o 
figura», aconseja san Nilo el Sinaíta 7 , y así resume la ense- 
ñanza clásica de la ascesis oriental. Ahora bien, la Ortodo- 
xia esja que ha creado el culto al icono, se ha rodeado de 
imágenes y de símbolos y ha construido de una manera 
rica y compleja el aspecto visible de la Iglesia. Ahí está la 
verdadera cuestión. El hesicasmo palamita responde a 
ello, tanto más cuanto que constituye el corazón mismo de 
la Ortodoxia y acentúa el carácter antinómico inherente al 
pensamiento oriental. Es posible que el desconocimiento 
del icono en Occidente venga precisamente del desconoci- 
miento del palamismo 8 . 

Poderosa cultura del espíritu, «imagen conductora», el 
icono se emparenta con la experiencia de los grandes espi- 

4 P.G. 143,401 B. 

5 Or ien ¡alia Chris liana, 120, 1939, p. 35. 

4 Vitae Patrum X, 10,111. 

7 P.G. 79, 1.193. 

8 Doctrina de san Gregorio Palamas que sintetizó en el siglo XIV la teología 


234 



rituales, «teodidactas», «enseñados por Dios» 9 . En su cum- 
bre, esta experiencia transciende hacia lo indescriptible y 
lo indecible y postula una radical metamorfosis del ser 
humano, su deificación. San Gregorio Palamas lo dice 
cuando se refiere a los testigos de 1a Transfiguración: «la 
luz no ha comenzado ni ha llegado a su fin; permaneció 
incircunscrita e imperceptible a los sentidos, aunque fuese 
contemplada por los ojos de los apóstoles... Por una trans- 
formación de sus sentidos, los discípulos del Señor pasaron 
de la carne al Espíritu » 10 . La luz tabórica no es sólo el objeto 
de la visión, es también su condición: «Aquel que partici- 
pa en la energía divina... se vuelve él mismo, de alguna 
manera, luz; está unido a la luz, y con la luz ve lo que 
permanece oculto a quienes no tienen esta gracia; así so- 
brepasa los sentidos corporales y todo lo que puede ser 
conocido [por la inteligencia]» 11 ... Se trata de la transmuta- 
ción del hombre en luz 12 , y de la visión por el ojo divino a 
la cual el hombre entero está adherido, cuando Dios se 
mira en nosotros. Contrario a toda mística de desencama- 
ción, el palamismo subraya que el hombre entero, vivo e 
indivisible, el espíritu y el cuerpo espiritualizado, es el que 
participa de las cosas divinas. Sin embargo, la experiencia 
sigue siendo inexpresable: «las realidades del siglo futuro 
no tienen apelación propia ni directa. Sólo se puede tener, 
en lo que se refiere a ellas, un cierto conocimiento simple. 


9 Se piensa que los primeros iconos de santos representaban a los estilitas, el 
pueblo llevaba estas imágenes para tener ante los ojos un recuerdo constante de 
la exigencia evangélica. 

10 P.G. 151, 433 B. 

11 San Gregorio Palamas, Homilía sobre la Presentación de la Santa Virgen en el 
Templo , citado por el monje Basilio, Sem. Kond. Vil, p. 138. 

12 San Gregorio Palamas, Hom. 53;San Máximo el Confesor P.G. 91, 1.125. 


235 



por encima de toda palabra, de todo elemento, de toda 
imagen, color, figura o nombre compuesto cualquiera» 13 . 

Como participante de la naturaleza de Dios (2 P 1 , 4), el 
hombre participa de su carácter inconcebible. La inaccesi- 
bilidad divina no solamente designa la debilidad natural 
inherente al estado de criatura, sino también la insondable 
profundidad de lo Transcendente. Dios está vivo y es li- 
bre, y por eso es esencialmente misterioso por naturaleza. 
Los que contemplan la luz divina ven a Dios como Miste- 
rio. El palamismo sintetiza toda la teología mística ortodo- 
xa en la distinción entre la esencia divina, incognoscible y 
radicalmente transcendente, y la energía inmanente por la 
cual Dios se hace realmente participable. El santo percibe 
la existencia de Dios sin conocer no obstante su esencia. 
Iconográficamente, las energías pueden ser comprendidas 
como el último icono de la esencia divina inaccesible. Es la 
luz visible de lo absolutamente invisible. La contempla- 
ción se proyecta en la visión por encima de toda forma 
sensible; no es la ausencia de la forma , sino el paso a lo que 
podríamos llamar en la terminología de Dionisio el Areo- 
pagita un Hipericono. Su luz sobrepasa los sentidos y la 
inteligencia; inmaterial e increada, entrevista en el Monte 
Tabor, será «el misterio del Octavo Día». Por alusiones, 
pues toda palabra aquí es impotente, san Simeón el Nuevo 
Teólogo sugiere más explicaciones: «Cuando llegamos a la 
perfección. Dios viene bajo una derla imagen , pero una imagen 
de Dios: pues Dios casi nunca aparece en una figura o un 
vestigio cualesquiera, sino que se hace ver en su simplici- 
dad, formada por la luz sin forma, incomprensible, inefa- 
ble. Yo no puedo decir nada más. Sin embargo. Él se hace 
ver claramente. Es perfectamente reconocible. Él habla y 
oye de una manera que no se puede explicar... ¿Qué po- 


13 San Isaac fj. Sirio, / iom. 1 1 . 


236 



dría yo decir de lo que es indecible? Lo que ni el ojo ha 
visto, lo que ni el oído ha escuchado, ni ha comprendido el 
corazón del hombre, ¿cómo podría expresarse con pala- 
bras? Aunque hayamos adquirido y recibido todo esto en 
el interior de nosotros mismos, por un don de Dios, no 
podemos de ninguna manera medirlo con la inteligencia, 
ni expresarlo con palabras» 54 . Es entrar en el «lugar de un 
conocimiento sin imágenes ni cosas», dice san Máximo, 
donde «la inteligencia se hace inmaterial» 15 . 

Hay que comprender que la teología apofática, contra- 
riamente al agnosticismo, constituye un modo particular 
de «conocimiento por el desconocimiento». Es la tiniebla 
divina concebida como una experiencia positiva de Dios 
en cuanto Existente. Metanoih radical, inversión del intelec- 
to, ésta no limita nada, pues sobrepasa todo límite hacia el 
pleroma de la unión mística. Su contemplación se sitúa, 
así, más allá del discurso; la suspensión de toda actividad 
cognoscitiva catafática culmina en la hesichía, el recogi- 
miento silencioso donde «la paz sobrepasa toda paz». 

Justamente el icono «santifica los ojos de los que ven y 
eleva la inteligencia a la teognosia » 16 mística. Por encima 
del discurso, se sitúa la iluminación divino-modo, lo invisi- 
ble, lo inaudible, lo indecible. La contemplación, en su tér- 
mino, es de tipo unitivo, inefable y transdiscursivo, es 
«generadora de unidad» 17 . La iconosofía lo ilustra admira- 
blemente. El icono es una representación simbólico-hipos- 
tática que invita a transcender el símbolo, a comulgar en la 
hipóstasis, para participar de lo indescriptible. Es una vía 
por la cual hay que pasar para sobrepasarla. No se trata de 


14 Homilía XC. 

15 P.G. 90, 1 .004 C. 

16 Synodikon del Domingo de la Ortodoxia. 

17 DIONISIO, De los nombres divinos, 701 B. 


237 



suprimirla, sino de descubrir su dimensión transcendente. 
Encuentra la Hipóstasis e introduce en la experiencia de la 
Presencia despojada de formas empíricas. 

La vía negativa pura es una intelección de todo lo que 
es diferente de Dios; no es suficiente, pues Dios está por 
encima también de toda negación, incognoscible por natu- 
raleza, misterioso en su esencia. Por eso su presencia «ge- 
neradora de unidad» no se expresa ni en términos 
positivos ni en términos negativos, simplemente está más 
allá. «Formado por la luz sin formas... Dios viene bajo una 
cierta imagen, no obstante, bajo una imagen de Dios... Se 
hace ver en su simplicidad». 

Por lo tanto el icono no conduce hacia la ausencia pura 
y simple de la imagen, sino por encima y más allá de la 
imagen, hacia el Hipericono indescriptible, y éste es su as- 
pecto apofático, la apofasia iconográfica. El icono es la últi- 
ma flecha del éros humano enviada al corazón del 
Misterio: «El que contempla la luz divina, contempla el 
misterio en Dios», dice san Gregorio Palamas. Una vez 
franqueado este umbral, la «Belleza hipostasiada», el Mis- 
tagogo divino, el Espíritu Santo, es quien contempla con y 
en nosotros la luz de Dios. La palabra humana aquí ya 
sólo puede hablar por el silencio. Para contemplar la «luz 
sin crepúsculo», es necesario que el crepúsculo desaparez- 
ca. A la flecha icónica, el Éros divino responde por su pro- 
ximidad ardiente, pero indecible. El Tabor resplandece, 
pero el silencio es el que lo descubre. 

La catáfasis sola encierra una posible sarcolatría. La 
apófasis sola haría del icono algo mudo y vacío. Pero la 
teología apofática no es un simple no, su negación suprime 
los «ídolos», pero posee su propio sí, aunque transcenden- 
te e informulable, desbordando absolutamente toda afir- 
mación positiva. A su luz, el icono aparece como la última 
aclaración sobre el secreto de Dios. Cuando se dice «Padre 


238 



Nuestro que estás en el cielo» la liturgia invoca a Aquel que 
está por encima del délo, Dios epouránion. Del mismo modo 
el icono introduce en lo que está por encima del icono. 

El mundo, seccionado de su raíz celeste e icónica, es 
inexistente. Solamente la nada no es icono de nada, vacui- 
dad metafísica absoluta. En cambio, toda la existencia visi- 
ble es una «imagen hecha por la mano de Dios» y cuenta 
sus mirabilia. Así como la psicología es inexistente sin el 
alma y plantea la evidencia de ésta; así como toda liturgia, 
toda epíclesis, ya es la respuesta de Dios y la manifesta- 
ción de su Presencia, el icono es la evidencia resplande- 
ciente del Reino. 

La luz tabórica erige el icono en argumento iconográfico de la 
existencia de Dios. En el aire enrarecido de las cumbres, el 
argumento es más que válido, irresistible, pero solamente 
para los que responden a la exhortación del Evangelio: «El 
que tenga oídos que oiga...» 

Desde el círculo del silencio, por encima del abismo 
que rodea al Padre, una voz dice: Yo soy el que soy. Yo. 
Este nombre esconde más de lo que revela, su gracia es la 
de ser el icono en donde Dios está presente: «Tú que eres 
inaccesible e indeciblemente cercano...» 

El mundo es dudoso, pues es relativo; Dios es absoluta- 
mente cierto, pues es absoluto. Ser relativo es existir en 
relación con lo que no lo es. Unicamente en esta relación 
iconográfica con lo Absoluto es donde el mundo encuen- 
tra su propia realidad: ser icono, similitud y semejanza. El 
hombre nunca podría inventar a Dios, pues no se puede ir 
hasta Dios sino partiendo de Dios. Si el hombre piensa en 
Dios, es porque ya se encuentra en el interior del pensa- 
miento divino, es porque ya Dios se piensa en él. El hom- 
bre nunca podría inventar el icono. Si el hombre aspira a 
la Belleza, es porque ya está bañado por su luz, porque en 
su misma esencia es sed de la Belleza y su imagen. 


239 



En el umbral de su existencia el hombre se ha unido a 
la efigie divina. La imagen busca su Original divino, aspi- 
ra a su Arquetipo, orienta al hombre, rompe su soledad: 
«Allí donde el hombre está solo, yo estoy con él» 18 . El con- 
tenido del pensamiento sobre Dios, su Nombre escrito, el 
icono, no son un contenido solamente pensado o hecho 
imagen, sino un encuentro, presencia inmediata, genera- 
dora de unidad. Si el hombre aún no puede decir nada 
sobre Dios, al menos puede decir Dios, Tú, Padre... 

La evidencia o la certeza, en el sentido del Memorial de 
Pascal, viene de la revelación. Para cualquier espíritu aten- 
to, la presencia de Dios precede a toda cuestión y por esto 
mismo la suprime. Por eso el Evangelio no deja de decir: 
«El que tenga oídos que oiga», lo que supone también 
seguramente: «El que tenga ojos que vea». La evidencia es 
la luz cegadora proveniente de Aquel que está allí: ésta es 
la evidencia del icono. No sólo refleja; Palabra dibujada, 
también la pronuncia, evoca e invoca y se ofrece como 
lugar a donde la Belleza divina desciende y desde donde 
viene a nuestro encuentro. 

«En tus santos iconos, contemplamos los tabernáculos 
celestes y exultamos de gozo sagrado». Gozo, pues la Bi- 
blia se abre con las palabras: «Que se haga la luz», y nos 
dice: «Que el Espíritu Santo descienda», y se cierra con la 
visión de la ciudad celeste, y nos dice: «Que se haga la 
Belleza». El corazón humano se alegra, pues la Belleza 
-que es «gracia sobre gracia»- transciende la justicia del 
Juez hacia la Belleza misericordiosa del divino Filántropo. 
El icono de la Déesis -Bodas místicas del Cordero-, como 
un tríptico fulgurante, abre sus puertas a la Casa del Padre 


18 Agraphon, palabra del Señor conservada por la Iradidón. 


240 



y a su Banquete de Gozo, Gozo de Belleza y de Verdad 
eternas. 


* 


241 



Cuarta Parte 


Una teología de la visión 



CAPITULO PRIMERO 


El icono de la Santa Trinidad 

de Andrés Rublév 


Entre el ser y la nada no hay más principio de exist- 
encia que el principio trinitario. Es el fundamento inque- 
brantable que une lo personal y lo comunitario y da un 
sentido último a todo. Cuando el pensamiento humano 
recibe la Revelación, se crucifica para renacer en la luz 
trisolar de la verdad absoluta. La imagen de Dios uno y 
trino a la vez se erige en única norma de toda existencia. 
Por eso la cristiandad ha sido requerida para reproducir 
en su vida la realidad divina: «El hombre ha recibido la 
orden de hacerse dios por la gracia», dice san Basilio, y, 
según san Gregorio de Nisa, el cristianismo es una «imita- 
ción de la naturaleza divina». La Iglesia absoluta de las 
Tres Personas divinas se establece como imagen conducto- 
ra de la Iglesia terrestre de los hombres, comunidad del 
amor mutuo, unidad en lo múltiple, unidad de todas las 
personas humanas en una sola naturaleza recapitulada en 
Cristo. 

El dogma enuncia: Tres Personas ( Hyfjostases ) y una so- 
la naturaleza o esencia ( ousia ). Tres Personas consustancia- 
les representan la unidad absoluta y la diversidad 
absoluta. Están unidas no para confundirse, sino para con- 


245 



tenerse mutuamente. Cada Persona es una forma única de 
contener la esencia idéntica, de recibirla de las Otras, de 
darla a las Otras, y así de presentar a las Otras. 

«Un solo Dios porque hay un solo Padre», según este 
axioma patrístico; en un eterno movimiento de amor, el 
Padre- Fuente presenta las personas del Hijo y del Espíritu 
y les da lo que El es. «La mónada, dice san Gregorio Na- 
cianceno, se pone en movimiento en virtud de su riqueza; 
la diada ha sido superada... y la tríada se hace estable en 
su propia plenitud», idénticamente mónada y tríada. Dios 
se encuentra más allá del número, la Tríada divina no es 
«cuantitativa». Las relaciones de origen son también rela- 
ciones de diversidad que esconden y designan a la vez el 
misterio indecible de las Personas. 

Uno es soledad, dos es el número que separa, tres es el 
número que traspasa la separación; lo uno y lo múltiple se 
encuentran reunidos y circunscritos en la Trinidad: es el 
orden inefable dentro de la Divinidad en donde las Perso- 
nas están cada una en las otras. «En tres soles contenidos 
el uno en el otro, hay una sola luz por compenetración 
íntima». El Espíritu Santo, dice san Gregorio Palamas, es 
«el gozo eterno del Padre y del Hijo en el que (los Tres) 
íntimamente se complacen». San Gregorio Nacianceno de- 
sea estar «allí donde está la Trinidad y el destello conjunto 
de su esplendor... Trinidad, cuyas sombras, incluso confu- 
sas, me llenan de emoción...» 

San Sergio de Radonega (1313-1392) no ha dejado nin- 
gún tratado teológico, pero su vida entera estuvo consa- 
grada a la Santa Trinidad. Objeto de su contemplación 
incesante, este misterio divino derrama en él y hace de él 
esa paz encamada con que resplandecía visiblemente ante 
todos. Dedicó su iglesia a la Trinidad y se esforzó en re- 
producir una unidad a su imagen en su entorno inmediato 
y hasta en la vida política de su tiempo. Se podría decir 


246 



que reunió a toda la Rusia de su época alrededor de su 
iglesia, alrededor del Nombre de Dios, para que los hom- 
bres «por la contemplación de la Santa Trinidad venzan el 
odio desgarrador del mundo». En la memoria del pueblo 
ruso permanece como el protector celeste, el consolador y 
la expresión misma del misterio trinitario, de su Luz y de 
su Unidad. 

Diecisiete años después de su muerte, su discípulo san 
Nicono encargó al célebre iconógrafo Andrés Rublév que 
pintara el icono de la Santa Trinidad en memoria de san 
Sergio. También hizo decorar el iconostasio de la abadía 
de la Santa Trinidad por Rublév y su fiel compañero Da- 
niel. Los días de fiesta, cuando Andrés y Daniel no traba- 
jaban, «se sentaban ante los venerables y divinos iconos; y 
mirándolos sin distracción... elevaban constantemente su 
espíritu y su pensamiento a la luz inmaterial y divina...». 
Esta es la luz que Andrés Rublév supo transmitir en su 
icono, hecho célebre. Recrea el ritmo mismo de la vida 
trinitaria, su diversidad única y el movimiento de amor 
que identifica las Personas sin confundirlas. Parece que 
Rublév respira el aire de la eternidad, que vive en los «es- 
pacios del corazón» divino y se erige así en sorprendente 
poeta del Amor... Es todo el mensaje de san Sergio; en 
color y en luz, es la oración viva la que aparece ante noso- 
tros. Se remonta a la oración sacerdotal de Cristo que hace 
revolotear invisiblemente a los Tres Angeles del icono: 
«para que todos sean uno... para que el amor con el que 
me has amado esté en ellos, y yo mismo esté en ellos...» 

Interpretación del icono de Rublév 

En 1515, la catedral de la Asunción de Moscú se acaba- 
ba de decorar con espléndidos iconos hechos por los 
alumnos del gran maestro Rublév. Cuando el metropolita, 
los obispos y los fieles entraron, todos exclamaron unáni- 


247 



inemente: «En verdad los cielos se abren y se muestran los 
esplendores de Dios». Se comprende bien este sentimiento 
ante el icono de los iconos, el icono de la Santa Trinidad, 
hecho en 1425 por el monje Andrés Rublév. Unos ciento 
cincuenta años después, el Concilio de los Cien Capítulos 
lo erige como modelo de la iconografía y de todas las 
representaciones de la Trinidad. 

En 1904, la comisión de restauración quita los adomos 
metálicos, y, tras un trabajo de separación de las capas 
posteriores, el icono se presenta con tal esplendor que los 
miembros de la comisión literalmente se conmueven. Po- 
demos decir con certeza que no existe en ninguna parte 
nada parecido, en cuanto al poder de síntesis teológica, a 
la riqueza del simbolismo y a la belleza artística. 

Se pueden distinguir tres planos superpuestos. En pri- 
mer lugar, la reminiscencia del relato bíblico de la visita 
de los tres peregrinos a Abraham ( Gen 18, 1-15). El comen- 
tario litúrgico lo descifra: «Bienaventurado Abraham, tú 
los has visto, has recibido la divinidad una y trina». Y la 
supresión de las figuras de Abraham y Sara invita a pene- 
trar más profundamente y a pasar al segundo plano, el de 
la «economía divina». Los tres peregrinos celestes forman 
«el Consejo eterno», y el paisaje cambia de significado: la 
tienda de Abraham se convierte en el palacio-templo; la 
encina de Mambré, en el árbol de la vida; el cosmos, en 
una copa esquemática de la naturaleza, signo ligero de su 
presencia. El ternero ofrecido como alimento hace sitio a la 
copa eucarística. 

Los tres ángeles, ligeros y esbeltos, nos muestran cuer- 
pos muy alargados (catorce veces la cabeza en vez de sie- 
te, que es la dimensión normal). Las alas de los ángeles, así 
como la manera esquemática de tratar el paisaje, dan la 
impresión inmediata de lo inmaterial, la ausencia de gra- 
vedad. La perspectiva invertida elimina la distancia, la 


248 



¡profundidad donde todo desaparece en la lejanía, y, me- 
! diante el efecto contrario, acerca las figuras, muestra que 
¡Dios está ahí, y que está en todas partes. La alegre ligereza 
¡del conjunto, secreto del genio de Rublev, constituye una 
visión alada. 

Las tres personas están conversando -y el tema podría 
ser el texto de Juan: «Dios ha amado al mundo de tal 
manera que le ha dado a su Hijo único»-. Ahora bien, la 
Palabra de Dios siempre es acto: toma la figura sacrificial 
de la copa. 

El tercer plano intra-divino sólo está sugerido, es trans- 
cendente e inaccesible. Sin embargo, está presente, en tan- 
to que la economía de la salvación fluye de la vida interior 
de Dios. 

Dios es amor en sí en su esencia trinitaria, y su amor 
hacia el mundo sólo es el reflejo de su amor trinitario. El 
don de sí, que nunca es una falta, sino la expresión de la 
superabundancia del amor, está representado por la copa; 
los ángeles están agrupados alrededor del alimento divi- 
no. Ahora bien, los últimos trabajos han descubierto el 
contenido de la copa. La capa de pintura posterior que 
representaba un racimo, escondía el dibujo inicial: el Cor- 
dero -que une esta Comida celeste a la palabra del Apoca- 
lipsis- ha sido inmolado antes de la fundación del mundo. 
El amor, el sacrificio, la inmolación, preceden al acto de la 
creación del mundo, están en su origen. 

Los tres ángeles están en reposo, que es la paz suprema 
del ser en sí; pero este reposo es «embriagador» -es un 
auténtico éxtasis, «la salida en sí misma»-. Y ya toda la 
paradoja está en este éxtasis-íntasis que permanece en su 
propia profundidad. San Gregorio de Nisa releva este mis- 
terio: «Es la mayor paradoja que la estabilidad y el movi- 
miento estén en el mismo elemento». 


249 



El movimiento parte del pie izquierdo del ángel de la 
derecha, continúa en la inclinación de su cabeza, pasa al 
ángel de en medio, arrastra irresistiblemente el cosmos: la 
roca, el árbol, y se resuelve en la posición vertical del án- 
gel de la izquierda, donde entra en reposo, como en un 
receptáculo. Junto a este movimiento circular cuya termi- 
nación regula el resto como la eternidad regula el tiempo, 
la vertical del templo y de los cetros designan las líneas de 
fuerza verticales, la aspiración de lo terrestre hacia lo ce- 
leste donde el impulso encuentra su término. 

Esta visión de Dios irradia de la verdad transcendente 
del dogma. De la concepción de los ángeles de Rublev se 
desprende la unidad y la igualdad -se podría confundir 
un ángel con otro-; la diferencia viene de la actitud perso- 
nal de cada uno hacia los otros, y, sin embargo, no hay ni 
repetición ni confusión. El oro rutilante sobre los iconos 
designa siempre la divinidad, su superabundancia; las 
alas de los ángeles lo envuelven, lo cubren todo con su 
amplitud, y los contornos interiores de las alas, de un azul 
suave, ponen de relieve la unidad y el carácter celeste de 
la naturaleza única. Un solo Dios y tres Personas perfecta- 
mente iguales es lo que expresan los cetros idénticos, sím- 
bolos del poder real de que está dotado cada ángel. 

La igualdad perfecta de los ángeles está tan fuertemen- 
te expresada que no existe regla alguna para definir la 
Persona divina representada en la figura de cada ángel. El 
ángel de la derecha no plantea ningún problema, es el 
Espíritu Santo. La divergencia de opiniones concierne al 
ángel que está en el centro, si es el Padre o el Hijo, lo cual 
determina inmediatamente la identidad del ángel de la 
izquierda. 

Encontramos no obstante un testimonio importante en 
san Esteban de Perm, contemporáneo mayor de Rublev y 
amigo de san Sergio. En su misión entre los zirianos -in- 


250 



mensa región que se extiende hasta los Urales, llamada «la 
gran Permia»-, Esteban trae un icono de la Trinidad con la 
misma composición que el de Rublév. Alrededor de cada 
ángel se lee una inscripción en lengua ziriana: «el ángel de 
la izquierda lleva el nombre de Py, que significa al Hijo; el 
ángel de la derecha, Puiltos, el Espíritu Santo, y el ángel 
del centro. Ai', el Padre». 

En nuestro comentario seguimos esta tradición. En un 
excelente estudio sobre el arte de Rublév, Madame N. De- 
mine (Moscú, 1963, en ruso) anota: «Esteban de Perm, por 
necesidades de su misión, se esforzó en dar el significado 
del icono con la mayor claridad. La disposición de los 
ángeles en su icono es idéntica a la del icono de Rublév y 
con toda probabilidad su significado es igualmente idénti- 
co» (p. 52). 

Cada Persona tiene su signo indicado por los cetros, 
que orientan la mirada hacia estos emblemas. Detrás del 
Padre se encuentra el árbol de la vida, fuente; según san 
Isaac «el árbol de la vida es el amor trinitario del que 
Adán ha caído». El cetro de Cristo señala la casa, iglesia, 
cuerpo de Cristo. El Espíritu se destaca en el trasfondo de 
las «rocas escalinadas»: la montaña, la cámara alta, el Ta- 
bor, la elevación, el éxtasis, el aliento de los espacios y de 
las cumbres proféticas. 

Las formas geométricas de la composición son: el rec- 
tángulo, la cruz, el triángulo y el círculo. Reestructuran la 
imagen desde dentro y hay que descubrirlas. En las con- 
cepciones de la época, la tierra era octogonal, y el rectán- 
gulo es el jeroglífico de la tierra que vemos en la parte 
inferior de la mesa 1 . La parte superior de la mesa también 
es rectangular; volvemos a encontrar el significado de los 


' Cosmas Indicopleustes, gran vidente del siglo VI, en su Topografía cristiana del 
universo, afirma que la tierra es un cuadrado largo. 


251 



cuatro lados del mundo, de los cuatro puntos cardinales, 
que, en los Padres de la Iglesia, eran la cifra simbólica de 
los cuatro Evangelios en su plenitud, a la que no se puede 
añadir ni suprimir nada; es el signo de la universalidad de 
la Palabra. Esta parte superior de la mesa-altar representa 
la Biblia ofreciendo la copa, fruto de la Palabra. Si se pro- 
longa la línea del árbol de la vida (situado detrás del ángel 
del centro), lo vemos descender, atravesar la mesa y meter 
sus raíces en el rectángulo de la tierra, está anunciado por 
la Palabra y alimentado por el contenido de la copa. Aquí 
encontramos la explicación de su misterio: por qué el ár- 
bol llevaba los frutos de la vida eterna; por qué era el árbol 
de la vida. En vísperas de Navidad, se puede oir: «El ángel 
de la espada resplandeciente se aleja del árbol de la vida», 
pues sus frutos se dan en la eucaristía. 

Las manos de los ángeles convergen en el signo de la 
tierra, ésta es el punto de aplicación del Amor divino. El 
mundo está más acá de Dios como un ser de naturaleza 
diferente, pero incluido en el círculo sagrado de la «comu- 
nión del Padre»; sigue el movimiento circular, se encuen- 
tra en lo alto, en lo celeste, bajo la forma de la roca, y este 
movimiento circular se resuelve para el mundo en palacio- 
templo. Este templo es como la extensión del Angel-Cris- 
to, de su encarnación. Es su cuerpo cósmico, la Iglesia, 
esposa del Cordero unida a él «sin separación y sin confu- 
sión». El templo permanece en la inmovilidad del reposo 
del gran sábado -término del movimiento trinitario-. El 
ciclo de la liturgia cósmica está cerrado. Es la visión esca- 
tológica de la nueva Jerusalén. La parte dorada del templo 
que se adelanta como una potencia de protección, simboli- 
za la protección maternal de la Theotókos y del sacerdocio 
de los santos, representa el velo de la Virgen, el Pokrov. 

Según la tradición, del árbol de la vida se extrajo la 
madera de la Cruz. Su figura es el eje invisible, pero el más 


252 



evidente de la composición. La aureola, círculo luminoso 
alrededor de la cabeza del Padre, la copa y el signo de la 
tierra se encuentran en la misma línea vertical; ésta divide 
el icono en dos y se cruza con la línea horizontal que une 
los círculos luminosos de los ángeles de los lados, y forma 
la Cruz. De este modo, la cruz se inscribe en el círculo 
sagrado de la vida divina, es el eje vivo del amor trinitario. 
«El Padre es la cruz del amor, su poder invencible». El 
movimiento recorre las ramas de la cruz, y éstas, como los 
brazos extendidos de Cristo, envuelven el universo: 
«Cuando haya sido levantado de la tierra, atraeré a todos 
los hombres a mí» ( jrt 12, 32). El Hijo y el Espíritu son las 
dos manos del Padre. Si se unen los extremos de la mesa al 
punto que se encuentra justo sobre la cabeza del ángel del 
centro, se puede ver que los ángeles se sitúan exactamente 
en un triángulo equilátero. Esto significa la unidad e igual- 
dad de la Trinidad cuya cumbre es la pegata Zeótes, el 
Padre. Y, finalmente, la línea trazada siguiendo los contor- 
nos exteriores de los tres ángeles forma un círculo perfec- 
to, símbolo de la eternidad divina. El centro de este círculo 
está en la mano del Padre, el Patüocrátor. 

Rublév difiere de los italianos, que inscribían la imagen 
en el círculo; en él, los mismos ángeles son los que consti- 
tuyen el círculo. Por el contrario, los contornos de los obje- 
tos (tronos, escalones, montaña) forman un octógono, 
símbolo del Octavo Día. Los contornos interiores de los 
ángeles de los lados reproducen el cáliz como una clave 
del misterio del icono. La distribución de las masas, las 
proporciones y las medidas están sometidas a un sistema 
de relaciones equilibrado a la perfección. Pero en el inte- 
rior de este marco Rublév manifiesta una gran libertad de 
medios para acentuar el sentido ideológico según las nece- 
sidades. Por ejemplo, el cáliz y la mano del Padre están 
ligeramente descentrados hacia abajo y a la derecha del 


253 



centro, mientras que la cabeza está ligeramente a la iz- 
quierda del eje vertical. El efecto está genialmente estudia- 
do: estas desviaciones casi imperceptibles, junto con unos 
pliegues en el vestido que caen en cascada del hombro 
izquierdo, conducen la mirada hacia la mano que bendice 
la copa, hacia el centro ideológico de la composición, re- 
forzado y puesto de relieve por el conjunto de las líneas 
derechas y el altar. 

Los pies de los ángeles sólo tocan los escalones, su 
perspectiva invertida da la impresión de ligereza privada 
de todo peso material y el conjunto hecho aéreo se eleva 
hacia la altura. Se siente uno en lo que san Macario llama 
«los pastos del corazón», en los espacios infinitos del cora- 
zón divino. 

Las figuras están presentadas en tres cuartos, la anchu- 
ra de los hombros está así disminuida y la línea ágil y 
plástica se desliza siguiendo las siluetas alargadas, con 
una elegancia celeste. Del mismo modo los rostros ligera- 
mente desviados toman la misma forma alargada. Las lí- 
neas rectas expresan el elemento de fuerza, armonizan con 
las líneas redondeadas y encantan por el ritmo puramente 
musical y por un frescor juvenil que cantan la gracia de la 
fuerza contenida. Los contornos expresan el movimiento 
mucho más que los volúmenes; la holgura de los vestidos 
hace sentir el cuerpo aligerado, mientras que el amplio 
peinado subraya la fragilidad y la finura de unos rostros 
de pureza antigua. 

La actitud del Padre tiene algo de monumental, des- 
prende una paz hierática, y la inmovilidad, el acto puro, lo 
culminado, principio estático de la eternidad, pero al mis- 
mo tiempo, por un contraste de los más llamativos, la ola 
creciente del movimiento del brazo derecho, su curva po- 
derosa que armoniza con el mismo poder en la inclinación 
del cuello y de la cabeza, manifiestan el principio dinámi- 


254 



co. Lo inefable del misterio de Dios está en esta síntesis de 
la inmovilidad y del movimiento: lo Absoluto de los filó- 
sofos, el Acto puro de los teólogos y el Dios vivo de la 
Biblia, «Padre nuestro que estás en el cielo». 

El poder divino, como confiesa nuestro Credo, «Creo en 
Dios Padre todopoderoso», es el poder del amor del Pa- 
dre, que se manifiesta en la mirada del ángel del centro. El 
es el Amor, y precisamente por eso sólo puede revelarse 
en la comunión y puede ser conocido como comunión. 
«Nadie viene al Padre sino por mí» (Jn 14, 6); y por otra 
parte: «Nadie puede venir a mí si el Padre no le trae» (Jn 6, 
44). No es de ninguna manera estrechez o exclusivismo 
evangélico, sino la más conmovedora revelación de la na- 
turaleza misma del amor. No se puede tener ningún cono- 
cimiento de Dios fuera de la comunión entre el hombre y 
Dios, y ésta siempre es trinitaria e inicia en la comunión 
entre el Padre y el Hijo. Hace comprender por qué el Pa- 
dre no se revela nunca directamente. El es la Fuente, y 
precisamente por eso es el Silencio. El se revela eterna- 
mente, pero es realmente la diada del Hijo y del Espíritu 
Santo quien lo revela. El icono muestra esta comunión cu- 
ya morada viva es la copa. 

Las líneas del lado derecho del ángel central se amplifi- 
can a medida que se acercan al ángel de la izquierda. En el 
lenguaje simbólico de las líneas, las curvas convexas de- 
signan siempre la expresión, la palabra, el despliegue, la 
revelación; y por el contrario, las curvas cóncavas signifi- 
can obediencia, atención, abnegación, receptividad. El Pa- 
dre está vuelto hacia su Hijo. Le habla. El movimiento que 
recorre su ser es el éxtasis. Se expresa enteramente en el 
Hijo: «El Padre está en mí. Todo lo que el Padre tiene es 
mío». 

El Hijo escucha, las parábolas de su vestido muestran la 
atención suprema, el abandono de sí. El también renuncia 


255 



a sí mismo para ser sólo el Verbo de su Padre: «Las pala- 
bras que yo os digo, no las digo por mí mismo; el Padre 
que habita en mí es quien realiza sus propias obras». Su 
mano derecha reproduce el gesto del Padre: la bendición. 
Los dos dedos que se separan sobre la blancura de la me- 
sa-Biblia anuncian la vía de la salvación-unión en Cristo 
de las dos naturalezas, introducción de lo humano en la 
comunión del Padre. 

La mano cadente del ángel de la derecha indica la di- 
rección de la bendición: el mundo; parece cubrir, proteger, 
«incubar» (según la expresión del relato bíblico de la crea- 
ción). Por encima del rectángulo del mundo, esta mano se 
parece a las alas extendidas de la paloma pura. 

La dulzura de las líneas del ángel de la derecha tiene 
un algo maternal 2 . Es el Consolador, pero también es el 
Espíritu: el Espíritu de la Vida. Es el que da la vida, y de 
quien todo se origina. Es el tercer término del Amor divi- 
no, el Espíritu del Amor. Su posición difiere ligeramente 
de la posición de los otros dos ángeles. Por su inclinación 
y el impulso de todo su ser, está en medio del Padre y del 
Hijo: es el Espíritu de la comunión y de la circuminsesión. 
Está mostrado claramente por el hecho tan remarcable de 
que el movimiento parte de Él. En su hálito es como el 
Padre va hacia su Hijo, como el Hijo recibe a su Padre y 
como resuena la palabra. Como dice san Juan Damasceno: 
«Por el Espíritu Santo reconocemos a Cristo, Hijo de Dios, 
y por el Hijo contemplamos al Padre». En el momento de 
la Epifanía, el Padre se dirige hacia el Hijo en el movi- 
miento de la Paloma. 

Con una tristeza inefable, dimensión divina del Agape, 
el Padre inclina su cabeza hacia el Hijo. Parece que habla 


2 Ruach: el Espíritu en las lenguas semíticas es femenino. Los textos sirios lo 
llaman a menudo el Consolador: Consoladora. 


256 


del Cordero inmolado cuyo sacrificio culmina en el cáliz 
que bendice. La posición vertical del Hijo traduce toda su 
atención, su rostro está como cubierto por la sombra de la 
cruz; pensativo, manifiesta su acuerdo con el mismo gesto 
de la bendición. Si la mirada del Padre, en su profundidad 
sin fondo, contempla el único camino de la salvación, la 
elevación apenas perceptible de la mirada del Hijo traduce 
su consentimiento. El Espíritu Santo se inclina hacia el Pa- 
dre; está sumergido en la contemplación del misterio, su 
brazo tendido hacia el mundo muestra el movimiento de- 
scendente, Pentecostés, y la «fuerza manifestadora» parece 
reposar ya en el Hijo en su misión terrestre. Su actitud de 
sumisión es ya el cumplimiento del Evangelio. 

Los colores en la iconografía poseen su propia lengua. 
En Rublév alcanzan una riqueza inigualable, una armonía 
musical plena con toda la gama de los más finos matices 
que repercuten en todos los detalles de la composición. 
Sin embargo, no hay efectos policromáticos, pues nada 
viene a turbar la profundidad del recogimiento divino. La 
sombra está ausente y ningún fragmento está aclarado si- 
no que emite su propia luz, que brota de las raíces secre- 
tas. La densidad de los colores de la figura central se 
realza por el contraste con la blancura de la mesa y se 
refleja en el tornasol sedoso de los ángeles que lo rodean. 

El púrpura oscuro (el amor divino) y el denso azul (la 
verdad celeste) con el oro rutilante de las alas (la abundan- 
cia divina) forman la armonía perfecta que se perpetúa y 
se vuelve a encontrar en una tonalidad dulcificada como 
una revelación matizada, la iniciación por grados: rosa pá- 
lido y lila a la izquierda, azul más suave y verde plateado 
a la derecha. El oro de los tronos, asiento divino, habla de 
la superabundancia de la vida trinitaria. El azul llamado 


257 



«azul de Rublév» traduce el color del cielo de la Trinidad 
y del Paraíso; haciéndose cada vez más claro, es como la 
luz celeste del mismo icono. 

De esta forma, el Padre, inaccesible en la densidad de 
sus colores, en las tinieblas de su luz, se revela dulcificado, 
accesible en la nube luminosa del Hijo y del Espíritu San- 
to. De lejos, esta composición da la impresión de una lla- 
ma roja y azul. Todo arde en el aire resplandeciente del 
Mediodía: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego». 

La mano del Padre detiene el comienzo y el fin, se ex- 
tiende por encima de la copa. El Cordero inmolado antes 
de la fundación del mundo y el Cordero-Templo de la 
nueva Jerusalén, la santa Cena de Cristo y su promesa de 
beber del fruto de la vid en el Reino del Padre, incluyen el 
tiempo en la eternidad. La copa resplandece en la blancura 
luminosa de la Palabra que devuelve todos los colores de 
la Verdad, y que es el Resplandor del corazón divino, el 
don recíproco de las tres Personas divinas. 

Una poderosa llamada se desprende del icono: «Sed 
uno, como el Padre y yo somos uno». El hombre es ima- 
gen del Dios trinitario; en su naturaleza la Iglesia-Comu- 
nión se inscribe como su última verdad. Todos los 
hombres son llamados a reunirse alrededor de la misma y 
única copa, a ascender hasta el nivel del corazón divino y 
tomar parte en la Comida mesiánica, a hacerse un solo 
Templo-Cordero. «Por la vida eterna (el Espíritu) ellos te 
conocen a Ti, el único Dios verdadero, y al que Tú has 
enviado, Jesucristo». 

La visión termina con esta nota escatológica: es una 
anticipación del Reino de los cielos bañada por la luz que 
no es de este mundo, bañada por completo por un gozo 
puro, desinteresado, por un gozo divino, por el simple 
hecho de que la Trinidad existe y nos ama y que todo es 


258 



gracia. La sorpresa brota del alma, pero se calla. Los místi- 
cos nunca hablan de la cumbre, sólo el silencio la descu- 
bre. 


259 



CAPITULO II 


El icono de Nuestra Señora 

de Vladimir 


«El solo nombre de la Theotókos, Madre de Dios, ya con- 
tiene todo el misterio de la economía de la salvación», dice 
san Juan Damasceno’. La analogía entre Eva, María y la 
Iglesia se remonta a san Ireneo 1 2 y desde entonces, para los 
Padres, María es la Mujer enemiga de la Serpiente, la Mu- 
jer vestida de Sol, la imagen de la Sabiduría de Dios en su 
principio mismo: la integridad y la castidad del ser. Si el 
Espíritu Santo personaliza la santidad divina 3 , la Virgen 
personaliza la santidad humana. La estructura virginal de 
su ser, su simple presencia como «muy pura» ya son inso- 
portables para las fuerzas demoníacas. Ligada ortológica- 
mente al Espíritu Santo, María aparece como consolación 
vivificante. Nueva Eva-Vida que salvaguarda y protege a 


toda criatura y se erige así como figura de la Iglesia en su 
protección maternal. 

La consagración de la Virgen a la vida del Templo, se- 
gún la antigua tradición, y sobre todo su amor único de 


1 Defideorth.l\l,12. 

2 / Adp./iacres.I,Iil,c22 ( n. 4. 

3 San Cirilo de Alejandría, DeTrinitate. 


261 



Dios alcanzan en ella tal profundidad y tal intensidad que 
la concepción del Hijo viene a ella como una respuesta 
divina a la profundidad de su vida de oración, a su trans- 
parencia a las energías del Espíritu. 

«Corona de los dogmas», ella proyecta la luz sobre el 
misterio trinitario reflejado en lo humano: «tú has dado a 
luz al Hijo sin padre, ese Hijo que había nacido del Padre 
sin madre» 4 . A la paternidad sin madre del Padre en lo 
divino, corresponde la maternidad sin padre de la Theotó- 
kos en lo humano, símbolo de la virginidad maternal de la 
Iglesia. Esto hace que Cipriano diga: «No puede tener a 
Dios por Padre quien no tenga a la Iglesia por madre» 5 
María expresa la Filantropía divina. 

La Virgen está preservada de toda impureza, de todo 
mal, que en ella se vuelve inoperante por las purificacio- 
nes sucesivas de los antepasados, por la acción especial 
del Espíritu Santo y por su libre decisión. Esta libertad de 
la respuesta humana, pues el hombre no podía salvarse 
sin la libre participación de su propia voluntad, es la que 
encontramos subrayada en la síntesis del pensamiento pa- 
trístico que sobre este punto hace Nicolás Cabasilas: «La 
Encamación fue no solamente obra del Padre, de su Vir- 
tud y de su Espíritu, sino también la obra de la voluntad y 
de la fe de la Virgen. Sin el consentimiento de la muy 
pura, sin la participación de su fe, ese designio era tan 
irrealizable como sin la intervención de las tres Personas 
Divinas mismas. Solamente después de haberla instruido 
y persuadido. Dios la toma por Madre, y le toma prestada 
la carne que ella quiere prestarle. Del mismo modo que El 


4 La dogmática del tercer tono. 

Decath. tecles, unitate, c6. 


262 



quería encamarse, quería que su Madre lo diese a luz li- 
bremente, con su pleno consentimiento» 6 . 

Confesando la virginidad perpetua de la Madre de 
Dios, la Ortodoxia no acepta la noción de la exención que 
plantea el dogma de la Inmaculada Concepción. Este dog- 
ma pone a la Virgen a parte, la sustrae al destino común 
de la humanidad y muestra una liberación del pecado ori- 
ginal posible antes de la Cruz y, por lo tanto, solamente 
por medio de la gracia. Ahora bien. Dios no actúa sobre el 
hombre, sino en él, no actúa sobre la Virgen por un don 
superadditum, sino que opera desde dentro mismo del siner- 
gismo entre el Espíritu y la santidad de los «justos antepa- 
sados de Dios». La gracia no fuerza el orden de la 
naturaleza. Jesús puede tomar carne porque la humanidad 
en María se la da; no es, pues, la Redención en la que la 
Virgen participa, sino la Encarnación; en la Virgen todos 
dicen: «¡Sí, ven Señor!» En la aparición de Lourdes, la Vir- 
gen declararía: «Yo soy la Inmaculada Concepción». Pero 
como el acontecimiento tuvo lugar el día de la Anuncia- 
ción -25 de marzo de 1858-, la Iglesia Ortodoxa aplica 
estas palabras a la concepción inmaculada del Verbo por su 
Madre. Aplicada a la Virgen, el dogma la disminuye trans- 
formándola en «instrumento predestinado de la gracia», 
disminuye su humanidad y le arrebata la grandeza de ser 
la que, libremente, en el consentimiento de su humildad y 
de su pureza, dice de parte de todos el fíat. 

Al fiat del Creador responde en efecto el fíat de la cria- 
tura: «He aquí la esclava del Señor». El ángel Gabriel es 
como una pregunta que Dios dirige a la libertad del hom- 
bre: ¿Desea él realmente ser salvado y recibir al Salvador? 
La acción del Espíritu a través del linaje de los «antepasa- 


Homilía sobre la Anunciación. 


263 



dos» y la pureza de la que es gratia plena desarman al mal; 
el pecado sigue siendo efectivo, pero se hace inoperante... 
«¡Qué vamos a ofrecerte, oh. Cristo..., el cielo te ofrece los 
ángeles, la tierra te da sus dones, pero nosotros, los hom- 
bres, nosotros te ofrecemos una Madre- Virgen!», canta la 
Iglesia la víspera de Navidad. Se ve claramente que María 
no es «una mujer entre las mujeres», sino el advenimiento 
de la Mujer restituida a su virginidad maternal. Toda la - 
humanidad en la Virgen da a luz a Dios, por eso María es 
la Nueva Eva-Vida; su protección maternal, que cubría al 
niño Jesús, cubre ahora el universo y a todo ser humano. 
Las palabras de la Cruz dirigidas a la madre: «Mujer, he 
aquí a tu hijo», y a Juan: «He aquí a tu madre», la institu- 
yen en esta dignidad de intercesión maternal. 

En el relato evangélico (Le 8, 19-21) se pone el acento no 
sobre la Virgen, sino sobre todo hombre: «quien hace la 
voluntad de Dios es mi madre». Estas palabras quieren 
decir que a todo hombre se le ha dado la gracia de dar a 
luz a Cristo en su alma, de identificarse así -según una 
analogía espiritual- con la Theotókos. 

La Virgen antecede a la humanidad y todos la siguen. 
Ella es la primera en pasar por la muerte que su Hijo ha 
hecho impotente, y por eso la oración que se lee en la 
muerte de los fieles se dirige a su protección: «En la Asun- 
ción, oh Theotókos, no has abandonado el mundo». La 
Asunción cierra las puertas de la muerte, el sello de la 
Virgen se ha puesto sobre la nada, que está sellada en lo 
alto por el Dios-Hombre y abajo por la primera «nueva 
criatura» resucitada y deificada. El misterio de la Iglesia se 
manifiesta en la perfección divina de Cristo y en la perfec- 
ción humana de su Madre. Los textos litúrgicos exaltan su 
plenitud convertida en el «límite de lo creado y lo increa- 
do»: «Cantemos, fieles, a la Gloria del universo, a la Puerta 
del Cielo, a la Virgen María, Flor de la raza humana y 


264 



generadora de Dios...». - «Madre de la Vida, tú has puesto 
en el mundo el gozo y la alegría que secan las lágrimas del 
pecado». - «Tú haces gozar a toda criatura». 

En los Padres, las palabras del Credo : «Nacido del Espí- 
ritu Santo y de la Virgen», se aplican también al misterio 
del segundo nacimiento de todo creyente nacido ex fide et 
Spiritu Sancto, pues la fe de todo fiel se arraiga en el valor 
universal del fiat de la Virgen. La Anunciación, llamada 
«Fiesta de la Raíz», inaugura la economía de la salvación, 
que se remonta así a la «raíz mariológica», y la Mariología 
aparece como parte orgánica de la Cristología. Por eso el 
icono de la Theotókos representa casi siempre a ésta con su 
Hijo, el niño Jesús. 

Según el relato de un cronista, el icono de Vladimir fue 
llevado hacia 1131 desde Constantinopla a Rusia. Lo pintó 
un artista griego, sin duda poco antes de su traslado a 
Kiev, y pertenece visiblemente al arte bizantino de la épo- 
ca macedónica. La ejecución demuestra una sorprendente 
maestría y testimonia el gusto exquisito del genial y anóni- 
mo iconógrafo. En 1155 fue trasladado de Kiev a Vladimir 
(de ahí su nombre). Célebre por sus intervenciones mila- 
grosas, se libra de varios incendios y estragos por parte de 
los tártaros; después de 1395 fue transferido a Moscú. Se le 
vuelve a encontrar presente en todos los acontecimientos 
políticos del país como el verdadero tesoro sagrado de la 
nación. 

La Virgen del tipo Hodigitria, «La que muestra el cami- 
no», representa el dogma de la cristología y muestra a su 
Hijo, Aquel que es el camino. Lleva al niño bendiciendo 
sobre su brazo izquierdo y con su mano derecha nos 
muestra al Salvador. La Virgen del tipo Eléousa, «Virgen 
de la Ternura», estrecha al niño contra sí misma y acentúa 
el lado maternal de María. El icono de Vladimir combina 
los dos tipos. 


265 



«Queriendo crear una imagen de la belleza absoluta y 
manifestar claramente a los ángeles y a los hombres el 
poder de su arte. Dios ha hecho toda hermosa a María. Ha 
reunido en ella las bellezas parciales que ha distribuido 
entre las demás criaturas y la ha constituido común ador- 
no de todos los seres visibles e invisibles; o más bien, ha 
hecho de ella como una mezcla de todas las perfecciones 
divinas, angélicas y humanas, una belleza sublime que 
embellece los dos mundos, levantándose de la tierra hasta 
el cielo e incluso sobrepasando este último» 7 ... 

Ningún otro icono expresa mejor que el icono de Vladi- 
mir estas palabras inspiradas de Palamas. El icono alcanza 
una de las cumbres del arte iconográfico por su sublime 
perfección y por una pureza tal de estilo que uno no pue- 
de imaginar nada que pueda superarlo. 

Está en el polo opuesto al estilo rafaélico de la Madona. 
Su belleza está más allá de todo canon terrestre. Tejido con 
los rasgos transcendentes de la nueva criatura totalmente 
deificada, su rostro lleno de majestad celeste lleva al mis- 
mo tiempo todo lo humano también presente. Es su mila- 
gro. El que la ha visto, sobre todo el original, nunca más 
podrá olvidar su mirada; del mismo modo que «su madre 
guardaba las palabras de su hijo en su corazón» (Le 2, 51), 
él guarda esta visión clavada en su corazón para siempre, 
como la «perla» de que habla el Evangelio. 

Por su parte, el niño está lejos de la conmovedora ino- 
cencia del bambino Gesú. Es también el Verbo, siempre cu- 
bierto con el vestido de los adultos, túnica y manto, 
hymation-, su sola talla indica que se trata de un niño. Su 
rostro serio y majestuoso refleja la Sabiduría divina. Su 


7 San Gregorio Palamas, ln Dormitimem; P.G. 1 51 , 468 A B. 


266 



vestido está tejido con hilo de oro etéreo, resplandor del 
sol sin ocaso, color de la dignidad divina. 

El centro de la composición se encuentra a la vez a la 
altura del corazón de la Virgen y al nivel del cuello corpu- 
lento del niño llamado «hálito», y que simboliza el hálito 
del Espíritu Santo que reposa en el Verbo. 

La Madre lleva encima de su vestido el maphorion que 
le rodea la cabeza (el velo, Pokrov), bordado con un precio- 
so galón y adornado con tres estrellas, una encima de la 
frente 8 y las otras dos sobre los hombros, signo dogmático 
de su virginidad perpetua. 

La composición tiene la forma de un triángulo inscrito 
en un rectángulo alargado, misterio de la Trinidad inscrito 
en el ser del mundo. El vértice del triángulo está ligera- 
mente desplazado hacia la derecha, lo cual introduce una 
cierta libertad y una flexibilidad viva. El hombro derecho 
de la Madre une la línea del hombro del niño, contrastan- 
do de una manera muy estudiada con el hombro izquier- 
do elevado y rompiendo toda la monotonía de los 
contomos. 

El rostro de la Madre es alargado, la nariz larga y fina, 
la boca delgada y estrecha, los grandes ojos oscuros bajo 
las pestañas arqueadas. Las cejas ligeramente elevadas, los 
pliegues entre las dos, la fijeza de los ojos mirando al infi- 
nito, confieren al rostro la expresión de una aflicción pro- 
funda y sobrecogedora; los extremos de la boca refuerzan 
esta tristeza. La sombra de las pestañas hace las pupilas 
más oscuras y los ojos como sumergidos en una profundi- 
dad insondable, inaccesible a la mirada del espectador. 


Las aureolas siempre están centradas en medio de la frente. La estrella 
simbólica recuerda el urna en la frente de Buda, al igual que los tatuajes rituales 
en Africa. Las estrellas sobre los hombros son también un signo de poder; en 
Oriente un sirviente besaba a su amo en el hombro. 


267 



Los ojos del niño están un poco a flor de piel, lo cual hace 
que estén muy abiertos, y su boca es carnosa y grande. 

La Virgen lleva al niño en el brazo derecho, la mano 
izquierda apenas lo roza, más bien señala al niño a la mi- 
rada de todos. El niño aprieta afectuosamente su cara con- 
tra la de su madre, está enteramente dentro de este 
impulso de ternura y de consolación. Su atención, inclina- 
da hacia el estado de ánimo de su Madre, se ve muy bien 
en el movimiento centrado de sus ojos y se refiere ya a 
otra composición iconográfica, la del Entierro: «No me llo- 
res, oh Madre...» 

El niño tiene para con su madre un gesto de caricia 
tranquilizadora; una mano aprieta a su maphorion, la otra 
está tiernamente colocada sobre su cuello. La Madre está 
afectada por la sombra de los sufrimientos venideros. Su 
cabeza, ligeramente inclinada hacia el niño, endulza su 
majestad de Madre de Dios. Ella es la imagen de la Iglesia 
que lleva en sí misma la salvación, esperándola aún, y 
confiesa y contempla la Resurrección a través de la Cruz. 

Rublév conocía este icono de la Virgen. ¿Quién puede 
describir la profundidad insondable de la mirada del Pa- 
dre en el icono de la Trinidad, profundidad que reúne 
sorprendentemente la densidad y el misterio de la mirada 
de la Theotókos de Vladimir? El derramamiento del amor 
está señalado en estos dos iconos por el mismo movimien- 
to de la cabeza inclinada. El amor del Padre está crucifica- 
do, mientras que «una espada atraviesa el alma» de la 
Madre. En el icono de la Trinidad sentimos el misterio del 
Agape divino que transciende su propia transcendencia. El 
icono de la Virgen, la Eléousa, nos muestra la ternura recí- 
proca, la proximidad de la presencia, la inmanencia de lo 
divino en Cristo. 

Los Padres sitúan el comienzo de la Iglesia en el Paraí- 
so. Dios «venía al frescor de la tarde» (Gén 3, 8) para con- 


268 


versar con el hombre. Lo esencial de la Iglesia se expresa 
así en la comunión entre Dios y el hombre y culmina en el 
misterio de la Encamación, la comunión total de lo divino 
y de lo humano hipostasiada en la Persona del Verbo. 
Salvo raras excepciones (la «Orante», el «Pokrov»), el ico- 
no de la Virgen la presenta siempre con el niño Jesús; de 
hecho es el icono justamente de la Encarnación o de la 
Iglesia: la comunión última de lo divino (el niño-Verbo) y 
de lo humano (la Madre). Con un arte incomparable y la 
mayor sobriedad, el icono describe de este modo el con- 
movedor amor recíproco, la Filantropía divina, el «amor 
loco» de Dios por el hombre, y como respuesta, y a su 
encuentro, toda la pasión del hombre por su Dios, «Tú, a 
quien ama mi alma» 10 , «el ágape arraigado en el cora- 
zón» 11 . Es el deseo preetemo de Dios de hacerse Hombre 
para que el hombre se haga dios. El icono nos ofrece así la 
contemplación de un misterio de Dios mismo. 

El rostro de la Madre habla del amor maternal, sus ojos 
muy abiertos al infinito están al mismo tiempo vueltos 
hacia dentro, nos sentimos en los «espacios del corazón» 
de la Virgen. Es una piedad inmensa como el cielo (su 
Pokrov) frente al sufrimiento, hecho ineludible de la exist- 
encia humana y que suscita la Cruz, única respuesta de 
Dios «que sufre inefablemente»... 

Se pueden oir los gritos de innumerables almas que 
han resonado ante este icono después de tantos siglos. Los 
ojos de la Madre siguen el destino de todos los hombres, 
nada interrumpe su mirada, nada detiene el impulso de su 
corazón maternal... 


’ La expresión es de Nicolás Cabasilas. 

10 La expresión es de san Gregorio de N isa 

11 San Juan Crisóslomo. 


269 



CAPITULO III 


El icono de la natividad de Cristo 


Antes del siglo IV, la fiesta de Navidad coincidía con la 
fiesta de la Epifanía; así es como se ha introducido en el 
conjunto grandioso de las Santas leofanías, lo cual explica 
en el icono de la Natividad el resplandor de la «Luz triso- 
lar». La manifestación velada de la Santa Trinidad lo baña 
todo discretamente con su luz, asegurando de esta manera 
el mayor equilibrio dogmático y justificando el nombre de 
la fiesta: «Fiesta de las luces». Los libros litúrgicos le con- 
fieren también el título de «Pascuas». El año litúrgico 
avanza así entre dos polos de igual alcance: la Pascua de la 
Natividad y la Pascua de la Resurrección, la una ya cuenta 
con la otra. 

Sin querer hacer juicio alguno, podemos sin embargo 
destacar los diversos acentos de ciertas tradiciones. En Oc- 
cidente, bajo la influencia franciscana, la Navidad reviste 
un carácter más pintoresco con la figura tan popular del 
belén. La piedad se enternece y se detiene en el lado hu- 
mano del misterio: el niño Jesús, su madre María y José el 
carpintero; es la fiesta, tan íntima, de la «Sagrada Familia» 
(composición tan extendida en Occidente y totalmente 
desconocida en Oriente), el Hombre- Dios más que el Dios- 
Hombre. 


7.71 



El Oriente filtra muy severamente toda emotividad por 
su apego casi violento a la tradición dogmática. Esta se 
transparenta ya en el orden litúrgico de las celebraciones. 
El día siguiente a la Navidad está dedicado a la Sinaxis de 
la Theotókos; el domingo siguiente se festeja a san José, a 
David el antepasado Rey y al apóstol Santiago, no por 
miembros de la «familia», sino como arquetipos propios 
del misterio; finalmente, el 1 de enero se conmemora muy 
particularmente a san Basilio como uno de los grandes 
defensores del dogma de Nicea. 

La liturgia, ya con su solo contenido, enseña un princi- 
pio pedagógico fundamental. No es un medio, sino un 
modo de vida que reposa sobre sí mismo e impone así su 
carácter esencialmente teocéntrico. Participando en su ac- 
ción, el hombre aprende a dirigir su vista no sobre sí mis- 
mo, sino sobre Dios, sobre su magnificencia. Solamente en 
segundo lugar y de una forma desinteresada, la luz litúr- 
gica rebrota en la naturaleza del hombre y la cambia. El 
hombre no añade nada a la Presencia de Dios. Debe haber 
instantes en los que el hombre no busque, a toda costa, 
una finalidad utilitaria, sino en donde su ser se desarrolle 
en la adoración pura, como el rey David danzando ante el 
arca. Los ángeles también lo enseñan. Durante la liturgia, 
se «sorprenden y cubren sus rostros con sus alas». En la 
Natividad, este teocentrismo litúrgico pondrá todo su 
acento no en el milagro de lo limitado capaz de lo Ilimita- 
do, sino en la incomprensible limitación de Aquel que no 
tiene límite, en su «Filantropía» que lo rebaja hasta hacerlo 
aparecer bajo la figura del Hijo del Hombre. El tropario de 
la fiesta lo muestra muy bien con sus contrastes sabiamen- 
te equilibrados: 

«Hoy nace de la Virgen Aquel que en su mano tiene a todas las 

criaturas; 

Está envuelto en pañales. Él, que por esencia es invisible; 


272 



Siendo Dios, está tendido en un pesebre. Él, que ha cosolidado los 

cielos» 1 . 

La liturgia habla menos del niñito de Belén que del 
Dios que se hace carne: «Nos ha nacido niño el Dios de 
antes de todos los siglos»; el niño sólo sirve para poner 
más poderosamente de relieve el resplandor divino en lo 
humano: el nacimiento de Dios. 

El contenido dogmático de la fiesta aparece con una 
jerarquía de valores muy precisa: ante todo, es Dios en su 
movimiento descendente; en seguida viene el milagro de 
la maternidad virginal, respuesta divina al «fíat» de la Vir- 
gen que fue la condición humana de la Encamación: la 
criatura da a luz a su propio Creador; por último está el 
fin de la filantropía divina, la deificación del hombre: «Tú 
que Te has hecho igual que un ser vil formado con barro, 
oh Cristo, Tú le has comunicado lo divino» 2 . La preocupa- 
ción pedagógica eleva constantemente el pensamiento de 
lo sensible hacia el misterio: «Aquel que, con su mano 
poderosa, ha creado el mundo, aparece como el corazón 
de su creación» 3 . 

«Dichosos vuestros ojos, porque ven» {MI 13, 16), dice 
el Señor. Y la iglesia canta: «Nosotros adoramos tu naci- 
miento, oh Cristo; haznos ver tu Santa Teofanía». Su luz se 
establece como punto de perspectiva en nuestro icono pa- 
ra dirigir toda la composición hacia su advenimiento. 

El icono que se ofrece a nuestros ojos es del siglo XVI, 
de la escuela de Novgorod. Su composición primitiva se 
remonta probablemente a la imagen trazada en la Iglesia 
construida por Constantino en el mismo lugar de la Nati- 
vidad. Los peregrinos, al volver de Tierra Santa, traían 

1 Tropario de las Grandes Horas, Nona. 

2 Tercera oda del Primer Canon. 

3 Idiomelo de Sexta déla Paramonia. 


273 



aceite santificado en frasquitos en los que ya figuraba esta 
imagen con sus rasgos esenciales (siglos IV y V). 

Con una claridad y una simplicidad extremas el icono 
narra muy exactamente el relato evangélico, pero de tal 
manera, y ahí reside todo su arte, que las sugerencias dog- 
máticas en su elegancia casi musical se implantan y pro- 
longan su canto en el alma de los fieles. 

El verde, el rojo, el marrón y el púrpura forman una 
armonía que concuerda con la sobria elegancia de las lí- 
neas. Sin sobrecarga alguna, los grandes rasgos están per- 
fectamente destacados y los espacios juiciosamente 
medidos. Las proporciones, muy estudiadas, están someti- 
das al equilibrio del conjunto y al ritmo muy bien com- 
puesto de cada escena. El orden lineal une sin contrastes 
toda la gama cromática. El tono cálido del púrpura, el rojo 
estriado con oro, las manchas claras y el verde fuerte de- 
notan una gran madurez artística. Si, en la música, algu- 
nos acordes provocan un sentimiento de beatitud, la 
armonía pictórica en su más alto grado alcanza la belleza 
pura, expresa inmediatamente lo divino, antes que cual- 
quier enseñanza didáctica sobre el contenido mismo del 
icono. Asonancias y disonancias intencionadas introducen 
cada figura, cada escena, en la sinfonía de un todo. El 
color y la forma aquí no imitan nada de las cosas de este 
mundo, el iconógrafo se ha servido del colorido para tra- 
ducir mejor el tema de las líneas, y se dirige a la sensibili- 
dad del ojo y del oído a la vez; la sobriedad de sus medios 
adquiere aquí toda su sonoridad. 

Tras los primeros instantes de contemplación, un movi- 
miento interno cautiva el espíritu y hace oír, como un can- 
to sordo todavía, pero cada vez más persuasivo, un gozo 
apacible: «Madre de la Vida, ella ha puesto en el mundo la 
alegría que seca las lágrimas del pecado». 


274 



La idéntica composición de la luz con su triple rayo 
(aquí es la estrella de Belén saliendo del Triángulo sagrado 
inscrito en la esfera divina) que encontramos en los iconos 
de la Epifanía, acusa la presencia, muy ligera, de la Palo- 
ma, que se adivina más que se ve. Sin embargo está ahí 
manifiestamente, pues a la antigua oración de Isaías, ver- 
dadera epíclesis de la humanidad: «Si rompieses los cielos 
y descendieses» (¡s 64, 1), Dios ha respondido: «El Espíritu 
Santo vendrá sobre ti y la Virtud del Altísimo te cubrirá 
con su sombra» (Le 1, 35). El Espíritu, dicen los Padres de 
la Iglesia, es el Gozo eterno entre el Padre y el Hijo, es el 
gozo del alumbramiento. Por eso, según san Gregorio Na- 
cianceno, la Natividad es la «fiesta de la recreación» y la 
liturgia se desborda de júbilo: «Oh mundo, ante esta noti- 
cia, hazte un coro; con los Angeles y los Pastores, glorifica 
al Dios de antes de todos los siglos» 4 . «Fieles, levantémos- 
nos con devoción... preparemos con alegría nuestra entra- 
da en las fiestas de la Navidad... y gritemos: Gloria a Dios 
en la Trinidad» 5 . 

El único rayo que sale del triángulo de lo alto simboliza 
la esencia de Dios, pero, al salir de la estrella se divide en 
tres luces para hacer ver la participación de las Tres Perso- 
nas en la economía de la salvación. 

La alegría se precisa cada vez más -«El cielo y la tierra, 
en este día, se regocijan proféticamente. Angeles y hom- 
bres, alegrémonos»-, e indica su razón conmovedora: 
«porque el cielo y la tierra se unen hoy. Hoy Dios ha veni- 
do a la tierra y el hombre ha subido a los cielos» - «Toda 
la creación exulta de gozo en este día» - «¡Que toda la 
creación baile y se estremezca de alegría» - «Lanzad a 
Dios gritos de alegría en la tierra entera» - «Venid a en- 

4 Kon takion, 5 o tono. 

5 Idiomelos, primer tono. 


275 



contrar el gozo escondido... el pozo profundo en que anta- 
ño David quiso beber; allí fue donde 1a Virgen aplacó la 
sed de Adán» - «¡Cielos, permaneced en la alegría; saltad, 
montañas; justos, regocijaos!» El hombre había caído tan 
pesadamente, que al haber menospreciado la imagen de 
Dios, había rebajado la imagen humana. Fue necesario que 
Dios se hiciese hombre para restituirle la antigua imagen y 
la dignidad vertiginosa de hijo de Dios. «¡Ahora todo es 
nuevo!» Es la recreación: el volver a tomar lo que se había 
empezado en el Paraíso, cuando Dios en el frescor de la 
tarde venía a encontrarse con el hombre y a conversar con 
él... 

Romano el Melode, en el Kontakion de la fiesta, transcri- 
be poéticamente el relato del Evangelio e inspira el tema 
litúrgico del icono: «La Virgen, en este día, trae al mundo 
al Sobreesencial y la tierra ofrece una cueva al Inaccesible. 
Los ángeles cantan su gloria con los pastores, y los magos 
caminan con la estrella, porque Él nos ha nacido niño, el 
Dios de antes de todos los siglos». 

El movimiento plástico, en el icono, parte de la figura 
situada en el extremo derecho, inferior, y cuya posición 
vertical se acentúa con el pastor situado más arriba (posi- 
ción escatológica, el hombre-árbol, columna inmóvil que 
une el cielo y la tierra); el movimiento describe un círculo 
y se detiene en el centro de la composición, se resuelve en 
la ipaz-shalom del Reino: «Belén ha abierto el Edén»: en el 
pesebre está acostado el «Racimo de la Vida». 

Como el Eclesiastés, en su pesimismo inmemorial, mi- 
raba el cielo y evaluaba la distancia: Dios está en el cielo y 
nosotros, los hombres, en la tierra ( Ecles 5, 1), el profeta 
Isaías grita toda la impaciencia insoportable del alma ju- 


276 



día: «|Oh, si rasgases los cielos y bajases a la tierra!» (Js 64, 
1). La figura de la derecha representa justamente a Isaías 6 
y en él a todos los profetas de la Antigua Alianza. El dina- 
mismo del Espíritu, que ha hablado por los profetas, de- 
sencadena el movimiento y da el tono decisivo al 
conjunto. 

La mano derecha de Isaías señala al niño sentado en las 
rodillas de la comadrona Salomé 7 . La escena del baño del 
niño demuestra que es verdaderamente el Hijo del Hom- 
bre, al mismo tiempo que el Mesías esperado y que por fin 
ha llegado: «Y brotará un retoño del tronco de Jesé y reto- 
ñará de sus raíces un vástago: sobre El reposará el espíritu 
de Yavé» (Is 11, 1-2). La mano, con el mismo gesto, mues- 
tra un ancho tronco y el retoño verde: al lado podemos 
contemplar la prefigura, la sombra de la cosa y la cosa en 
sí misma, el árbol simbólico y lo que simboliza: el Niño. 
También es la unidad de las dos Alianzas: la una culmina 
en la otra. La mano izquierda de Isaías reposa en una 
mesita hecha por orden de Dios: «Coge una tabla grande y 
escribe en ella: maher-shalal-hash-bar» ( Is 8, 1). Es el nombre 
del hijo de la profetisa que marcaba el fin de los tiempos 
terribles y la venida del tiempo de la restauración, tiempo 
mesiánico: «pues un niño nos ha nacido... el Príncipe de la 
Paz» (/s 9, 5). El mayor profeta, Isaías, también es el profe- 
ta de la fe, del credo, de su maravilloso poder que abre las 
puertas del Misterio. Los vestidos de Isaías lo emparentan 
iconográficamente con san Juan Bautista y con Elias y son 
los de un mártir. Efectivamente, según la tradición judía, 
Isaías recibió la corona de los mártires bajo Manasés; con- 
vertido en uno de los «amigos heridos del Esposo», es el 
más digno testigo de la Navidad. 


4 Ver el estudio del Prof. K. Onasch, Kónig des Alh, Berlín, 1954. 
7 Cf. los evangelios apócrifos de Mateo y Santiago. 


277 



La liturgia menciona otra profecía que enfoca nuestra 
mirada hacia el Niño: «Tú has llenado de gozo a los Ma- 
gos intérpretes de las palabras del antiguo adivino Ba- 
laam... y Tú Te has levantado como la estrella de Jacob» 8 . 
Aquí reencontramos el símbolo central de la luz. La estre- 
lla anuncia la aurora y pasa al mediodía resplandeciente 
del «Sol de Justicia que ilumina a los que están sentados 
en las tinieblas de la muerte» (Le 1, 78-79) 9 ; «a aquel que 
estaba predestinado a morir y había caído de las alturas de 
la vida divina, el sabio Artesano le ha dado su antigua 
forma» 10 . «¡Oh, profundidad de la Sabiduría! ¡Qué impe- 
netrables son sus caminos!» (Rom 11, 33). Sin embargo, 
conducen al corazón de la divina Filantropía: «por tu par- 
ticipación en una carne culpable. Tú le has comunicado 
algo de la naturaleza divina»; «Tú has hecho [al hombre] 
partícipe de la naturaleza divina» (2 Pe. 1, 4). «Unido a 
una forma mortal. Dios libera el seno de Eva de la antigua 
maldición» y «establece una vía abierta al cielo» 11 . Pero 
toda la grandeza del acontecimiento, cuando «Jesús incli- 
na los cielos y desciende de ellos», no reside solamente en 
el hecho de ir a buscar al hombre caído tan bajo. También 
está el misterio angustioso del adversario y los textos litúr- 
gicos van a precisarlo crescendo: «Tú humillas de nuevo las 
miradas desvergonzadas del enemigo... para traer hacia Ti 
la criatura caída» 12 . El tema de los tres jóvenes en la hogue- 
ra se introduce para mostrar hasta dónde «inclina los ojos» 


8 Tropario,4*oda. 

9 Vísperas, tropario, tono I o . 

10 M ai tiñes, tropa rio, oda 1 ' . 

" Hirmos del II o canon, tono I o . 
12 Maitines, tropario, oda 3*. 


278 


el Señor: «la llama ruge y silba pero los adolescentes se 
salvan, pues el Señor arroja sobre ellos un rocío abundan- 
te » 13 y «el fuego infernal se aleja» 14 . Entre los tres jóvenes 
«que se pasean en el fuego sin que nada les ocurra» apare- 
ce la misteriosa cuarta persona «que tiene el aspecto de un 
hijo de los dioses». En síntesis, es todo el misterio de la 
Natividad y la Encamación. «¡Oíd cielos!, ¡tierra, apresta el 
oído!; que tus cimientos se estremezcan, que el temor se 
apodere de los infiernos, pues el Creador se revela como el 
corazón de su creación» is . «Tú has descendido como la 
nube sobre el vellocino, oh Cristo, y como las gotas de 
rocío que riegan la tierra seca» 16 . «La omnipotencia borra 
el pecado atroz de un mundo frenético caído en los abis- 
mos de las tinieblas y cubre de vergüenza al enemigo» 17 . El 
alcance del acto divino para el hombre: «nosotros que es- 
tábamos en tinieblas y en sombra de la muerte hemos en- 
contrado el Oriente de los orientes» 18 , va más allá de su 
sola salvación: «los cielos se extienden hasta la caverna y 
la metamorfosean: 'venid, gocemos del paraíso en esta 
cueva'» 19 ... 

Claramente se siente que en estos textos hay algo muy 
diferente a una búsqueda lírica. El misterio es tan grande, 
tan temible incluso, que los textos obran por alusiones, y 
«el resto será venerado con el silencio», según el sabio 
consejo de san Gregorio Nacianceno. La Cruz es el «juicio 
del juicio», dice san Máximo el Confesor, es decir, nuestro 


13 Maitines, tropario, oda 7*. 

14 Hirmos, oda 7*. 

15 Grandes Horas, tono 4 o . 

16 Tropario, oda 4*. 

17 8. Tropario, oda 7*. 

’* Maitines, exapostilarío. 

19 1 lirmos, oda 9*. 


279 



pensamiento está crucificado, afectado por la impotencia 
ante la grandeza de la Encamación. Cómo iba a ser de otra 
forma si ésta «contiene el significado de todos los enigmas 
de la Escritura», añade san Máximo, y «quien penetra más 
dentro de la Cruz y del Sepulcro y se encuentra iniciado 
en el misterio de la Resurrección, comprende el fin por el 
que Dios lo ha creado todo». Todo está en el interior de un 
solo acto y se refleja en él. «La fiesta de la Natividad con- 
tiene ya la Epifanía, la Pascua y Pentecostés», dice san 
Juan Crisóstomo. Y es que «la invención de la voluntad 
pecadora, enseña san Gregorio de Nisa, ha levantado la 
triple barrera: de la muerte, del pecado y de la naturaleza 
herida». Lo que Adán no supo alcanzar levantándose, 
Dios lo realiza en su lugar descendiendo. A la concupis- 
cencia luciferina de lo divino. Dios responde generosa- 
mente con el don de la deificación. Mas para hacerlo: «Tú 
has bajado a la tierra para salvar a Adán, y no encontrán- 
dolo allí, oh Maestro, has ido a buscarlo incluso al infier- 
no» 20 . «Como antorcha que lleva la luz, la carne de Dios 
bajo la tierra disipa las tinieblas del infierno» 21 . 

Los Evangelios no mencionan la cueva, es la Tradición 
la que nos habla de las profundidades misteriosas de la 
tierra. El icono sigue de cerca los textos litúrgicos y ofrece 
la interpretación más conmovedora: el triángulo oscuro de 
la cueva, esa abertura tenebrosa de sus entrañas, es el in- 
fierno. Para alcanzar el abismo y hacerse «corazón de la 
creación». Cristo sitúa místicamente su nacimiento en el 
fondo de ese abismo donde el mal se pudre en su última 
densidad. Cristo ha nacido a la sombra de la muerte, la 
Natividad inclina los cielos hasta los infiemos y conlem- 


20 Mai tiñes del Gran Sábado. 

21 Ibid. 


280 


piamos, acostado en el pesebre, «al Cordero de Belén que 
ha vencido a la serpiente y dado la paz al mundo» 22 . 

Estamos lejos de la idílica imagen de un parvulito. Es 
ya el hombre de dolor de Isaías ( Is 53, 3). El símbolo bau- 
tismal tiene la figura de la Cruz y el baño del niño anticipa 
el baño bautismal de la Epifanía; ésta nos remite al drama- 
tismo tan profundo de Romanos 6, al bautismo como sím- 
bolo de la muerte. Efectivamente, los pañales del niño 
tienen exactamente la forma de las vendas mortuorias que 
nos muestra el icono de la Resurrección, y la inmovilidad 
tan extraña del Cordero de Belén recuerda el texto de mai- 
tines del Gran Sábado: «éste es el Sábado bendito, éste es 
el Día del gran reposo. Pues en este día el Hijo único de 
Dios descansa de todas sus obras». «La vida se ha dormi- 
do y el infierno se estremece de espanto». Un texto de la 
fiesta designa la finalidad de ese «descanso en vela ince- 
sante»: «envuelto en pañales, deshace las cadenas fuerte- 
mente anudadas de nuestros pecados», los pañales-vendas 
mortuorias profetizan «la muerte vencida por la muerte». 
Desde ahora los magos, como los textos lo van sugiriendo 
gradualmente, simbolizan las mujeres mirróforas: «Dios 
trae a los Magos para que lo adoren, prediciendo su Resu- 
rrección después de tres días, con el oro, la mirra y el 
incienso» 23 -«oro puro Como al Rey de los siglos; incienso 
como al Dios del Universo y mirra, para Él, el Inmortal, 
como muerto de tres días» 24 . 

El niño se halla a la altura exacta del «número de oro» o 
«sección dorada» como clásica dimensión de la Cruz. Y así 
es como la Cruz se hace presente a través de esta propor- 

22 Oración de despucs de la Liturgia. 

23 Maitines de la Sinaxis de la Theotókos. 

24 Vigilia de la Natividad. 


281 



ción geométrica, de suerte que el niño se encuentra en el 
punto donde se encuentran sus brazos. 

El niño acostado en la cueva ya es la bajada del Verbo a 
los infiemos y la expresión, quizá más sobrecogedora, del 
prólogo del cuarto Evangelio: «La luz luce en las tinie- 
blas». La polaridad absoluta que contienen estas palabras 
obliga a comprender «tinieblas» en su sentido último, in- 
fernal, designando todo lo trágico del designio de Dios a 
través de la historia. Visto desde el tiempo, es la más an- 
gustiosa coexistencia de la Luz y de las tinieblas, de Dios y 
de Satán... Visto desde la eternidad, «el Sol que se ha pues- 
to con El disipa para siempre las tinieblas de la muerte»... 

La presencia del buey y el asno, al lado del pesebre, 
remite una vez más a Isaías: «el buey reconoce a su amo y 
el asno el pesebre de su Señor, pero Israel no conoce nada, 
mi pueblo no comprende nada» (Is 1, 3). El simbolismo del 
becerro artificial y la burra del Rey entrando en Jerusalén 
se refuerza con el de los pastores con sus ovejas y plantas 
(queda excluido cualquier idilio bucólico) y muestra la 
dignidad mesiánica del Niño: «De leche y de miel (Emma- 
nuel) se alimentará hasta que sepa desechar lo malo y ele- 
gir lo bueno» ( Is 7, 15). La Tierra Prometida es la imagen 
del Reino mesiánico que mana leche y miel (Ex 3, 8). Mateo 
(4, 15-16) cita a Isaías (8, 23-9), y lo relaciona con el anuncio 
del nacimiento de Cristo: entonces «la montaña (mesiáni- 
ca]... será tierra de bueyes y pasto para corderos» (Is 7, 24), 
paisaje muy exacto del icono. 

Pero los pastores nos recuerdan inmediatamente la fi- 
gura del Pastor-Mesías. El significado de la cueva proyec- 
ta una luz muy curiosa sobre la parábola del Buen Pastor 
(Jtt 10, 1-21) y le da el alcance de una versión joánica del 
«descenso a los infiernos». El Aprisco, donde las ovejas 
esperan al verdadero Pastor, el Mesías, es el infierno, «el 
valle de la sombra de la muerte» (Sal. 23, 4). «El que no 


282 



entra por la puerta... es un ladrón». Ladrón es el nombre 
de Satán, que no puede entrar por la puerta que es Cristo, 
introduciéndose entre las ovejas por caminos rodeados de 
mentira. El Pastor-Mesías «las llama una a una y hace salir 
a las ovejas», viene para «ponerlas fuera», fuera del apris- 
co -infierno, muerte-, «para darles la vida» - «para condu- 
cir a todo ser desde las puertas sin sol al esplendor 
vivificante» 25 . El tema del Pastor se profundiza: El no es 
solamente quien salvaguarda y guía, sino aquel que saca 
de la muerte a la vida. 

Así el icono aparece ahora con todo su significado me- 
siánico y escatológico: la Navidad donde ya está todo ter- 
minado y el terrible secreto de Dios que se hace Hombre 
son proclamados con todas sus resultantes. «La eternidad 
y el tiempo se abrazan». Efectivamente, el oficio de la pró- 
tesis que abre la celebración de la liturgia oriental repre- 
senta «el Cordero inmolado antes de la fundación del 
mundo»; es la inmolación del amor divino en la eternidad. 
El Cordero eucarístico está situado en el discos y después 
de este ritual de inmolación preetema es cuando el sacer- 
dote coloca encima el asterisco -estrella de Belén- dicien- 
do: «Y la estrella llegó y se detuvo encima del lugar donde 
se encontraba el niño» (Mf 2, 9). Este es el comienzo de la 
liturgia donde se actualiza la inmolación en el tiempo. 

El cordero de Belén es ya el Cordero Eucarístico. Anti- 
guamente, en el desierto, el maná, «ese pan del cielo», 
alimentaba al pueblo hebreo. Hoy, en lo más profundo del 
desierto del infierno se ofrece el «Pan de Vida». «Venid, 
regocijémonos explicando este misterio. El muro de sepa- 
ración (triple barrera) se ha invertido; el ángel de la espa- 
da resplandeciente se retira y se aleja del 'árbol de la 


25 


Maitines, oda 4. 



vida'» 26 . Según la tradición, la Cruz estaba hecha con la 
madera del «árbol de la vida» edénico. La Cruz plantada 
en el centro del cosmos florece en Arbol de la Vida rever- 
deciendo de nuevo y ofreciendo su fruto de inmortalidad: 
la santa eucaristía. 

«Salve, oh Estrella que nos anuncia el Sol», - «Aurora 
del Día místico». - Fuera de la cueva, revestida con púrpu- 
ra real, la Basilissa -la Reina Theotókos- está tendida. Ago- 
tada, descansa su cabeza en la mano y su mirada está 
perdida en la contemplación del Evangelio de la salvación: 
«ella conservaba todas estas palabras y las meditaba en su 
corazón» (Le 2, 19). Madre, y sin embargo aparta la vista 
de su hijo, nos acoge a todos y reconoce en nosotros el 
nacimiento de su hijo, y al mismo tiempo es en ella donde 
toda la humanidad ha pronunciado ese fiat cuyo sentido 
explica admirablemente Nicolás Cabasilas: «La Encama- 
ción fue no solamente obra de Dios, sino también obra de 
la voluntad y de la fe de la Virgen. Sin el consentimiento 
de la muy Pura, sin el concurso de su fe, ese designio era 
tan irrealizable como sin la intervención de las Tres mis- 
mas Personas divinas. Dios la toma por Madre y le toma 
prestada la carne que ella quiere darle. Al igual que Él se 
encamaba voluntariamente, también quería que su Madre 
le diera a luz libremente y de buen grado» . Eva nueva. 
Madre de todos los vivos, ha formulado su fiat por todos y 
por eso simboliza la Iglesia. Virgo fidelis, ha respondido 
con la fidelidad humana a la fidelidad divina de la prome- 
sa. En ella culmina la esperanza del pueblo judío y ella es 
la que resume esta larga espera llena de prefiguraciones y 
de signos, cuya clave nos la da la ciencia divina. 


% V ísperas déla Navidad . 

77 //om. 5 obre ¡a Anunciación. 


284 


«Aquel que ha nacido de un Padre sin madre, en este 
día, ha tomado carne en Ti sin padre » a ; la paternidad mis- 
teriosa de Dios se refleja en lo humano en maternidad 
milagrosa de la Virgen. Más conforme al alumbramiento 
divino del Verbo por su Padre que al humano natural, 
vemos hasta qué punto este milagro hace absurdo el con- 
siderar a la Theotókos como «una mujer entre las muje- 
res»... «Dando a luz en contra de las leyes de la naturaleza 
y permaneciendo sellada», lleva en los iconos tres estrellas 
sobre la cabeza y los hombros: signo de la virginidad an- 
tes, durante y después del nacimiento de Cristo. Acostada 
y destacándose netamente del conjunto, es la repre- 
sentación de la humanidad, la Torre de la visión de Her- 
mas, la Iglesia. Los nombres litúrgicos lo subrayan y 
encuentran en el icono su imagen: Montaña Santa, Cum- 
bre de la santidad. Roca original. En la fiesta de la recrea- 
ción, ella es el don más sublime que el hombre haya sido 
nunca capaz de ofrecer a Dios: «¿Qué vamos a ofrecerte, 
oh Cristo, pues por medio de nosotros Tú naces en la tie- 
rra como un Hombre? Cada una de las criaturas que son 
tu obra te trae efectivamente su testimonio de gratitud: los 
ángeles su canto, los cielos la estrella, los magos sus dones, 
los pastores su admiración, la tierra la cueva, el desierto el 
pesebre; pero nosotros los hombres Te ofrecemos una Ma- 
dre Virgen» 29 . A través de los milenios y las generaciones, 
la humanidad ha cultivado ese don, y sobre su pureza 
reposó el Espíritu Santo. Misteriosa presencia de la Iglesia 
ante Jesús, convergencia de la espera de Israel y de los 
gentiles, ¿no ha confesado ya su Virginidad la raza de 
Ismael?... 


^ Kontakion, tono 2, Maitines. 
29 Versos de la fiesta. 


285 



En el lado izquierdo está san José sumergido en una 
profunda meditación. Visiblemente a parte, vemos que él 
no es el padre del Niño. Los textos litúrgicos cuentan la 
profunda agitación de José, asaltado por las dudas: «José 
hablaba así a la Virgen María: '¿Cuál es el drama que veo 
en Ti? Estoy sorprendido y mi espíritu está estupefacto'» 30 . 
«¿Cómo vas tú a dar a luz, becerra, sin haber conocido el 
yugo?» (cf. Deut 21, 3). Ante él está el diablo bajo el disfraz 
del pastor Thyrsos (en ciertas composiciones, es un viejo 
con cuernos y cola). Los apócrifos recogen sus palabras 
tentadoras: «Así como este bastón [está doblado o roto, es 
el cetro partido de su antiguo poderj no puede producir 
follaje, tampoco un viejo como tú puede engendrar, y, por 
otra parte, una virgen no puede parir»; pero el bastón de 
pronto florece. «Llevando en su corazón una tempestad de 
pensamientos contradictorios, el casto José se turba, pero 
iluminado por el Espíritu Santo, canta felizmente: Alelu- 
ya» 31 . 

En la persona de san José, el icono describe un drama 
universal y que se reproduce a través de todos los siglos. 
Su contenido es siempre idéntico. El pastor-tentador afir- 
ma que no hay más mundos que el visible y por lo tanto 
que no existe ningún otro medio de nacer además del na- 
tural. Es la negación del principio transcendente, y eso es 
lo trágico del ateísmo sincero de un «corazón lento en 
creer». El rostro de san José expresa a menudo la angustia 
y casi la desesperación («la tormenta interior» según el 
título de un icono) y en algunos iconos la Virgen lo mira 
con una profunda e infinita compasión. 

El mensaje del Evangelio se dirige a la fe y encuentra el 
obstáulo, las dudas. El sufrimiento de la Madre refleja el 

30 Versos de Sophrone. 

31 Aeatista de la Theotókos. 


286 



sufrimiento del mismo Dios, su espera del don libre que se 
expresa tan bien en el texto litúrgico: «Nosotros también te 
ofrecemos más que un presente en dinero: la riqueza de la 
fe verdadera, a Ti, el Dios y Salvador de nuestras almas». 

Arriba se ven los magos, cuyos caballos llaman la aten- 
ción por su ligereza y vida. «Tu natividad, oh Cristo nues- 
tro Dios, ha hecho lucir en el mundo la luz del 
conocimiento; merced a ella, los adoradores de los astros 
poruña estrella han aprendido a adorarte» 32 . «Los poderes 
humanos llegaron a su fin..., el politeísmo idólatra quedó 
herido de muerte» 33 , «los sabios observadores de los astros 
fueron llevados a Ti como primicia de las naciones» 34 . 
Aquí hay un gran misterio de la sabiduría de Dios. Daniel 
el fenicio, Job el idumeo, la reina de Saba, la princesa de 
Arabia, o Melquisedec, el rey sin padre ni madre (Hebr 7, 
3), «santos» y «justos», están sin embargo fuera de Israel, 
pero «son agradables para Dios», pues «Le temen y practi- 
can la justicia». A los Padres les gustaba hablar de las 
«visitas del Verbo» antes de su venida plena. Junto a la 
Alianza con Israel se encuentra el Testamento de los Gen- 
tiles; su conocimiento de Dios ya es una forma de fe en la 
Providencia y en sus intervenciones en la historia: «el Ver- 
bo de Dios nunca ha dejado de estar presente en la raza de 
los hombres» (san Ireneo). El Adviento cósmico es el que 
une la espera mesiánica de los Judíos y la inspiración pro- 
fética de los sabios paganos: «A unos Dios les ha dado la 
ley, a otros la profecía» (Clemente de Alejandría). La Fi- 
lantropía divina recibe a los sabios de todos los tiempos. Si 
los mejores son los «profetas suscitados por el Verbo», es 
porque por encima de la ciencia de los hombres y de toda 


33 Apolítico, tono 4 o . 

33 Versos de Cassia. 

34 Maitines, oda 4*. 


287 



creación de su espíritu brilla la estrella de Belén, que seña- 
la al Logos, conduce a la Teognosia y hace doblar las rodi- 
llas en acto de adoración. Los sacerdotes del Sacerdocio 
regio, los filósofos y los sabios, todos los servidores de la 
Cultura, en la medida en que ésta suscita el culto del Espí- 
ritu, aprenden del Paráclito a cantar su alabanza. Su crea- 
ción en sus puntos avanzados y purificados se justifica 
cuando penetra en este mundo y dibuja por anticipación 
profética la imagen del Reino. En otros iconos los pastores 
tocan alegremente la flauta: «El luto había hecho callar la 
música y los cantos; pero Cristo, levantándose en Belén, 
pone fin a los extravíos de Babilonia y da curso a las armo- 
nías de la música» - «Cantad, pues el Señor ha nacido» 35 . 

Los ángeles vestidos de rojo y oro -reflejo de la Majes- 
tad divina- están representados en su doble ministerio: a 
la izquierda, están vueltos hacia arriba, hacia la Fuente de 
la Luz; es la alabanza incesante de Dios, la liturgia celeste; 
el de la derecha se inclina hacia el pastor y es el servidor 
de lo humano, el ángel de la Encamación. En su inclina- 
ción hacia los hombres se siente toda la ternura angélica 
de protección, la vigilia que no cesa del ángel de la guar- 
da. En las horas del silencio podemos adivinar la presen- 
cia de éste, oir su voz, esa voz que nos parecerá en el 
Reino la más familiar, la más conocida, casi la nuestra... 

La última mirada recoge la primera visión y se termina 
en una alegría muy pura; el Paráclito lo sugiere: «¡Cristo 
nace, glorifiquémosle; Cristo desciende de los cielos, id a 
su encuentro; Cristo está en la tierra, exaltadlo!. ¡Cantad al 

Señor, toda la tierra, y en vuestra alegría, pueblos, cele- 
bradlo!» 


35 Maitines, oda 7 *. 


288 



CAPITULO IV 


El icono del bautismo del Señor 

(la Epifanía) 


Hasta el siglo IV, la Natividad y el Bautismo del Señor 
se celebraban el mismo día'. Su unidad es aún visible en la 
estructura similar de los oficios de esas dos fiestas y mues- 
tra una cierta finalización del acontecimiento de la Nativi- 
dad en el del Bautismo. «En su Natividad, dice san 
Jerónimo, el Hijo de Dios vino al mundo de una manera 
escondida; en su Bautismo, apareció de forma manifiesta». 
San Juan Crisóstomo también dice: «la Epifanía no es la 
fiesta de la Natividad, sino la del Bautismo. Antes era des- 
conocido para el pueblo; por el Bautismo se revela a to- 
dos» 1 2 . 

El Espíritu Santo reposa eternamente sobre el Hijo; 
«fuerza manifestadora», revela el Hijo al Padre y el Padre 
al Hijo y realiza así la filiación divina; es la «alegría eter- 
na... donde los tres se complacen juntos» 3 . La Encamación 
se arraiga en el mismo acto de filiación, pero va cubriendo 
progresivamente la humanidad de Cristo. 

1 En Antioquía, las fies las se separan en 326. Constituciones Apostólicas V, 12; VIH, 
33. 

2 I iom. 37 sobre el Bautismo. 

3 San Grkoorjo PalaMas, Cap . fis . 37; P . C . 1 50, 1 144. 


289 



En la Natividad, el Espíritu Santo desciende sobre la 
Virgen y la hace realmente Theotókos, Madre de Dios: «el 
hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios» (Le 
1, 35). «El niño crecía... y la gracia de Dios estaba en él» (Le 
2, 40). «Jesús crecía en sabiduría y edad y en gracia» (Le 2, 
52). Por ser «verdadero hombre», la naturaleza humana de 
Cristo pasa por su crecimiento natural y progresivo; la 
gracia del Espíritu lo acompaña, pero aún no es la Hipós- 
tasis del Espíritu reposando en él como reposa eternamen- 
te en su divinidad. Ahora bien, hablando del Bautismo, 
san Cirilo de Jerusalén y san Juan Damasceno 4 citan los 
Hechos 00, 38): «Dios ha ungido de Espíritu Santo a Jesús 
de Nazaret», y subrayan en el acontecimiento el punto 
culminante de la madurez, la manifestación de la humani- 
dad del Señor desde entonces deificada plenamente. El es 
el Cristo, el Ungido; el Espíritu revela su Humanidad al 
Padre y el Padre lo recibe como su Hijo: «En ese momento 
una voz se oyó en los cielos que decía: Este es mi Hijo 
amado, en quien tengo mis complacencias» (Mf 3, 17). El 
Espíritu desciende sobre el Hijo encamado como el soplo 
de adopción en el mismo momento en que el Padre dice: 
«Hoy te he engendrado» 5 . 

«Mis complacencias» o «mi favor» es el amor recíproco 
del Padre y del Hijo que desde entonces reposa en Cristo 
en el descenso hipostático del Espíritu. El Dios-Hombre se 
revela realmente Hijo en sus dos naturalezas y esa pleni- 
tud del «verdadero Dios y verdadero Hombre» se reafir- 
mará en el momento de la Transfiguración como un acto 
manifestado ya en el Bautismo: «Este es mi Hijo amado». 
Por eso el Bautismo se llama Teofanía, Epifanía, manifes- 
tación de las Tres Personas en su testimonio unánime. Si el 

4 Def. ort., V, 9. 

5 Variante del texto de san Lúea s que cita el S. 2, 7. 


290 



tropario de la Transfiguración dice: «Te has transfigura- 
do... para mostrar a tus discípulos tu gloria», el tropario 
del Bautismo anuncia: «En tu Bautismo en el Jordán, oh 
Cristo..., la voz del Padre te rindió testimonio dándote el 
nombre de Hijo amado y el Espíritu, en forma de paloma, 
confirmaba la irrefragable verdad de estas palabras...» 

De esta manera Jesús crece hasta su madurez. «Tenía 
unos treinta años» (Le 3, 23) cuando en la sinagoga de 
Nazaret anuncia él mismo solemnemente: «El Espíritu del 
Señor está sobre mí, él me ha ungido» (Le 4, 18). Este es el 
misterio propio de la Encarnación. La humanidad de Cris- 
to pasa por su libre determinación. Jesús se consagra cons- 
cientemente a su misión terrestre, se somete enteramente a 
la voluntad del Padre y el Padre le responde enviando 
sobre El el Espíritu Santo. 

Todo este simbolismo denso y recogido del Bautismo 
que nos muestra el icono de la fiesta, hace comprender la 
imponente amplitud de este acto: es la muerte en la Cruz; 
Cristo, al decir a san Juan: «conviene que cumplamos toda 
justicia» (Mt 3, 15), anticipa las últimas palabras que reso- 
narán en el jardín de Getsemaní: «Padre, hágase tu volun- 
tad...» La correspondencia litúrgica de las fiestas lo 
subraya explícitamente: así los cantos del oficio del 3 de 
enero presentan una analogía sorprendente con los del 
Miércoles Santo, el oficio del 4 de enero con el del Jueves 
Santo y el oficio del 5 de enero con los del Viernes Santo y 
del Sábado de la Pasión. 

San Juan Bautista está revestido de un ministerio de 
testimonio: es el testigo de la sumisión de Cristo, de su 
última kénosis. Pero en san Juan Bautista como Arquetipo 6 , 
como representante de la especie humana, toda la Huma- 


6 


Ver el comentario del icono de la Deisis en mi obra \u Mujer y la salvación del 
mundo. 


291 



nidad es el testigo del Amor divino. La «Filantropía de 
Dios» culmina en el acto del Bautismo, «cumplimiento de 
la justicia», con la muerte y la resurrección en último tér- 
mino, cumplimiento de la decisión preetema que hemos 
contemplado en el icono de la Trinidad. 

«Aconteció, pues, que, como todo el pueblo se bautiza- 
ba, Jesús se hizo también bautizar» (Le 3, 21). El Verbo 


viene a la tierra, hacia los hombres, y nosotros estamos en 
presencia del Encuentro más conmovedor de Dios y de la 
Humanidad («todo el pueblo»). Místicamente, en Juan 
Bautista todos los hombres se reconocen «hijos en el Hijo», 
«los hijos amados» en el «Hijo amado» y, por lo tanto, los 


«amigos del Esposo», los 


testigos. El fíat de la Virgen fue el 


sí de todos los hombres a la Encamación, a la venida de 


Dios «a los suyos». En san Juan, otro de los «suyos», todos 
los hombres dicen fíat al Encuentro, a la Amistad divina, a 
la Filantropía del Padre, Amigo de los hombres. Como 
Simeón «empujado por el Espíritu» encuentra y recibe al 
niño Jesús, Juan encuentra y recibe a Jesús-Mesías: «Hubo 
un hombre enviado de Dios, se llamaba Juan; vino como 


testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creye- 
sen por él» (Jn 1, 6-7). El testifica por todos, en lugar de 
todos, y este testimonio es un acontecimiento en el interior 
de la humanidad total y concierne a todo hombre. 


El cuarto Evangelio habla de Juan en su «prólogo», jus- 
to después de «Al principio era el Verbo», y cuando lee- 
mos «hubo un hombre enviado de Dios», sentimos que su 
llegada, en cierto sentido, también viene del «comienzo», 
de la eternidad. El cielo se abre ante él y «le rinde testimo- 
nio: He visto al Espíritu descender sobre El... Este es el 
Hijo de Dios» (jn 1, 29-34); en estas breves palabras ya 
está, de forma reducida, todo el Evangelio. Juan es el que 
sabe, señala al cordero, pues está iniciado en el misterio 
del «Cordero inmolado desde la fundación del mundo»... 


292 



Juan no ha «predicho» nada y es el mayor profeta; co- 
mo el dedo de Dios, señala a Cristo. Es el más grande 
porque es el más pequeño, es decir, está liberado de su 
propia suficiencia para ser sólo el que «está ahí», que goza 
oyendo la voz del Esposo, que es el amigo del Esposo y 
cuya alegría es grande, sin medida. Es la proximidad más 
íntima en donde la Palabra tiene eco. El es a imagen del 
Hijo, que es por entero la Palabra del Padre; es también a 
imagen del Espíritu, pues «no dice nada de sí mismo sino 
que habla en nombre de Aquel que ha venido». Es ese 
«violento que arrebata los cielos» y su martirio ilustra ad- 
mirablemente un antiguo logion monástico: «da tu sangre 
y recibe el Espíritu»... Junto con la Theotókos está al lado 
del Cristo Juez e intercede por todos los hombres. El pue- 
de hacerlo, pues su «amistad» alcanza el nivel de otro gran 
espiritual cuya historia se nos cuenta en los Apophtegmata 
Patrum : «San Paissius el Grande rogaba por su discípulo 
que había renegado de Cristo, y, mientras oraba, el Señor 
se le apareció y le dijo: 'Paissius, ¿por qué oras? ¿No sabes 
que ha renegado de mí?' Pero el santo no dejaba de apia- 
darse y de rogar por su discípulo, y entonces el Señor le 
dijo: 'Paissius, te has asimilado a mí por tu amor...'» 

La liturgia llama a Juan «predicador, ángel y apóstol». El 
testimonia y su voz de amigo del Esposo suscita la prime- 
ra vocación apostólica: «Andrés y Juan siguen a Jesús» (/« 
1, 37). Más tarde deja este mundo y desciende a los infier- 
nos como Precursor de la Buena Nueva. 

El bautismo de Juan antes de la Epifanía sólo era un 
«bautismo de penitencia para la remisión de los pecados» 
(Le 3, 3), era la conversión de la última espera. Yendo al 
Jordán, Jesús no iba a hacer penitencia, porque El no tenía 
pecado; decir que daba ejemplo de humildad no responde 
tampoco a la grandeza del acontecimiento. El bautismo de 
Jesús es su Pentecostés personal, el descenso del Espíritu 


293 


Santo y la Epifanía trinitaria: «En el momento de tu bautis- 
mo en el Jordán, Señor, se manifestó la adoración que se 
debe a la Trinidad» (tro parió de la fiesta). De esta plenitud 
surge el sacramento del bautismo en el nombre de Jesús, y 
esta palabra se precisa inmediatamente en la fórmula bau- 
tismal plenaria: «En el Nombre del Padre, del Hijo y del 
Espíritu Santo». Los textos litúrgicos llaman a la fiesta «el 
gran Año Nuevo», pues «el universo se renueva en la luz 
de la Trinidad». Precisamente los Obispos escogen ese mo- 
mento para anunciar a las iglesias el tiempo de la gran 
cuaresma y la fecha de la celebración de la Pascua. 

El icono de la Epifanía reproduce el relato evangélico, 
pero añade algunos detalles tomados de la liturgia de la 
fiesta y muestra lo que Juan habría podido contar. Sobre el 
icono, el fragmento de un círculo representa los cielos que 
se abren, y a veces de un pliegue, que parece la franja de 
una nube, sale la mano del Padre que bendice. De ese 
círculo salen rayos de luz, atributo del Espíritu Santo, que 
iluminan la Paloma. Reminiscencia de las palabras inicia- 
les «Que se haga la Luz», la «energía manifestadora» del 
Espíritu revela al Dios trinitario: «La Trinidad, nuestro 
Dios, se nos ha manifestado sin división». Cristo ha veni- 
do para ser la luz del mundo que «ilumina a los que habi- 
taban en las tinieblas» ( Mat 4, 16), de ahí el nombre de 
«Fiesta de las luces» 7 . «Mientras Jesús se sumergía en el 
agua, el fuego se encendió en el Jordán» 8 : éste es el Pente- 
costés del Señor, y el Verbo prefigurado por la «columna 
de luz» nos muestra que el bautismo es iluminación, naci- 
miento del ser a la luz divina. 

Antaño, en la vigilia de la fiesta, tenía lugar el bautismo 
de los catecúmenos y el templo estaba inundado de luz, 

7 San Gregorio Nacianckno, Or. XI, 46; Or. XL, 24. 

8 TATTEN, Díatessaron. 88, 3; cf . Evangelio de los Nazarenos. 


294 



símbolo de iniciación en el conocimiento de Dios. El testi- 
go de esta luz, san Juan, ha sintonizado con el aconteci- 
miento, pues él mismo es «la lámpara encendida y 
brillante» y la gente venía «a gozar de su luz» ( Jn 5, 35). 

El descenso del Espíritu Santo en forma de Paloma tra- 
duce el movimiento del Padre que va hacia su Hijo. Por 
otra parte se explica, según los Padres 9 , por la analogía con 
el diluvio y con la paloma con la rama de olivo, signo de la 
paz. El Espíritu Santo planeando sobre las aguas primor- 
diales ha suscitado la vida, al igual que planeando sobre 
las aguas del Jordán suscita el segundo nacimiento de la 
nueva criatura. 

Cristo está representado de pie en el fondo del agua, 
«recubierto por las aguas del Jordán». Desde el comienzo 
de su misión, Jesús afronta los acontecimientos cósmicos 
que encierran los poderes tenebrosos: el agua, el aire y el 
desierto. La travesía del Mar Rojo es uno de los símbolos 
del bautismo: la victoria de Dios sobre el dragón del mar, 
el monstruo Rahab. Un idiomelo de la fiesta hace oir al 
Señor diciendo a Juan Bautista: «Profeta, ven a bautizar- 
me... Tengo prisa en hacer perecer al enemigo escondido 
en las aguas, el príncipe de las tinieblas, para librar al 
mundo de sus redes otorgándole la vida eterna». De esta 
manera, entrando en el Jordán, el Señor purifica las aguas: 
«Hoy las aguas del Jordán se han vuelto remedio y todas 
las criaturas son regadas por olas místicas...» ( oración de 
san Sofronio ). Todo el universo recibe su santificación: 
«Cristo es bautizado; sale del agua y con El vuelve a le- 
vantar el mundo» ( idiomelo de Cosmos). «El rompe la cabe- 
za de los dragones y vuelve a crear a Adán»; es la 
recreación del ser humano, su regeneración en el lavacrum 


9 San Juan Damasceno, De Pide Oí., III, 16. 


295 



purificador del sacramento. Dídimo el Ciego 10 precisa: 
«Dios me ha dado por Madre la fuente bautismal (Iglesia), 
por Padre el Altísimo, por hermano el Señor bautizado 
por todos nosotros». 

En el icono, con su mano derecha Cristo bendice las 
aguas y las prepara para hacerlas aguas del bautismo, a 
las que santifica con su propia inmersión. El agua cambia 
de significado: antes imagen de la muerte (diluvio), es 
ahora «la fuente de la vida» (Apoc 21, 6; ]n 4, 14). Sacra- 
mentalmente, el agua del bautismo recibe el valor de la 
sangre de Cristo. 

A los pies del Señor, en las aguas del Jordán, el icono 
muestra dos figurillas humanas, ilustración de los textos 
veterotestamentarios que forman parte del oficio: «Viole el 
mar y huyó; y el Jordán se echó para atrás» (Sal 1 14, 3). El 
tropario (tono 4) explica: «El Jordán se echó para atrás 
antaño por el manto de Elíseo, y las aguas se dividieron, 
dejando un paso seco, a imagen verdadera del bautismo 
por el cual atravesamos el curso de la vida». Imagen sim- 
bólica que habla de la metanoia aún visible de la naturaleza 
cósmica, del viraje de su ontología. La bendición «de la 
naturaleza acuática» santifica el principio mismo de la vi- 
da terrestre. Por eso, después de la liturgia divina, tiene 
lugar la «gran bendición de las aguas» (de un río, de una 
fuente o simplemente de un recipiente colocado en la igle- 
sia). 

Al hablar de las aguas no santificadas, imagen de la 
muerte-diluvio, la liturgia las llama «tumba líquida», hu- 
datostrótos taphos. En efecto, el icono muestra a Jesús en- 
trando en las aguas como en una tumba líquida. Esta tiene 
la forma de una caverna sombría (imagen iconográfica del 


10 P.G. 39, 692 B. 


296 



infierno) que contiene todo el cuerpo del Señor (imagen del 
entierro, reproducida en el sacramento del bautismo por 
inmersión total, símbolo del triduutn pascual), para «arran- 
car al jefe de nuestra raza de la estancia tenebrosa». Conti- 
nuando el simbolismo anticipador de la Natividad, el 
icono de la Epifanía muestra el predescenso de Cristo a los 
infiernos: «Habiendo bajado a las aguas, ató al fuerte»". 
San Juan Crisóstomo comenta: «La inmersión y la emer- 
sión son la imagen del descenso a los infiernos y de la 
resurrección» 12 . 

Cristo ha sido representado desnudo, se ha vestido con 
la desnudez adánica y así da a la humanidad su vestido 
paradisíaco de gloria. Para mostrar su soberana iniciativa, 
ha sido representado caminando o dando un paso hacia 
san Juan: acude libremente e inclina la cabeza. Juan se 
asusta: «¡soy yo quien necesita ser bautizado por ti, y tú 
vienes a mí!...» Jesús le ordena: «déjame ahora». Juan ex- 
tiende la mano derecha en un gesto ritual, en la mano 
izquierda sostiene un rollo, texto de su predicación. 

Los ángeles de la Encarnación están en actitud de ado- 
ración, y sus manos cubiertas en signo de veneración. Sim- 
bolizan también e ilustran las palabras de san Pablo ( Gal 3, 
27): «Vosotros que habéis sido bautizados en Cristo, os 
habéis vestido de Cristo...» 


" San Ciriio df Jrrusai.en, P . C . 33, 441 B. 
12 I iom . 1 Cor . 40; P . G . 61, 34 B. 


297 



CAPITULO V 


El icono de la transfiguración 

del Señor 


En la luneta central de Santa Sofía, en Constantinopla, 
Cristo sostiene el evangelio abierto en las palabras «Yo soy 
la Luz del mundo». La teognosia de los Padres, fuerte- 
mente marcada por la escatología, se centra naturalmente 
en la Transfiguración, la Resurrección y la Parusía del Se- 
ñor. En esta visión el tema de la luz está puesto de relieve 
de manera sobrecogedora. Como un relámpago, atraviesa 
la iconografía oriental, se sitúa en su elemento y hace de 
ella una grandiosa «mística solar». Antiguamente, todo 
iconógrafo-monje comenzaba su «arte divino» pintando el 
icono de la Transfiguración. Esta iniciación viva y directa 
enseñaba ante todo que el icono se pinta no tanto con los 
colores como con la luz tabórica. Según la tradición, la 
presencia conductora del Espíritu Santo se manifiesta pre- 
cisamente en la luminosidad del mismo icono, suprimien- 
do ésta cualquier fuente definida de luz en una 
composición iconográfica. 

La liturgia de san Juan Crisóstomo se termina con la 
confesión que canta toda la asamblea: «hemos recibido el 
Espíritu celeste, hemos visto la luz verdadera», la hemos 
visto pues hemos recibido el Espíritu. No es lirismo poéti- 
co, sino la afirmación plena y fuerte de lo auténticamente 


299 



vivido: hemos visto realmente la luz. Por eso san Simeón 
el Nuevo Teólogo declara en un sermón: «Dios es Luz y 
los que Él hace dignos de verle lo ven como Luz... Aque- 
llos que no han visto esta Luz, no han visto a Dios, pues 
Dios es Luz...» 

El Señor prepara muy particularmente a sus discípulos 
para la visión inminente y lo hace en términos bastante 
enigmáticos, lo cual subraya la importancia última del 
acontecimiento: «En verdad os digo que algunos de los 
aquí presentes no gustarán la muerte hasta que vean venir 
en poder el reino de Dios» (Me 9, 1), y más precisamente: 
«antes de haber visto al Hijo del hombre venir en su Rei- 
no» (MI 16, 28). Efectivamente, los apóstoles Pedro, Santia- 
go y Juan han sido escogidos, en vida, como «testigos 
oculares de su majestad... Estábamos con El en la montaña 
santa» (2 Peí, 16-18). 

«Se transfiguró ante ellos: su rostro resplandecía como 
el sol, y sus vestidos se hicieron deslumbrantes como la 
luz». Moisés y Elias estaban a su lado. «Una nube resplan- 
deciente los cubrió con su sombra, y una voz desde la 
nube decía: 'Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi 
complacencia...'» (Mt 17, 1-8). 

San Gregorio Nacianceno 1 y san Juan Damasceno 2 ex- 
presan una tradición unánime: la luz revelada a los após- 
toles era la manifestación del «esplendor divino», «gloria 
intemporal» e «increada». Vemos bien que se trata de la 
visión de Dios y por eso la Transfiguración del Señor se 
sitúa en el centro de la teología contemplativa de los Pa- 
dres. San Gregorio Palamas busca precisiones doctrinales 
y da una fórmula incisiva y fundamental para el Oriente: 

1 Sermón 40, sobre el Bautismo; P.C. 36, 365. 

2 Homilía sobre la Transfiguración , P.C. 96, 552. 


300 



«Dios es llamado Luz no por su Esencia, sino por su Ener- 
gía» 3 - 

Llegada con Juan Clímaco, Simeón el Nuevo Teólogo, 
Gregorio el Sinaíta, sólo con Gregorio Palamas, su porta- 
voz, se ha pronunciado plenamente la tradición hesicasta 
acerca de la naturaleza de la comunión entre Dios y el hombre. 
Los Concilios (1341, 1347, 1351-52) reunidos en Constanti- 
nopla consagran su doctrina como la expresión más co- 
rrecta de la enseñanza dogmática de la Iglesia, en 
particular con el Tomo sinodal de 1351. 

La «superesencia» divina es radicalmente transcenden- 
te al hombre y obliga a una afirmación antinómica, pero 
nunca contradictoria, de la absoluta inaccesibilidad de 
Dios en sí, y, por otra parte, de sus manifestaciones parti- 
cipares, de sus operaciones inmanentes en el mundo. 
Dios «sale» en sus energías y allí está totalmente presente. 
Son dos modos de existencia y de presencia de Dios: en su 
esencia transcendente y en sus energías inmanentes. La 
energía nunca es una parte de Dios, sino que es Dios en su 
revelación sin que pierda nada de la «no salida» radical de 
su esencia. Las energías son comunes a las Hipóstasis de la 
Trinidad, son increadas y accesibles a la criatura. La dis- 
tinción-identidad de la esencia y de la energía no afecta de 
ninguna manera a la unidad, indivisibilidad y simplicidad 
divinas, así como la distinción entre las Hipóstasis no hace 
de Dios un compuesto. Incluso san Agustín se ve obligado 
a llamar a Dios simpliciter multiplex 4 . Dios es más que el 
ser, sobre todo bajo una forma lógica, pues es el creador 
de toda forma, y por eso se encuentra por encima y más 
allá de todo concepto. La simplicidad de Dios es «otra», 
diferente de nuestra idea antropomorfa de simplicidad. Ya 


3 Contra Akindynos, PC. 150, 893. 

4 Decivit. Dei , 12, 18. 


301 



todo el dogma es antinómico, metalógico, pero nunca con- 
tradictorio. 

La afirmación fundamental: la transcendencia de la 
esencia inaccesible y la inmanencia de las energías partici- 
pables, de las operaciones, de la gracia, no es una abstrac- 
ción, si determina toda la teología oriental es por ser una 
cuestión de vida o muerte, pues está en el corazón de la 
economía divina de la salvación, de la realidad misma de 
la comunión entre Dios y el hombre. En efecto, el hombre 
no puede participar en la esencia misma de Dios (en ese 
caso sería Dios), y por otra parte toda comunión con un 
elemento creado (gracia creada) no es comunión con Dios. 
El hombre entra en la comunión más real con las energías 
divinas, y, como en el misterio eucarístico, con una parcela 
recibe a Dios entero. La comunión no es ni sustancial (pan- 
teísmo) ni hipostática (el único caso es el de Cristo), sino 
energética y en sus energías Dios se hace totalmente pre- 
sente. 

Esta comunión sobrepasa tanto lo inteligible como lo 
sensible y permite al ser entero del hombre participar en la 
vida divina; el cuerpo también tiene la experiencia de las 
cosas divinas, dice Palamas. Por eso se puede ver a Dios 
con los ojos «transformados por el poder del Espíritu». 
Según san Pablo ( Col 2, 9), «toda la plenitud de la divini- 
dad habita corporalmente» en la humanidad de Cristo, 
«antorcha de cristal» a través de la cual resplandece la luz 
de la Trinidad. En el relato evangélico brota del Cristo 
Transfigurado. Pero la transfiguración es, de hecho, la de 
los apóstoles, quienes, por un momento, «pasaron de la 
carne al Espíritu», y recibieron la gracia de ver la humani- 
dad de Cristo como un cuerpo de luz, de contemplar la 
gloria del Señor escondida en su kénosis y bruscamente 
desvelada a sus ojos abiertos. Esta luz es la energía en la 
cual Dios se da por entero y su visión constituye el «cara a 


302 



cara», misterio del Octavo Día y estado de deificación. Po- 
see «el valor de la segunda venida de Cristo... y el Señor 
en los Evangelios la llama Reino de Dios». 

El icono nos hace ver a Cristo aparecido a los apóstoles 
bajo la «forma de Dios», como una de las Hipóstasis de la 
Trinidad, y esta aparición constituye una Teofanía trinita- 
ria, con la voz del Padre y el Espíritu Santo en la nube 
luminosa. «Luz inmutable del Padre, oh Verbo, en tu ful- 
gurante luz hemos visto hoy, en el Tabor, la luz que es el 
Padre y la luz que es el Espíritu iluminando a toda criatu- 
ra» C Maitines , Exapostilario automelo). Los acontecimientos 
cercanos proyectan su luz por anticipación; ese es el senti- 
do de las palabras del Señor antes de su Pasión: «Ahora ha 
sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorifi- 
cado en El» (/« 13, 31), «Llegó entonces una voz del cielo: 
Lo glorifiqué y de nuevo lo glorificaré» ( ]n 12, 28). 

El Kontakion de la fiesta precisa que la gloria se muestra 
a los discípulos «a cada uno según su capacidad», a medi- 
da de su receptividad. Cristo conversa con Moisés y Elias 
de su futura Pasión; para no inducir a los apóstoles a la 
tentación por la dura prueba de la cruz, aparece en el res- 
plandor de su gloria divina. El Padre testifica la divina 
filiación de Cristo para que los apóstoles «comprendan 
que la pasión era voluntaria» y se den cuenta de que el 
Señor es «en verdad el esplendor del Padre». 

El icono muestra a los discípulos precipitados de la 
cumbre escarpada, consternados y aterrados por la visión 
fulgurante. A menudo, Pedro, a la derecha, arrodillado, 
levanta la mano para protegerse de la luz; Juan, en medio, 
cae volviendo la espalda a la luz; Santiago, a la izquierda, 
huye o se queda boquiabierto. 


5 Citado por J. Meyendorff, CKT-jCORJO Pai.amas, Defensa de los santos hesicaslas, 
Lovaina, p. 166. 


303 



El contraste deseado llama poderosamente la atención. 
Opone a Cristo como inmovilizado en la Paz transcenden- 
te que emana de sí, baña las figuras inclinadas de Moisés y 
Elias y forma el círculo perfecto del más allá, con el dina- 
mismo agitado de los apóstoles, abajo, todavía muy huma- 
nos ante la Revelación que los turba y hace caer en tierra. 
Esta oposición subraya admirablemente, con sus propios 
medios artísticos, el carácter increado de la luz de la 
Transfiguración. 

Maravillado por la visión, san Pedro quería «plantar las 
tiendas», instalarse en la Parusía, en el Reino, antes del fin 
de la historia. Es una tentación evidente y san Gregorio 
Palamas vuelve varias veces sobre el sentido de la historia 
como una escena inmensa de la economía de la salvación. 
El mundo entero está destinado al Reino, debe ser transfi- 
gurado en «nueva tierra». El hombre, en cierto sentido, 
dice, es superior al ángel porque es espíritu encarnado, por- 
que vive en continuidad estrecha con el cosmos, contiene 
toda la creación y condiciona su estado. La naturaleza gi- 
me ( Rom 8) y espera ser liberada, salvada en el hombre 
cristificado, en definitiva, dueño y señor del universo. «El 
hombre verdadero, dice Palamas, cuando la luz le sirve de 
camino, se eleva sobre las cimas eternas; contempla las 
realidades metacósmicas, sin separarse de la materia que lo 
acompaña desde el principio... llevando a Dios, a través de 
él, todo el conjunto de la creación». Vemos por qué la pre- 
gunta de Pedro no ha recibido respuesta; la Resurrección y 
el Reino vienen por la Cruz y es necesario atraer hacia ella 
«todo el conjunto de la creación». Tras la breve irrupción 
del Octavo Día, hay que reemprender la misión apostólica 
a su luz, reencontrar el mundo y descender a su infierno. 

«¿Acaso no es evidente, escribe Palamas, que no hay 
más que una sola y única luz divina: la que los apóstoles 
vieron en el Tabor, la que las almas purificadas contem- 


304 



plan desde ahora y que es la realidad misma de los bienes 
eternos venideros? Este es el motivo por el que el gran 
Basilio ha dicho que la luz que brota del Tabor, en el mo- 
mento de la Transfiguración del Señor, era el preludio de 
la gloria de Cristo en su segunda venida» 6 

De este modo el icono de la Transfiguración aparece 
como el preludio del icono de la Parusía, y podemos con- 
templarlo en la actitud de los apóstoles «aterrados» y reci- 
birlo «según nuestra capacidad». Cuanto más misterioso 
se revela Dios, más envuelve al hombre con su «proximi- 
dad ardiente». Dios se da a los hombres según su sed, 
dicen los espirituales. A algunos, que no pueden beber 
más, sólo les da una gota. Pero a Él le gustaría dar oleadas 
enteras, para que, a su vez, los cristianos puedan desalte- 
rar el mundo... 

Cristo está en el centro de un diagrama llamado gloria 
oval, formado por círculos concéntricos, totalidad de las 
esferas del universo creado. Según el Ars Magna, las tres 
esferas contienen todos los misterios de la creación divina. 
Un pentáculo, inscrito a menudo en el centro de la gloria 
oval, representa la «nube luminosa», signo del Espíritu 
Santo y fuente transcendente de las energías divinas. Moi- 
sés y Elias simbolizan la ley y los profetas, como también 
los muertos (Moisés) y los vivos (Élías, llevado al cielo en 
un carro de fuego). Más conforme al icono, la explicación 
(vísperas, versos del tono 1) de que los dos son grandes 
videntes de la Antigua Alianza (visión de Dios en el Sinaí 
y en el Carmelo). 

Los israelitas cantaban subiendo el monte Sión el salmo 
Judica me: «Envíame tu luz y tu verdad: ellas me guiarán y 
me conducirán a Tu montaña santa...» La montaña santa 


6 Tr. 1, 3, § 43. Otado por MEYENDORFT, Introducción al estudio de Gregorio Palomas, 
p. 268. 


305 



constituye un elemento esencial del paisaje bíblico. La ico- 
nografía muestra a menudo a Cristo de pie o sentado en la 
cumbre de la montaña de donde nacen ríos paradisíacos, 
donde brota la Fuente de la vida que se divide en cuatro 
brazos. Nuevo Adán, Cristo restaura la naturaleza confor- 
me a la visión de Dios: «Quien dice 'Yo soy el que soy 7 se 
ha trasfigurado hoy en el Tabor para mostrar en sí la natu- 
raleza humana revestida de la belleza original de su ar- 
quetipo». «La montaña se cubrió de luz... los cielos se 
estremecían y la tierra temblaba al contemplar al Señor de 
gloria. Todo muestra júbilo hoy, pues en la luz divina res- 
plandece toda la naturaleza. Por eso exclama con alegría: 
Cristo se ha transfigurado. Él, el Salvador del mundo» 
( idiomelos de Cosmas y de Anatole, en las vísperas). 

«Estamos muy bien aquí», dice san Pedro. Expresa su 
arrebato al encontrarse en el estado inicial del mundo 
cuando Dios, al contemplarlo, «vio que era bello». Así es 
como Dios ha creado el mundo, aunque su verdad perma- 
nezca aún escondida. Sin embargo, el velo se ha levantado 
en la cima del Tabor y los discípulos antes de aterrorizarse 
han experimentado el gozo perfecto. 

El icono es más que un arte. La distancia entre estas dos 
visiones es tan grande que hay que seguir el consejo litúr- 
gico: «que toda carne se calle» y entonces, en un recogi- 
miento silencioso, los ojos se abren y el icono se anima y 
hace sensible su mensaje secreto, como la luz de la Transfi- 
guración apareció a los tres apóstoles escogidos por el Se- 
ñor. Un resplandor semejante, la imagen del mundo 
futuro, nos alcanza como una verdadera Fiesta de la Belle- 
za. Ahora bien. Cristo conversa con Moisés y Elias y les 
habla de su Pasión, de la Belleza crucificada, pero, precisa- 
mente porque es crucificada, resplandece más aún. El 
Amor, incluso en Dios, sólo puede ser sacrificial; por lo 
tanto, la Cruz y el camino de la Cruz que el mundo actual 


306 



sigue tras los pasos de Cristo; no obstante, la Cruz, y este 
es el mensaje secreto del icono, resplandece ya con la luz 
de la mañana de Pascua. 


307 



CAPITULO VI 


El icono de la crucifixión 


«El Cordero crucificado antes de la creación del mun- 
do» entra en la Historia para ser crucificado bajo Pondo 
Pilato, en Jerusalén. El Unico, sin mancha ni sombra, viene 
al mundo envenenado por el pecado. La hostilidad, el odio 
ontológicode 1 Pervertido hacia el Santo, el Puro, el Inocen- 
te, alcanza tal intensidad que la Cruz se hace evidente, 
inexorable: «El Hijo del hombre será entregado en manos 
de los pecadores» ( Mt 26, 45), también en manos del «dios 
de este mundo»... 

En su Encamación,* el Verbo tomó la totalidad de la 
naturaleza humana, todos y cada uno se encuentran en 
ella. El primero y el segundo Adán constituyen dos polos, 
dos centros que coexisten en la humanidad total y en cada 
hombre. «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» {Mt 
6, 21), cada uno puede libremente escoger su eje exist- 
encial. El fundamento objetivo y universal de la salvación 
se aplica a todo el género humano, pero la salvación cul- 
mina efectivamente, es asumida personalmente, nominati- 
vamente, en la libre opción de cada uno; ahí reside el 
drama inmenso del mismo Dios. «Dios lo puede todo, me- 
nos obligar al hombre a que lo ame», dice el célebre axio- 
ma de los Padres de la Iglesia... 


309 



El Hijo de Dios se presenta ante su Padre como «Hijo 
del Hombre». El segundo Adán se identifica con el prime- 
ro y se hunde, en Getsemaní, en la noche mortal de la 
angustia: «Ahora mi alma se siente turbada... ¡Mas para 
esto he llegado a esta hora!» (Jn 12, 27). Cristo se hace el 
sujeto del pecado libremente aceptado. Ecce Horno, y por otra 
parte: «ya no soy yo el que vive, es Cristo el que vive en 
mí», los Yo humanos de los dos Adán coinciden, se identi- 
fican. Es el «amor loco» ( mánikon éros según la expresión 
de Nicolás Cabasilas) del Dios-Hombre, su amor-límite 
para con su hermano caído. 

El Padre tiende el cáliz de las iniquidades humanas a 
su Hijo, le obliga a sobrepasar el sobrecogimiento, el pa- 
vor de su esencia humana no ante el sufrimiento físico 
sino frente a la carga aplastante del Pecado universal, fren- 
te al paso misterioso y temible por las puertas de la muer- 
te. Su grito de «alejar el cáliz» no fue atendido por el 
Padre, su libertad humana debía aceptar la Cruz. 

«El Padre es el Amor que crucifica, el Hijo es el Amor 
crucificado, el Espíritu Santo es el poder invencible de la 
Cruz», ha dicho magníficamente el Metropolita de Moscú, 
Filaretes. En cierto sentido, es la Crucifixión común en la 
que cada Persona de la Trinidad tiene su propia manera 
de participar en el Misterio y que el icono de la Trinidad 
de Rublev nos muestra sobrecogido, silenciosamente, mis- 
teriosamente. ¿Antropomorfismo que introduciría el Teo- 
pasquismo en la inmutable eternidad de Dios? Está claro 
que no. Los Padres han visto bien la antinomia de Dios 
mismo. Dios es más que un Absoluto, pues es absoluta- 
mente El mismo y el Otro mismo: el Dios Hombre, y el 
nombre de Dios es relativo al Mundo. Cómo Dios puede 
ser a la vez absoluto y relativo. Dios de la Historia y Dios 
en la Historia, es el misterio de su Amor que transciende 
su propia transcendencia y debe ser venerado, en el silen- 


310 



do, temblando... El sufrimiento de la naturaleza humana 
de Cristo se siente en su Hipóstasis y por eso posee su 
equivalente en la unidad trinitaria de Dios. Todo el canon 
eucarístico con la epíclesis se dirige a la Trinidad, es la 
obra de la Trinidad. 

«El Espíritu Santo es el gozo en el que los Tres se com- 
placen juntos». Pero el grito que sonó en la Cruz: «Padre, 
por qué me has abandonado», quiere decir que el Espíritu 
ya no une el Hijo al Padre; el «Dador de Vida» abandona 
al Hijo como lo ha abandonado el Padre. El Espíritu Santo 
se hace el Sufrimiento inefable allí donde se unen los Tres. 
El Padre se priva del Hijo y el Hijo pasa, como en un 
instante de eternidad, por lo infinito divino de la soledad. 
El Espíritu Santo, amor recíproco del Padre y del Hijo, se 
ofrece en sacrificio, se apropia a su manera de la Cruz 
para hacerse «el poder invencible de la Cruz»... 

El admirable icono de Rublév muestra al Gran Sacerdo- 
te que ofrece el sacrificio, simbolizado por el cáliz sobre el 
altar de la Trinidad, pues «Dios ha amado tanto al mundo, 
que le ha dado a su único Hijo...» 

¿Cómo puede el hombre comprender el Amor que está 
a la medida de Dios? Para Cristo aceptar la Cruz significa 
introducir en el interior de sí, por compasión , el Pecado del 
mundo como suyo propio... La Cruz ha hecho culminar el 
abismo de la inocencia y el abismo de las tinieblas en el 
mismo grito: Abba Padre... 

En la kénosis la divinidad se calla y la humanidad grita. 
Dios toma en sí la respuesta a su propia Justicia, asume la 
consecuencia última de su acto de creación. El Amor toma 
en sí el Pecado del mundo para perdonar a cada pecador... 

«Llega el príncipe de este mundo, que nada puede con- 
tra mí» (Jm 14, 30). «El Padre me ama porque doy mi vida... 
Nadie me la quita, sino que la doy yo mismo... Tal es el 


311 



mandato que del Padre he recibido» (/n 10, 17-18). En al- 
gunos iconos se ve al «Hombre de dolor» transfigurando 
en sí mismo todo el sufrimiento humano, al Elkómenos su- 
bir de sí mismo la escalera apoyada en la cruz... «Esta es 
vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Le 22, 53). Es una 
violencia, unos ultrajes y una muerte aceptados libremen- 
te. 

Dios pide a Abraham el sacrificio de su hijo sin ninguna 
garantía. Sin tal aceptación total situada más allá de toda 
garantía, la fe de Abraham no habría alcanzado su última 
verdad, su grado agónico. El texto tan conmovedor de la 
Epístola a los Hebreos (11, 31-39) describe el destino emi- 
nentemente trágico de los profetas. Se da ahí toda una 
teología del fracaso y de la decepción, pero a su luz esos 
fracasos se revelan como los mayores logros: «en efecto. 
Dios había pensado para nosotros algo mejor»... mejor que 
un aparente logro. Y es que la existencia de los profetas es 
una prefiguración y se identifica con el trágico destino de 
Dios en el mundo. «El Cordero inmolado desde la funda- 
ción del mundo» fue suspendido por encima del abismo 
«sin forma ni contenido», lo cual quizá quiera decir tam- 
bién que desprovisto de toda garantía. Las teodiceas opti- 
mistas construyen siempre el sistema rectilíneo y 
racionalista de los amigos de Job. Ahora bien, la libertad 
humana, «la segunda libertad», como dicen los Padres, 
para ser verdadera, es decir, a imagen divina, debería ser 
imprevisible incluso para Dios, precisamente por su libre 
decisión de echar sobre su Omnisciencia el velo de su ké- 
nosis. Dios deja la cumbre de su silencio y arriesga la 
apuesta insensata que ha hecho su Amor. En la Cruz, Dios 
contra Dios, toma partido por el hombre. Sacrifica a su 
Hijo sin que ningún Angel detenga su muerte, y como una 


312 



especie de garantía: «cuando venga el Hijo del hombre, 
¿encontrará fe en la tierra»?... (Le 18, 8) 

La Cruz vivificante es la única respuesta al proceso del 
ateísmo en el reino del mal. Se puede aplicar a Dios la 
noción más paradójica, la de la debilidad, que significa la 
salvación mediante el libre amor: «Dios se presenta y de- 
clara su amor, y pide que le paguen con la misma moneda; 
...rechazado, espera a la puerta... Por todo el bien que nos 
ha hecho no pide a cambio más que nuestro amor; como 
pago de nuestro amor, nos perdona todas nuestras deu- 
das» . 

Frente al sufrimiento, frente a toda forma del mal, la 
única respuesta adecuada es decir que «Dios es débil» y 
que no puede sino sufrir con nosotros. Débil, en efecto, no 
en su omnipotencia, sino en su Amor crucificado... 

En la Cruz Cristo ha asumido la mortalidad misma. El 
poder de la muerte está en su autonomía, pero Cristo da 
su muerte al Padre, y por eso en Cristo es la muerte la que 
muere: «por la muerte ha vencido a la muerte». «Desde 
entonces ningún hombre muere ya solo» 1 2 ; Cristo muere 
con él para resucitarlo con El. 

Hacia el siglo XI, en Bizancio 3 , en los iconos, el Cristo 
vestido con una túnica de mangas cortas, vivo, con los ojos 
abiertos, erguido en la cruz, herencia transmitida de Pales- 
tina, de Siria y Capadocia, se sustituye por el Cristo des- 
nudo y muerto, con la cabeza inclinada y el cuerpo 


1 Nicolás Cab así las. La vida en Jesucristo , VI . 

2 El padre Sergio Bulgakov, en su S ofiología de la muerte , describe su experiencia 
conmovedora, durante una enfermedad grave, de esta co-mucrte, de esta 
muerte con Cristo. 

3 Ver manuscrito pintado en el monasterio de Stoudios en 1066, British Muscum, 

adié. 19.352. 


313 



ligeramente flexionado. El cuerpo está desnudo, salvo un 
lienzo blanco que cubre sus caderas; la elegancia de sus 
pliegues se añade a la belleza de la línea. Los ojos cerrados 
indican la verdadera muerte, y, al mismo tiempo, el rostro, 
inclinado hacia la Theotókos, traduce más bien un profun- 
do sueño, que transmite la verdad dogmática de la inco- 
rruptibilidad del cuerpo en la muerte: «La vida se ha 
dormido y el infierno tiembla de espanto» ( oficio del Sábado 
Santo, versos del tono 2)\ 

El Crucificado en Oriente nunca presenta el realismo de . 
la came agotada y muerta, ni del dolorismo de la agonía. 
Muerto y sosegado, no ha perdido nada de su nobleza real 
y conserva siempre su majestad, como dice san Juan Cri- 
sóstomo 5 : «Lo veo crucificado y lo llamo Rey». 

La cruz es de tres travesanos. El inferior, bajo los pies 
del Señor, está ligeramente inclinado. Ese scabellum pedum 
(Hech 2, 35; Sal 109), por un lado inclinado hacia abajo, 
representa el destino del ladrón de la izquierda, y el otro, 
inclinado hacia arriba, el destino del ladrón de la derecha. 
El tropario de Nona compara la cruz con una balanza del 
destino. «Balanza de justicia» y brecha de eternidad, la 
cruz está en medio como el guión que une misteriosamen- 
te el Reino y el infierno. 


' A veces se ve el chorro de sangre que fue un signo de vida persistente: «la 
sangre y el agua han manado calientes del cuerpo del Señor, incluso después de 
su muerto, recuerda el Concilio Quinisecto en su Canon 32. De esta doctrina se 
desprende el rito del Zeón de la liturgia bizantina: se añade un poco de agua 
caliente a la sangre de Cristo, que es sangre viva, cálida, pneumatizada. 

5 P.C. 49, 413. 


314 



El icono de la Crucifixión hace ver en la rama vertical 
de la cruz el descensus y el ascensus del Verbo. «Cristo en la 
cruz, dice Santiago de Saroug 4 * 6 * , se sostenía sobre la tierra, 

como sobre una escalera rica en escalones». La cruz es «el 

_ 

árbol de la vida plantado en el Calvario» , el lugar del 
gran «combate cósmico». Los Hechos de Andrés precisan: 
«Una parte está plantada en la tierra para reunir las cosas 
que están en la tierra y en los infiernos con las cosas celes- 
tes». Por eso, en los iconos, el pie de la cruz se hunde en 
una cueva negra donde yace la cabeza de Adán 8 , siendo el 
Gólgota el «lugar de la calavera» (/n 19, 17). Este detalle 
simbólico muestra la cabeza del primer Adán, y en él a 
toda la humanidad, regada por la sangre de Cristo. 

El fondo arquitectónico muestra los muros de Jerusa- 
lén. Cristo ha sufrido fuera de los muros de la ciudad y los 
fieles deben seguirle, «pues no tenemos aquí ciudad per- 
manente» ( Hebr 13, 11-14). En lo alto, el fondo claro del 
cielo subraya, según san Atanasio y san Juan Crisóstomo, 
el alcance cósmico de la cuz que purificó los aires de los 
poderes demoníacos 9 . 

El color pálido del cuerpo lo empuja en la profundidad 
y por contraste pone de relieve la cruz oscura de la pasión. 
La cruz está plantada sólidamente en el suelo, mientras 
que el cuerpo suspendido forma una noble curva que lo 
despoja del peso, lo hace ligero y como aéreo. El cuerpo se 
acerca a la Virgen, que se mantiene siempre a la derecha 
de la cruz y parece lanzarse hacia su Hijo. Su mano dere- 
cha señala la cruz, su mano izquierda, con su inmovilidad, 
subraya el movimiento de la derecha, los dedos están cer- 

4 llom. sobre la visión de Jacob, 95. 

7 Oficio de la Exaltación de la Cruz. 

8 OwciiNESk in Mal. ; P C. 91, 1.309 B. 

9 De la Encamación ; P.C. 25, 1 40 A C; Sobre la Cruz; P.C.9. 49, 408-9. 


315 



ca de la garganta como para deshacer su contracción, pro- 
vocada por un dolor indecible. Así, de una mano a otra 
solamente pasa la voz trágica del silencio. La Madre no 
puede moverse, está fija en el dolor y su alma traspasada 
por la espada. Con sus vestidos oscuros, parece como ale- 
jada del cuerpo pálido y como irreal de su Hijo. 

Juan, con vestidos más claros, se encuentra a la izquier- 
da y un poco alejado de la cruz. Su mano, igual que la 
cabeza ligeramente inclinada, parece dirigir sus pensa- 
mientos hacia el Señor. Mira delante de él, su mirada está 
perdida o vuelta hacia adentro, y contemplativo medita el 
misterio de la Pasión. 

El Salvador en cruz no es simplemente un Cristo muer- 
to, es el Kyrios, Dueño de su propia muerte y Señor de su 
vida. No ha sufrido de hecho ninguna alteración por su 
Pasión. Sigue siendo el Verbo, la Vida eterna que se aban- 
dona a la muerte y la sobrepasa. «Cuando fuiste crucifica- 
do, oh Cristo, la creación entera ante este espectáculo se 
estremeció de horror y los cimientos de la tierra temblaron 
ante tu poder». 

El Dios-Hombre aparece en su doble e inseparable di- 
mensión: con Dios por encima, con la humanidad por de- 
bajo. Unos ángeles se ciernen sobre la cruz: es el cielo; y 
los personajes al pie de la cruz, una santa mujer y el centu- 
rión Longinos, simbolizan la humanidad. 

Al contemplar el icono pensamos en la hermosa refle- 
xión de Nicolás Cabasilas: «En función de Cristo ha sido 
creado el corazón humano, cofre inmenso y suficiente- 
mente amplio para contener a Dios mismo... El ojo ha sido 
creado para la luz, el oído para los sonidos, todas las cosas 


316 



para su fin, y el deseo del alma para lanzarse hacia Cris- 
to» 10 . 


10 La vida en Jesucristo, tr. por Broussaleu x, p. 79. 


317 



CAPITULO VII 


Los iconos de la resurrección 

de Cristo 


«Tomó la descendencia de Abraham. Por eso hubo de 
asemejarse en todo a sus hermanos» ( Hebr 2, 16-17). La 
muerte voluntaria del Señor es el último y más trágica- 
mente sonoro acorde de su unidad conyugal con la huma- 
nidad, mas no por eso punto final de su ministerio 
terrestre. «Ese día lo señaló misteriosamente Moisés cuan- 
do dijo: y el Señor bendijo el séptimo día. Porque el sábado 
bendito es el día del descanso, el día en que el Hijo ha 
descansado de todas sus obras» ( Maitines del Sábado Santo). 
El silencio del gran sábado cae sobre el último Misterio. 

«Semejante» a los hombres, semejante al estado de 
Adán antes de la caída, la humanidad de Cristo, sin ser 
mortal, no tenía aún el poder efectivo de la inmortalidad. 
Pero aceptando su propia muerte libremente, Cristo asume 
la mortalidad misma; muere con todos los hombres, pero la 
humanidad entera se vuelve a encontrar así en la muerte 
de Cristo que sufre en su Pasión el sufrimiento de todos: 
«gustó la muerte por todos» ( Hebr 2, 9). 

En la muerte de todo hombre, el ser humano se desinte- 
gra, el espíritu con el alma se separan del cuerpo que, 
convertido en tierra, «vuelve a la tierra». También Cristo 


319 



«entrega su espíritu», pero «su alma no ha sido abandona- 
da en la morada de los muertos» (Hec/i 2, 34). En este 
estado misterioso de ultratumba, la unión de las dos natu- 
ralezas en la única Hipóstasis del Verbo permanece sin 
cambio: «Oh Cristo, estás en la tumba con la carne, en el 
infierno con el alma, en el paraíso con el ladrón, en el 
trono con el Padre y el Espíritu» ( Antífona de Pascua). El 
Hijo de Dios es siempre el Hijo del Hombre: Dios-Hom- 
bre, la muerte no separa las naturalezas divina y humana. 
Incluso, ni con el cuerpo se rompe el lazo de su Hipóstasis, 
y por eso su carne no es víctima de la corrupción. Sin 
embargo. Cristo experimenta la verdadera muerte, aunque 
violenta y contra natura, y su alma desciende a los infier- 
nos. 

La muerte de todo hombre, su vuelta a la tierra y la 
corrupción de su cuerpo, manifiestan el principio mismo 
de la mortalidad , consecuencia directa e inevitable del peca- 
do. Ahora bien, no siendo mortal la humanidad de Cristo, 
su muerte era voluntaria y por eso era ya el comienzo de la 
victoria: «por la muerte ha vencido a la muerte». 

«He llevado a cabo la obra que me encomendaste reali- 
zar, y ahora, glorifícame. Padre, cerca de ti mismo con la 
gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existie- 
se» ( Jn 17, 4-5), dice solemnemente Cristo en su oración 
sacerdotal. Es la terminación de la kénosis y la entrada en 
la gloria de siempre. El Pecado se ha clavado en la Cruz y 
«el muro de separación ha sido derribado» (£/ 2, 14). Y 
ahora el Padre responde a la oración del Hijo, a su epícle- 
sis final, «lo ha resucitado de entre los muertos y le ha 
dado la gloria» (7 Pe 1, 20-21). El protomártir Esteban vio 
al Hijo del Hombre glorificado de pie a la derecha de Dios 
(Hech 7, 55-56); el Padre ha glorificado al Hijo por el Espí- 
ritu Santo. 


320 



En el acto de la resurrección. Dios da al alma de Cristo 

* 

el poder de despertar su cuerpo del sueño y de unirse a El: 
«Le era imposible a la muerte retenerlo» ( Hech 2, 24). En 
efecto, por su obediencia total al Padre, obediencia al 
Amor que crucifica. Cristo -Amor crucificado- adquiere la 
deificación perfecta de su humanidad, situada desde aho- 
ra en una inmortalidad actual. Está la participación del 
Verbo en el acto trinitario, pero también la participación 
sinergética y activa de su humanidad en la victoria sobre 
la muerte. Si Dios no puede salvar al hombre sin él, tam- 
poco puede resucitarlo sin su activa participación, sin el 
sudor de sangre y el fíat de Getsemaní... 

La Resurrección de Cristo es la victoria que suprime la 
muerte. Constituía, pues, un cambio ontológico, y desde 
entonces el cuerpo espiritual de gloria podía volver a apa- 
recer en este mundo, sin estar ligado por sus leyes. El 
podía pasar a través de las puertas cerradas, aparecer y 
desaparecer ante los ojos de los discípulos. Estas propie- 
dades arquetípicas del cuerpo resucitado del Señor pue- 
den sugerir la idea de que todo cuerpo resucitado pierde 
la fuerza negativa de repulsión (hostilidad y solipsismo) 
que constituye la materialidad opaca, el volumen cerrado 
de los objetos en el espacio, y sólo guarda la fuerza positi- 
va de la atracción (caridad), lo cual suprime la resistencia, 
la impenetrabilidad y permite pasar «a través», ser trans- 
parente, transpasante, abierto a todos y totalmente comul- 
gante. 

El relato evangélico no dice nada sobre el momento 
mismo de la Resurrección. La iconografía sigue muy fiel- 
mente este silencio por el mayor respeto al misterio. Así, 
siguiendo las Escrituras, las dos únicas composiciones ico- 
nográficas de la Resurrección son «el Descenso a los infier- 
nos» y «las Mujeres mirróforas en el Sepulcro». Son los 
dos únicos iconos de la Fiesta de Pascua. 


321 



«Tú has descendido a la tierra para salvar a Adán, y no 
encontrándolo aquí, oh Señor, has ido a buscarlo hasta el 
infierno» (Maitines del Gran Sábado). Para tocar el extre- 
mo de la caída y colocarse en el «corazón de la creación». 
Cristo nace místicamente en los infiernos, allí donde el mal 
se pudre en su última desesperanza. El icono de la Nativi- 
dad muestra la densa oscuridad de la cueva, un triángulo 
oscuro donde el niño Jesús está acostado como en las en- 
trañas tenebrosas del infierno. La Natividad inclina los 
cielos hasta las profundidades del abismo: «Antorcha por- 
tadora de luz, la carne de Dios bajo tierra disipa las tinie- 
blas del infierno». Lo que la Natividad profetiza, la 
Epifanía, la Cruz y el Descenso a los infiernos lo realizan, 
y desde entonces «la Luz luce en las tinieblas». Como dice 
san Gregorio de Nisa: «El Sol se ha puesto con Él, pero Él 
disipa para siempre las tinieblas de la muerte». Este es el 
Sol con el que se abre la Biblia al enunciar la palabra: «Que 
se haga la luz». Durante la liturgia seguimos su itinerario 
en la Historia del mundo: la Luz también es crucificada 1 , 
pues es la Luz trinitaria. 

El icono de la Epifanía muestra a Cristo entrando en el 
Jordán llamado «tumba líquida», abismo de la materia 
acuática que esconde los poderes del mal. Cristo lo pene- 
tra «para arrancar a la humanidad de la estancia tenebro- 
sa». Se puede ver que el bautismo del Señor ya es su 
predescenso a los infiernos: «Verbo eterno. Tú das la ju- 


' Jrt 1, 5; el verbo griego kalelaben, de kataiambano, significa recibir y también 
conquistar. La Vulgata sigue el primer sentido: «las tinieblas no la recibieron», la 
Luz encuentra un terrible obstáculo, lo que da a la situación un derto color de 
pesimismo. El Oriente sigue con Orígenes el segundo sentido: «las tinieblas no 
la venaeron»,esla idea de la invenabilidad déla Luz. El mensaje joa neo reúne 
los dos sentidos, pesimismo y optimismo, y pone de relieve lo trágico de la Luz, 
lo trágico de Dios mismo y de su misterio Amor: por un momento a ún, la Luz y 
las tinieblas coexisten en la vida del mundo. 


322 



ventud al hombre arruinado por su yerro; él se entierra 
contigo en las aguas». 

La catequesis primitiva dirige la atención sobre un as- 
pecto del sacramento del bautismo muy olvidado en el 
transcurso de la historia: el bautismo por inmersión repro- 
duce el itinerario de la salvación, y el bautizado lo recorre 
siguiendo al Señor. El sacramento del bautismo es de este 
modo un descenso muy real con Cristo a la muerte y un 
descenso a los infiernos. San Juan Crisóstomo lo dice clara- 
mente: «La acción de descender en el agua y de subir ense- 
guida simboliza el descenso a los infiernos y la salida de 
esta morada» 2 . Así, recibir el bautismo no es solamente 
morir y resucitar con Cristo, sino también descender a los 
infiernos y salir de ellos siguiendo a Cristo. Y es que el 
infierno es más temible que la muerte; recordemos las pa- 
labras de un espiritual: «Y la nada que buscan ni siquiera 
les será dada», porque se ha ganado la victoria definitiva. 

Cristo desciende hasta allí cargado con el pecado y lle- 
vando los estigmas de la cruz, del Amor crucificado. Pero 
todo bautizado, resucitado con Cristo, lleva también los 
estigmas de las preocupaciones sacerdotales del Cristo-sa- 
cerdote, de su angustia apostólica por el destino de los que 
están en los infiernos. Él puede descender vivo, hoy mis- 
mo, a los infiernos del mundo moderno, en su estado últi- 
mo de rechazo y traer el testimonio de la luz de Cristo. 
Bajo una forma hecha imagen, esta preocupación aparece 
en el Pastor de Hermas 3 y en Clemente de Alejandría 4 . Los 
apóstoles y los doctores de la Iglesia descienden a los in- 


2 Uom . 40 in Cor . 15, 29; cf. Cnuio de Jerusaijín, P . C . .53, 1.079; Gregorio 
Nacianckno, F.C. 46, 585. 

3 IX, 16, 5- 17. 

A Strom . 11,9,43. 


323 



fiemos tras su muerte, para anunciar la salvación y dar el 
bautismo a los que lo pidan. 

Entre sus carismas, el Oriente joaneo, tan sensible a la 
resurrección, lo es también al tema del infierno, conclusión 
clara que se extrae de la tradición litúrgica e iconográfica. 
Este tema ya ha sido tratado por san Pablo de forma sinté- 
tica y sobrecogedora en Efesios 4, 9-10: «¿Qué significa eso 
de 'lia subido' sino que primero bajó a esas partes bajas de 
la tierra? Y el mismo que bajó es el que ha subido sobre 
todos los cielos para llenarlo todo». Vemos la sorprenden- 
te amplitud del itinerario: kata, ana, abajo, arriba, los dos 
extremos del camino del Cordero alado; el descenso al 
punto más bajo, el infierno, y la ascensión al punto más 
alto, el cielo. El Oriente se detiene maravillado contem- 
plando «la altura y la profundidad» del misterio de la 
salvación, viendo en él las dimensiones de la caridad de 
Cristo y su mensaje triunfal: «Subiendo a las alturas, llevó 
cautiva la cautividad» (E/4, 8). 

Dejemos la palabra a Epifanio en su magnífica homilía 
para el Sábado Santo 5 : «¿Qué es esto? Un gran silencio 
reina hoy sobre la tierra, un gran silencio y una gran sole- 
dad. Un gran silencio porque el Rey duerme. La tierra ha 
temblado y ya se ha calmado, porque Dios se ha dormido 
en la carne y ha ido a despertar a los que dormían desde 
hace siglos. Dios ha muerto en la carne y los infiernos se 
han estremecido. Dios se ha dormido por poco tiempo y 
ha despertado del sueño a aquellos que habitaban los in- 
fiernos...» 

El va a buscar a Adán, nuestro primer padre, la oveja 
perdida. Quiere ir a visitar a todos los que moran en las 
tinieblas y en las sombras de la muerte... Descendamos, 


5 P.C. 43, 440 -464. 


324 



pues, con Él para ver la alianza entre Dios y los hombres...; 
allí se encuentra Adán, Noé, Abraham, Moisés, Daniel, Je- 
remías y Jonás... Y entre los profetas, hay uno que excla- 
ma: «Desde el vientre del infierno, ¡oye mis súplicas, 
escucha mis gritos!», y otro: «Desde las profundidades te 
grito. Señor, Señor, oye mi voz», y otro más: «¡Haz brillar 
tu rostro, y estaremos salvados!»... 

Adán, cautivo más profundamente que todos los 
otros..., habló así: «¡Oigo los pasos de alguien que viene 
hacia nosotros!» Y mientras hablaba, el Señor entró, soste- 
niendo las armas victoriosas de la cruz. Lleno de estupor, 
Adán gritó a los otros: «¡Mi Señor esté con todos voso- 
tros!» Y Cristo respondió a Adán: «Y con tu espíritu...» 
«Levántate de entre los muertos. Yo soy tu Dios, y por ti, 
me he hecho tu hijo... Levántate, y vayámosnos de aquí, 
pues tu estás en mí y yo estoy en ti, nosotros dos formamos 
una persona única e indivisible... Levantaos, salgamos de 
aquí y vayamos del dolor a la alegría... Mi Padre celeste 
espera la oveja perdida..., la sala de las bodas está prepara- 
da, las tiendas eternas se han levantado..., ese Reino de los 
cielos que existía antes de todos los siglos os espera...» 

En el silencio del Viernes no se celebra la eucaristía, 
pues Cristo está en los infiernos. Para la tierra, es el día del 
dolor, el oficio del entierro y los llantos de la Theotókos, 
pero en los infiernos el Viernes Santo ya es Pascua, su 
poder disipa las tinieblas en el corazón del Reino de la 
muerte. 

La iglesia de San Salvador de Chora (Kariye Cami) en 
Constantinopla se remonta al siglo V y fue reconstruida en 
el siglo XII; su nombre de Chora significa «en los campos», 
fuera de las murallas. Al lado de la iglesia principal se 
encuentra una capilla o parecleseion. El ábside está consa- 
grado a la Anástasis y muestra el descenso de Cristo a los 
infiernos. El inmenso trabajo de limpieza de la cal musul- 


325 



mana, dirigido por el Byzantine Institute of America, restitu- 
ye toda su riqueza primitiva a los frescos y mosaicos y 
muestra la calidad excepcional del arte del Renacimiento 
bizantino del siglo XIV. 

El artista que ha pintado el «Descenso a los infiernos» 
es un maestro de ciencia excepcional, que permanece anó- 
nimo y cuya obra data de los primeros años del siglo XIV. 

Liberador, Cristo, según san Pedro, anuncia a los cauti- 
vos el Evangelio (I Pe 4, 6), su palabra sobre la salvación 
es ya acto que salva: «Has roto los cerrojos eternos que 
retenían a los cautivos». Cristo pisotea las puertas rotas 
del infierno. En un abismo negro está Satán encadenado, y 
las fuerzas vencidas del infierno, los restos de su maligna 
pesadez, están representados simbólicamente por canti- 
dad de cadenas rotas, llaves, clavos... 

En el centro del icono aparece el Cristo-rayo, resplande- 
ciente de luz. Dueño de la vida, cargado del dinamismo 
del Espíritu Santo e irradiando energías divinas. Pero su 
rostro, como inmovilizado por lo infinito de su ternura, 
domina regiamente ese torbellino liberador. Es la transpo- 
sición plástica de la liturgia pascual cantada en los infier- 
nos. El poder de su gesto, esa violencia que se apodera de 
los cielos y atraviesa el firmamento, se ven reforzados por 
su manto flotante. Está rodeado por una gloria oval, hecha 
de esferas celestes sembradas de estrellas brillantes y atra- 
vesadas por su resplandor. Está vestido de Luz, atributo 
del cuerpo glorificado y símbolo de la Gloria divina. Por 
eso sus vestidos son de una blancura sobrenatural y hacen 
referencia a los colores del Tabor que, por otra parte, en 
algunos iconos, son de un amarillo dorado y cubiertos de 
«presencia», de rayos de oro. Cristo está vestido de Rey, es 
el Señor, pero su único poder es el Amor crucificado y el 
poder invencible de la Cruz. 


326 



Con un movimiento poderoso de sus manos arranca de 
los infiernos a Adán y Eva perdidos. Es el Encuentro con- 
movedor de los dos Adán, que ya profetiza el Pleroma del 
Reino. Los dos Adán ahora coinciden y se identifican no 
ya en la kénosis de la Encamación, sino en la Gloria de la 
Parusía. «Aquel que dijo a Adán "¿Dónde estás?" ha subi- 
do a la cruz para buscar al que estaba perdido. Ha bajado 
a los infiernos diciendo: Ven, mi imagen y semejanza» 
(Himno de san Efrén). Por eso los grupos de la izquierda y 
de la derecha presentan el segundo plano -los elementos 
constitutivos de Adán- la humanidad, los hombres. Son 
los justos y los profetas; a la izquierda están los reyes Da- 
vid y Salomón, precedidos por el Precursor que reproduce 
su gesto de testigo y señala al Salvador; a la derecha está 
Moisés, que a menudo lleva las tablas de la ley. Todos 
reconocen al Salvador y lo demuestran con sus gestos y 
actitudes. «Y el Señor, extendiendo la mano, hace el signo 
de la cruz sobre Adán y sobre todos los santos y, tomando 
de la mano a Adán, sale de los infiemos; y todos los santos 
le siguen» 6 . No es de la tumba de donde sale Cristo, sino 
«de entre los muertos», ek nekrón, «saliendo del infierno 
aniquilado como de un palacio nupcial...» 

Entre el descenso a los infiernos y la aparición de Cristo 
resucitado hay un misterio rodeado de silencio, absoluta- 
mente inaccesible a la mirada humana. Pasamos inmedia- 
tamente al segundo icono del díptico de la resurrección, 
que muestra a las mujeres mirróforas que llegan al Sepul- 
cro con vasos de aromas. En el icono de Rublév o de su 
escuela, las mujeres tienen la extraña forma de una hierba 
con tres flores, de sorprendente elegancia, y que son como 
un reflejo del misterio de la unidad trinitaria. 


6 


Evangelio de Nicomedes. 


32 7 



Casi siempre se ven dos ángeles vestidos de blanco, 
«uno en la cabecera y otro en los pies», que dicen a las 
mujeres: «No está aquí; ha resucitado». Muestran la tumba 
vacía con las vendas, que tienen exactamente la forma de 
los pañales del niño que vemos en el icono de la Nativi- 
dad. Al final, es todo lo que queda del infierno, los restos, 
el polvo, el vacío, la nada; la Vida está en otra parte. «En- 
tonces el otro discípulo [Juan]... entró... y vio y creyó» ( Jn 
20, 8). Lo que él ha visto, el icono nos lo muestra... 

La contemplación del icono inicia en su simbolismo de 
extraordinaria profundidad. En tiempo de Moisés, el Arca 
de la Alianza, ya lo hemos visto, estaba recubierta con una 
lámina de oro macizo que se llamaba Kapporet, traducido 
por propiciatorio. Esta palabra significa «lo que opera la 
expiación» (Ex 25, 21; 37, 6). Según el ritual, el Kapporet era 
interpretado como el lugar en que Dios entraba en comu- 
nión con su pueblo para perdonarlo. «Allí me revelaré a 
ti», «y desde allí te hablaré», de ahí el nombre de «Taber- 
náculo de la Reunión». Siguiendo las órdenes de Dios, 
Moisés hace colocar «un querubín a uno y otro extremo». 
Los querubines tenían las alas desplegadas hacia lo alto y 
protegían e! lugar. La iconografía ha reproducido exacta- 
mente el propiciatorio y de esta forma ha mostrado la cla- 
ve de la correspondencia. El Kapporet y el «Tabernáculo de 
la Reunión» eran dos figuras simbólicas; pre-figuras, pro- 
fetizaban el Encuentro de los dos Adán y el lugar donde se 
realiza el Misterio de la salvación. Su poder ha hecho del 
lugar un testimonio tan fuerte que Juan «vio y creyó»... 

Las mujeres mirróforas se alejan con una gran alegría y 
Jesús viene a su encuentro y su primera palabra es jarrete, 
«regocijaos»... 

El Espíritu Santo desvanece las tinieblas de la muerte, 
el temor del Juicio, el abismo del infierno. Su Luz transfor- 
ma la noche pascual en «Festín de gozo». Fiesta del Encuen- 


328 



tro. Una homilía de san Juan Crisóstomo, leída en los mai- 
tines de Pascua, lo ha cantado admirablemente: «El Señor 
es generoso, recibe al último como al primero, admite al 
obrero de la undécima hora como al que ha trabajado des- 
de la primera hora... Entrad, pues, todos en el gozo de 
vuestro Señor: recibid su recompensa, tanto los primeros 
como los últimos; ricos y pobres, alegraos juntos; omisos o 
perezosos, honrad todos este día; vosotros que habéis ayu- 
nado, y los que no habéis ayunado, alegraos hoy... Que 
nadie sienta su pobreza, que nadie llore sus faltas, que 
nadie tema a la muerte... El festín está preparado; partici- 
pad en él. Que todos se deleiten en el banquete de la ale- 
gría...» 



CAPITULO VIII 


El icono de la Ascensión 


El icono de una fiesta se inspira siempre en los textos 
litúrgicos del oficio. La liturgia de la Ascensión se estruc- 
tura en tomo al relato de san Lucas (24, 50-53) y de los 
Hechos (1, 9-11). San Pablo, por su parte, también relata el 
acontecimiento: «El mismo que ha descendido, ha subido 
también a lo más alto de los cielos» ( Ef 4, 10), y el salmo 
(24, 9) subraya su amplitud: «Alzad, ¡oh puertas!, vuestros 
dinteles; levantaos, ¡eternos portones!, para que entre el 
Rey de la gloria». Las dos «puertas» significan los dos 
polos metafísicos de la tierra y los dos extremos del cami- 
no de la salvación. Dios desciende hasta la puerta del in- 
fierno, la rompe y desde allí se eleva hasta la puerta del 
cielo: «El Señor por su descenso ha aniquilado al adversa- 
rio y por su ascensión ha exaltado al hombre». 

El pesimismo de Job constata: «El que baja al 'seol' [in- 
fierno] no sale de él» {Job 7, 9). Ahora bien, el cántico de 
Ana U Sartt 2, 6) ya profetiza: «El Señor hace bajar al sepul- 
cro y subir de él». La fiesta anuncia la victoria sobre la 
muerte y el infierno, y la tradición pondera la amplitud de 
su consumación final. Así, san Juan Crisóstomo, en una 
síntesis admirable, muestra el término de la salvación: la 
humanidad de todos en la humanidad de Cristo se intro- 
duce definitivamente en la existencia celeste; es nuestra 


331 



eternización y nuestra inmortalidad realizadas sin retomo 
posible. Desde entonces, «nuestra ciudad se encuentra en 
los cielos» (JFil 3, 20). Más aún, el Padre «nos ha resucitado 
y nos ha sentado en los cielos con Cristo Jesús» (E/ 2, 6); 
por anticipación, en Cristo, san Pablo contempla ya el Rei- 
no consumado. 

Los apóstoles, «habiéndose prosternado, volvieron a Je- 
rusalén con gran alegría», dicen los Hechos, y la liturgia 
de la fiesta aparece rebosando alegría. La salvación se ha 
cumplido, pero la obra de Cristo, terminada objetivamen- 
te, debe pasar por una apropiación subjetiva en todo hom- 
bre. «Levantando las manos, los bendijo», dice san Lucas. 
Y «mientras los bendecía, se fue separando de ellos y su- 
bió al cielo». El Señor sube bendiciendo, y el icono hace de 
este acontecimiento el eje de su composición. Esta bendi- 
ción ya es el comienzo de Pentecostés, el envío del Espíritu 
Santo (mostrado en Vezelay tan magníficamente). Podría- 
mos decir que el icono de la Ascensión representa la epí- 
clesis pentecostal, el momento en que «yo rogaré al Padre 
y os dará otro Paráclito, que estará con vosotros para 
siempre» (Jn 14, 16). La epíclesis es la invocación dirigida 
al Padre para que envíe el Espíritu, y eso es lo que canta 
sin cesar la liturgia de la fiesta: «Te has elevado a la gloria. 
Cristo nuestro Dios, después de haber regocijado a tus 
discípulos con el anuncio del Espíritu Santo, y fueron con- 
firmados por tu bendición». «El Señor ha subido... para 
volver a levantar la imagen caída de Adán y enviamos el 
Espíritu Paráclito, con el que santificar nuestras almas...» 
Se adivina bien la fuente profunda del gozo apostólico que 
estalla a pesar de la partida, pues la promesa permanece: 
«Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación del 
mundo» ( Mt 28, 20). La antinomia para la razón, la evi- 
dencia para el espíritu, están subrayadas en el Kontakioti 
de la fiesta: «Habiendo consumado en lo que nos concier- 


332 



ne la economía divina, y habiendo unido los habitantes de 
la tierra a los del cielo, te has elevado a la gloria para 
permanecer allí por siempre jamás, y has dicho a los que 
te aman: Yo estoy con vosotros y nadie prevalecerá en 
contra vuestra». Tras la Ascensión, la presencia de Cristo 
cambia de forma, se interioriza. Ya no está ante sus discí- 
pulos, frente a ellos, sino dentro: está presente en toda 
manifestación del Espíritu Santo como lo está en la euca- 
ristía. 

Todos estos aspectos de un solo misterio de salvación 
resplandecen por el contenido tan denso del icono. Este 
reproduce fielmente la imagen más antigua, conocida ya 
en las ánforas de Monza de los siglos V y VI y que desde 
entonces no ha cambiado. Es de la escuela de Moscú, em- 
parentada con el estilo de Andrés Rublév, y data del siglo 
XV. Hay que permanecer en silencioso recogimiento antes 
de que el icono empiece a hablar. Hay que abandonarse a 
su gracia, que conduce progresivamente al corazón de su 
mensaje. La composición, por su lirismo sobrio y vigoroso, 
es una maravilla de armonía en donde cada detalle canta. 
Del conjunto brota y se impone un grave acorde musical: 
Sursurn corda! 

Como en el relato evangélico, se trata de la orden del 
Señor de reunirse para recibir el último mensaje que es el 
tema de la composición. Es la Iglesia bajo una lluvia ince- 
sante de gracia. Es notable que una idéntica composición, 
invirtiendo la dirección del movimiento de Cristo, repre- 
sente la vuelta del Señor, la Parusía. Aquí, el alfa y la 
omega se unen. La Iglesia se recoge en la misma espera: 
«El mismo Jesús vendrá de la misma forma que le habéis 
visto partir hacia el cielo» ( Hech 1, 11). Cristo es la cabeza 
de la Iglesia, la Theotókos su figura, los apóstoles sus ci- 
mientos. Bajo el signo de una bendición permanente, los 
apóstoles asumen su función de cimiento eclesial. 


333 



Las extremidades de los brazos levantados de los ánge- 
les y los pies de la Virgen forman los tres puntos de un 
triángulo muy regular, y esta figura contrasta tan fuerte- 
mente con el colegio de los apóstoles que traduce visible- 
mente la imagen de la Trinidad cuya marca es la Iglesia: es 
la inmovilidad de la fuente paternal en la Virgen, y los 
agentes divinos de la salvación, el Verbo y el Espíritu, 
están simbolizados por los ángeles. Las formas geométri- 
cas sagradas que sostienen la composición, además del 
triángulo, hacen ver el círculo de la Iglesia, que pasa por 
las figuras exteriores de los apóstoles y que refleja el círcu- 
lo que rodea a Cristo. La línea vertical que une la cabeza 
del Salvador y la de la Theotókos divide el conjunto exacta- 
mente en dos partes iguales, se cruza con la línea del hori- 
zonte y forma una cruz perfecta. 

Cristo está rodeado por el círculo de las esferas cósmi- 
cas donde resplandece su gloria. Está sostenido en su ele- 
vación por dos ángeles. Los colores de sus vestidos 
reproducen los colores de los apóstoles. Son los ángeles de 
la Encamación, subrayan que Cristo deja la tierra con su 
cuerpo terrestre, pero sin por eso separarse de la tierra y 
de los fieles unidos a Él por su sangre. Cristo extiende su 
mano derecha con un gesto de bendición, y en su mano 
izquierda sostiene el rollo de las Escrituras. Es la fuente de 
la gracia-bendición y de la palabra-enseñanza. Esta fun- 
ción no se interrumpe con la Ascensión. 

Los dos ángeles blancos en medio de los apóstoles 
anuncian que el Cristo que ahora asciende volverá en su 
gloria; es una alusión a las palabras de san Pablo: «Por el 
testimonio de dos o de tres es firme toda sentencia» (2 Cor 
13, 1), y su testimonio es cierto. 

La Theotókos ocupa el lugar central, es el eje del grupo 
situado en primer plano. Destaca sobre el trasfondo de la 
blancura angélica. «Más pura que los querubines y más 


334 



grande que los serafines», es el centro preestablecido en el 
que convergen los mundos angélico y humano, la tierra y 
el cielo. Sin embargo. Cristo «está sentado a la derecha del 
Padre, muy por encima de cualquier principado, potestad, 
virtud, señorío; cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, la 
plenitud del que lo llena todo en todo» (E/1, 20-23). Figura 
de la Iglesia, la Virgen siempre está representada debajo 
de Cristo. Su actitud es doble: «orante» frente a Dios, es la 
que intercede, y «muy pura» frente al mundo, es la santi- 
dad de la Iglesia. Su inmovilidad traduce la verdad inmu- 
table de la Iglesia. La gracia y ligereza casi transparente de 
su silueta hacen un contraste impresionante con las figu- 
ras viriles de los apóstoles en movimiento que la rodean. 
Su significado eclesial se subraya por su verticalidad lan- 
zada hacia lo alto y por sus manos en actitud de ofrenda y 
súplica por el mundo. Las tres estrellas sobre la cabeza y 
los hombros simbolizan, como siempre, su virginidad an- 
tes, durante y después de la natividad. 

Los apóstoles, divididos en dos grupos iguales y en 
torno a ella, forman un círculo perfecto unido por los bra- 
zos redondeados de los ángeles y muestran la Iglesia ins- 
crita en ese signo sagrado de la eternidad y de la 
circuminsesión amorosa entre el Padre y el Hijo. Su movi- 
lidad significa la predicación, la multitud de las lenguas y 
de las expresiones de la única verdad. Los colores de su 
indumentaria componen «el multicoloreado vestido» de la 
Esposa divina, la Iglesia, como una unidad en lo múltiple: 
a imagen del Uno que se expresa en Tres y de los Tres que 
se recogen en el Uno. El grupo de la izquierda, con los 
ángeles, traduce el impulso del alma hacia lo alto; el grupo 
de la derecha contempla a la Theotókos -el misterio escon- 
dido de la Iglesia, el pozo de agua viva, la santidad-. El 
arte sorprendente del iconógrafo, por un fuerte contraste 
entre la inmovilidad y el movimiento, nos hace sentir la 


335 



subida del Señor, que parece casi realizarse ante nuestros 
ojos. 

El Sursum corda resuena e invita a todos y cada uno a 
oir el mensaje: «Naciones todas, aplaudid, alegraos ante 
Dios con gritos de júbilo... pues, habiendo unido el cielo y 
la tierra.... Cristo dice a los que le aman: Yo estoy con 
vosotros, y nadie prevalecerá en contra vuestra». 

Si el paisaje establece una ligera frontera entre el aquí 
abajo y el más allá, las cuatro coronas de árboles del mon- 
te de los Olivos (símbolo de la paz) la franquean clara- 
mente y muestran la naturaleza que toma parte en la 
liturgia cósmica: Dios se dirige hacia el mundo, y el mun- 
do va al encuetro de su Rey. Los colores verde-marfil ha- 
blan de la liberación por la gracia. Un sentimiento de paz, 
de oración y de alabanza lo envuelve todo, pues allí donde 
se encuentra la cabeza viene a colocarse la esperanza go- 
zosa del cuerpo. La liturgia nos enseña que «se recuerda lo 
que viene» y «se espera lo que ya existe...» 


336 



CAPITULO IX 


El icono de Pentecostés 


Entre Pascua y Pentecostés, justo en medio de los cin- 
cuenta días (el miércoles de la cuarta semana), está la fies- 
ta del «Semi-Pentecostés». Su ofico desvela el significado 
de las solemnidades hacia las cuales se dirige el ascenso 
litúrgico. Explica por qué, en la Iglesia ortodoxa, el domin- 
go de Pentecostés celebra la fiesta de la Santa Trinidad, y 
por qué solamente el día siguiente, llamado el «lunes del 
Espíritu Santo», se celebra la efusión de Este. 

El Evangelio del día (Jti 7, 14-36) contiene la respuesta: 
«Mediada ya la fiesta, subió Jesús al templo y enseñaba. El 
que me ha enviado es veraz... yo procedo de El, y retoma- 
ré al que me ha enviado». El oficio lo explícita precisando: 
«Has manifestado tu gloria declarando tu parentesco con 
el Padre» (Oda 5 del canon). Así es como de la Revelación 
de la Trinidad manarán ríos de vida: «Jesús estaba de pie, y 
exclamó: Si alguien tiene sed que venga a mí y beba... 
Decía esto del Espíritu que habían de recibir los que creye- 
ran en Él» (Jn 7, 37-39). Había que ser de origen judío para 
encontrar una palabra sorprendentemente precisa sobre 
esta sed del Espíritu Santo. Simone Weil ! lo hace: «Llamar- 
la pura y simplemente... Cuando se está en el límite de la 


1 Im l'.spera de Dios , París, 1 950, p. 21 4. 


337 



sed, en que uno se siente enfermo por la sed, ya no se 
representa el acto de beber... Solamente se representa el 
agua, el agua pura en sí misma; pero esta imagen del agua 
es como un grito del ser entero...» 

La efusión del Espíritu Santo procede de la plenitud de 
la revelación trinitaria y ella es su consumación: «Hoy, el 
Paráclito inaugura un conocimiento nuevo y místico: una 
sola adoración de la Santa Trinidad». 

Tal es el orden de las manifestaciones. El Verbo y el 
Espíritu son inseparables en su acción manifestadora del 
Padre (sus «dos manos») y sin embargo inefablemente dis- 
tintos, como dos personas que proceden del mismo Padre. 
El Espíritu, así, no está subordinado al Hijo, no es una 
función del Verbo, sino el segundo Paráclito, y, como dice 
san Gregorio Nacianceno, «es otro Consolador... como si 
fuera otro Dios». Vemos en las dos economías del Hijo y 
del Espíritu la reciprocidad y el servicio mutuo, pero Pen- 
tecostés no es una simple consecuencia o continuación de 
la Encamación. Pentecostés tiene todo su valor en sí mis- 
mo, es el segundo acto del Padre: el Padre envía al Hijo y 
ahora envía al Espíritu Santo. Terminada su misión. Cristo 
vuelve al Padre para que el Espíritu Santo descienda en 
Persona. 

Pentecostés aparece de esta forma como el fin último de 
la economía trinitaria de la salvación. Siguiendo a los Pa- 
dres, podemos decir que Cristo es el gran Precursor del 
Espíritu Santo. San Atanasio lo dice: «El Verbo ha asumi- 
do la carne para que nosotros podamos recibir el Espíritu 
Santo» 2 . Para san Simeón, «tales eran el fin y el destino de 
toda la obra de nuestra salvación por Cristo: que los cre- 

J De Incam. 8; P.G. 26, 996 C. 


338 



yentes recibiesen el Espíritu Santo» 3 . Nicolás Cabasilas 
también decía: «¿Cuál es el efecto o resultado de los actos 
de Cristo?... No es otra cosa que el descenso del Espíritu 
Santo sobre la Iglesia» 4 . El Acontecimiento en el seno de la 
Institución no se realiza sino en el Espíritu Santo, en una 
obra que el Verbo le cede expresamente: «Os conviene que 
yo me vaya... yo rogaré al Padre y él os dará otro Parácli- 
to» (Jn 16, 7). Así, la Ascensión de Cristo es la epíclesis por 
excelencia, y, como respuesta a esta invocación, el Padre 
envía el Espíritu e inicia Pentecostés. Esta visión total no 
disminuye en nada el centralismo de la Redención crística, 
el sacrificio del Cordero, pero precisa el orden progresivo 
de los acontecimientos destacando en cada uno su propia 
grandeza y dimensión, haciendo que cada uno sirva al 
otro en una reciprocidad y servicio mutuo y todos conver- 
jan en el Reino del Padre. 

El día del bautismo del Señor, en el movimiento de la 
Paloma es donde el Padre se dirige a la humanidad de Cris- 
to y lo adopta: «Hoy te he engendrado». El día de Pente- 
costés, en el movimiento de las lenguas de fuego, el Padre 
se dirige a todos los hombres y los adopta. El oficio lo canta: 
«El Espíritu Santo otorga ahora las primicias de la Divini- 
dad a la naturaleza humana» 5 . Dado al hombre en la insu- 
flación divina, en el momento de la creación, el Espíritu 
Santo le es restituido el día de Pentecostés y se le hace más 
interior, más íntimo que él mismo. 

«Yo he venido a prender fuego en la tierra» (Le 12, 49); 
ese fuego es el Espíritu Santo. Bajo la imagen de lenguas 
de fuego, la energía divina deifica, penetra y abrasa con su 


3 Discurso 38. 

4 Explic. de ¡a divina liturgia , cap. 37. 

5 Tropario de la 9* oda, viernes de Pentecostés. 


339 



verdad la naturaleza humana: «El Espíritu Santo hace res- 
plandecer misteriosamente en las almas la única naturale- 
za de la Trinidad» 6 . «En ese día [día de Pentecostés], 
conoceréis que yo estoy en mi Padre... y que estoy en vo- 
sotros» (Jn 14, 20). El cuarto Evangelio se centra en la inha- 
lación trinitaria en el hombre: «Nosotros vendremos y 
haremos nuestra morada»; es el festín del Reino. La Móna- 
da-Tríada se da a conocer por el Paráclito, dicen los Pa- 
dres. 

El relato de los Hechos (2, 3) contiene una precisión muy 
importante que el icono subraya muy fuertemente: «Las 
lenguas... se dividían, y se posaron sobre cada uno de ellos». 
Cada apóstol recibe una lengua personalmente. Si Cristo 
recapitula e integra la naturaleza humana en la unidad de 
su cuerpo, el Espíritu Santo, por el contrario, se remite al 
principio personal de la naturaleza, a las personas huma- 
nas, y las abre a la plenitud carismática de los dones, se- 
gún un modo único, personal para cada uno. «Estamos 
como fundidos en un solo Cuerpo, pero divididos en per- 
sonalidades», explica san Cirilo de Alejandría 7 . En el seno 
de la unidad en Cristo, el Espíritu diversifica y hace a cada 
uno carismático. 

El Misterio trinitario que la Iglesia celebra el domingo 
de Pentecostés adquiere toda su importancia frente al pro- 
blema crucial de la existencia humana: o el hombre se di- 
suelve en un conglomerado colectivo (1 + 1 al infinito) o se 
aísla en un individualismo anárquico (mónada solitaria, 1 
menos el todo). Ahora bien, entre lo social y lo individual, 
lo comunitario y lo personal, el único principio de exist- 
encia que hay es el trinitario: en todo amor Dios es el 
tercer término, el principio de integración (del tú y del yo 


6 Antífona del 9 o tono, ofidodcl domingo. 

7 P C. 74, 560. 


340 



Dios hace el nosotros). Semejante unidad en lo múltiple 
ofrece la comunión como una esfera vital donde la perso- 
na se realiza. La Trinidad pone su verdad como ley uni- 
versal de toda existencia: «el Uno se expresa en Tres y los 
Tres se recogen en el Uno». 

El primer discurso de Pedro ( Hechos 2) lo expone, y la 
grandeza de esta revelación llama la atención con el mila- 
gro de las lenguas: «las lenguas, antaño confundidas (torre 
de Babel), se unen ahora en el conocimiento misterioso de 
la Trinidad». Sea cual fuere la explicación que se dé a este 
milagro, la comunión pasa a ser de tal intensidad que deja 
de tratarse de un conocimiento lingüístico para convert- 
irse en un hablar de espíritu a espíritu. «Como un arpa 
melodiosa, los apóstoles expusieron con un plectro místi- 
co, oh Salvador, la melodía de tus palabras». 

«El Espíritu hace surgir a los profetas como de una 
fuente; instituye a los sacerdotes; de los pecadores hace 
teólogos; El constituye la Iglesia » 8 . La efusión del Espíritu 
está precedida y anunciada por la fiesta de la Trinidad. 
Desde la revelación de la Iglesia celeste de las Tres Perso- 
nas divinas, el Espíritu conduce ahora a la constitución de 
su icono terrestre: la Iglesia de los hombres. El domingo 
de Pentecostés, el icono de la Trinidad se ofrece para la 
contemplación de los fieles como un espejo divino, donde 
los hombres leen la verdad misteriosa de su propia exist- 
encia. 

Ahora se comprende mejor la composición del icono de 
Pentecostés. No es una simple ilustración del texto de los 
Hechos ; confronta todos los textos de las Escrituras, sigue 
la liturgia y traza una inmensa perspectiva que sobrepasa 
un fragmento de historia para expresar la «palabra inte- 


* Versos del tono 1, las Grandes Vísperas. 


341 



rior» de los acontecimientos. Muestra el Colegio de los 
doce apóstoles (Le 6, 13; Apoc 21, 14), el pleroma misterio- 
so que reemplaza las doce tribus de Israel; es el uno de la 
Iglesia que espera «ser revestido del poder de lo alto» (Le 
24, 49), para presentar «la plenitud de Aquel que lo llena 
todo en todos» (Ef 1, 22). En este Cenáculo vemos a Pablo, 
Marcos y Lucas. Su presencia tiene la elocuencia del sím- 
bolo, alarga prodigiosamente el Colegio apostólico que in- 
cluye a los «doce», a los «setenta» y a todo el cuerpo de la 
Iglesia. Por eso la Virgen está ausente. Ella estaba presente 
en el icono de la Ascensión; figura de la Iglesia, recibía de 
lo alto la bendición ritual de Cristo y su promesa de la 
epíclesis-Pentecostés. Pero el día de Pentecostés, la Iglesia 
recibe los dones bajo la forma de lenguas, cada una recibi- 
da personalmente por cada apóstol y no hay razón para que 
la Virgen doble la figura de la Iglesia presentada por el 
Cuerpo de los apóstoles. Es una visión para adentro y 
como más allá del relato inmediato de los Hechos ; el oficio 
lo dice: «Cuando distribuía las lenguas de fuego, llamó a 
todos los hombres a unirse, y en la concordia celebramos 
al Espíritu Santo». Esta es la armonía de la Sobornost y por 
eso las antiguas imágenes de los Concilios Ecuménicos re- 
producían el mismo esquema del icono de Pentecostés. 

Los apóstoles están sentados en un banco con forma de 
arco, a sus dos lados, formando dos grupos uno en frente 
del otro. Todos se encuentran en el mismo plano, en la 
misma escala de grandeza; es su igualdad de honor. En los 
extremos están situados Pedro y Pablo que dejan un sitio 
vacío entre ellos. Esta composición recuerda exactamente 
el icono de Cristo adolescente predicando en la sinagoga. 
Aquí Cristo es invisible, pero es Él la Cabeza siempre pre- 
sente. El Evangelio del Lunes de Pentecostés es Mateo 18: 
«donde están dos o tres congregados en mi Nombre, allí 


342 



estoy yo en medio de ellos»; invisiblemente está presente y 
Él es quien gobierna y dirige la Iglesia. 

El icono muestra una composición abierta y sitúa el 
acontecimiento sobre una amplia escena elevada, «cámara 
alta» cuyo espacio eclesial ilimitado domina el mundo. 
Abierta a lo alto, está como estirada hacia el cielo, hacia la 
Fuente eterna de donde parten las lenguas de fuego, las 
energías trinitarias concentradas en el Espíritu Santo. 
También se abre hacia abajo, sobre un arco negro donde 
languidece un prisionero vestido de rey; a menudo el arco 
está cerrado por una cancela de prisión que subraya un 
estado de cautividad. La inscripción alrededor de la cabe- 
za del prisionero explica que es el Cosmos, personificado 
por un viejo harto de días desde la caída -el universo cau- 
tivo del Príncipe de este mundo-. La oscuridad que lo ro- 
dea representa «las tinieblas y sombra de la muerte» (Le 1, 
79), es el infierno unlversalizado de donde se destaca el 
mundo no bautizado y que, en su parte más iluminada, 
aspira también a la luz apostólica del Evangelio. Tiende 
sus manos para recibir también la gracia, y los doce rollos, 
que guarda con respeto sobre un lienzo, simbolizan la pre- 
dicación de los doce apóstoles, la misión apostólica de la 
Iglesia y la promesa universal de la salvación. El contraste 
entre estos dos mundos coexistentes es de los más conmo- 
vedores: arriba ya está la «nueva tierra», visión del Cos- 
mos ideal abrasado por el fuego divino y al cual aspira el 
viejo rey. Las energías del Espíritu Santo entran en acción 
a la vista de la liberación y de la metamorfosis del cosmos 
prisionero abajo. 

Es aquí donde el mensaje de la fiesta adquiere toda su 
resonancia. En lugar de todos los hombres. Cristo ha lan- 
zado el grito: «¿Por qué me has abandonado?» Ese grito 
ha sacudido los cimientos del infierno y hecho vibrar las 
entrañas del Padre. Pero el Padre que envía a su Hijo sabe 


343 



que incluso el infierno es su dominio y que la «puerta de 
la muerte» se ha transformado desde entonces en «puerta 
de la vida». El viejo rey muestra con sus manos extendidas 
que la misma desesperanza infernal está herida por una 
esperanza que ella precontiene. El hombre nunca debe 
caer en la desesperación, no puede caer más que en Dios 
quien nunca desespera de él. La mano tendida hacia Cris- 
to nunca se queda vacía. 

El cuarto Evangelio, en el capítulo XIII, describe la Ce- 
na del Señor. La mano de Judas se abre. Poniendo en ella 
el pan eucarístico. Cristo hace un último llamamiento. Los 
dedos de Judas se cierran sobre el Cordero inmolado. Ju- 
das sale, y «era de noche». La noche lo recibe, pues Satán 
está en él. Pero Judas lleva en su mano, que es la de Satán, 
un presente temible. El infierno guarda en su seno ese 
trozo de pan; parcela de luz, ¿no es la expresión fiel y 
exacta de las palabras: «La luz luce en las tinieblas»? 

El gesto de Jesús designa el misterio último de la Igle- 
sia; en último término, ésta no es otra cosa que la mano de 
Jesús ofreciendo el pan eucarístico, este alimento de los 
dioses, el pan de su Amor; la llamada se dirige a todos, 
pues todos están bajo el poder del Príncipe de este mundo, 
como el viejo rey cautivo en el icono, y todos están en la 
última tensión hacia el amor divino. Ahora bien, si los 
desesperados exploran las profundidades de Satán, el 
Evangelio invita a los creyentes a «mover las montañas». 
Quizá esto signifique, para nosotros, desplazar la montaña 
infernal del mundo moderno, sacar al mundo de su nada 
hacia el ser fulgurante de Pentecostés y sus dimensiones 
nuevas de vida. 

Hay una evolución incluso en el ateísmo. Parece que la 
muerte de Dios nietzscheana, ese Viernes Santo sin día 
siguiente, cede el sitio hoy al gran silencio del Sábado, al 


344 



gran silencio del viejo rey, que es un silencio no de nega- 
ción sino de espera... 

El rico contenido iconográfico hace referencia a los ofi- 
cios de la fiesta. Las grandes vísperas que siguen la litur- 
gia del domingo comportan las tres grandes oraciones de 
san Basilio, que el sacerdote lee ante el pueblo arrodillado, 
signo de una atención particular. La primera oración pre- 
senta a la Iglesia ante el rostro del Padre; la segunda pide 
al Hijo que proteja a todos los vivos; la tercera ruega por 
todos los muertos desde la creación del mundo y hace ref- 
erencia así al descenso de Cristo a los infiernos: «Tú que te 
dignas escuchar nuestras oraciones de expiación por los 
que están encerrados en los infiernos, y nos das la gran 
esperanza de ver cómo les otorgas la libertad de los tor- 
mentos que los acosan..., dales el reposo en un lugar tran- 
quilo...; hazlos dignos de la liberación, pues los que están 
en el infierno no son los que osen confesarte; pero noso- 
tros, los vivos, te bendecimos y te suplicamos y te ofrece- 
mos nuestras oraciones y nuestros sacrificios por sus 
almas». La gracia superabundante de la fiesta aleja todo 
límite. Una vez al año, el día de Pentecostés, la Iglesia ora 
incluso por los suicidas... Vemos bien la amplitud de la 
fiesta tan fuertemente subrayada por las dos aperturas del 
icono: del cielo al infierno, y del infiemo al cielo. 

En los maitines de la noche de Pascua, en el silencio del 
fin del sábado, el sacerdote y el pueblo dejan la iglesia. La 
procesión se detiene en el exterior, ante la puerta cerrada 
del templo. Por un breve instante, esta puerta cerrada sim- 
boliza la tumba del Señor, la muerte, el infierno. El sacer- 
dote hace el signo de la cruz en la puerta, y, bajo su fuerza 
irresistible, la puerta se abre de par en par y todos entran 
en la iglesia inundada de luz y cantan: «Cristo ha resucita- 
do de entre los muertos, ha vencido a la muerte con la 
muerte y ha dado la vida a todos los que están en las tum- 


345 



bas». La puerta del infierno se ha convertido en puerta de la 
iglesia. No se puede ir más lejos en el simbolismo de la 
fiesta... 

La Iglesia de los pecadores, «de los que perecen» según 
la expresión de san Efrén, por la comunión en las «cosas 
santas» descubre en ella la «cadena de oro» de la santidad. 
Pentecostés aporta una nueva calificación eclesial de lo 
humano: en un pecador muestra un santo. En Listra, la 
muchedumbre toma a Pablo y Bernabé por unos «dioses»; 
pero «nosotros somos hombres iguales a vosotros», dicen 
los apóstoles ( Hech 14, 11-15). «Es justo, insiste san Juan 
Crisóstomo, los apóstoles son al mismo tiempo iguales y 
diferentes: a la naturaleza humana se añade una lengua de 
fuego» 9 . Es muy normal que la Iglesia celebre el día de 
Todos los Santos, la fiesta de todos los santos conocidos y 
desconocidos, el domingo que sigue a Pentecostés y clau- 
sura su tiempo. Es la fiesta de la esencia misma de la Igle- 
sia, de la santidad, la fiesta de las lenguas de fuego de 
Pentecostés: «La Iglesia llena de la Trinidad», según Orí- 
genes, se consuma en la Iglesia llena de santos... 

El oficio de Todos los Santos transmite el mensaje de 
todos los iconos: «Yo canto a todos los amigos de mi Se- 
ñor; el que quiera, que se una a ellos». Desde el iconostasio 
«la nube de testigos viene a nuestro encuentro»... 


9 Las homilías l y IV sobre los / lechos . 


346 



CAPITULO X 


El icono de la divina Sabiduría 


Ante los iconos de la Sabiduría de Dios se experimenta 
un profundo misterio. No existe explicación absolutamen- 
te convincente sobre el significado de esta figura enigmáti- 
ca. El comentario que damos no es más que una hipótesis 
teológica y no pretende de ninguna manera aportar la so- 
lución. Sólo es una sugerencia entre otras. 

Entre las diferentes composiciones, escogemos el céle- 
bre icono de la Sophia de Novgorod (hacia 1500). La Sabidu- 
ría tiene la figura de un Angel, sentado en un trono, 
coronado y vestido con trajes imperiales. Tiene un cetro, 
atributo real, y un rollo, el contenido de la Sabiduría. El 
rostro, las manos y las alas son de un rojo-fuego, y el 
vestido es de oro resplandeciente. Los pies están coloca- 
dos sobre una piedra, fundamento inquebrantable, «sobre 
esta piedra fundaré mi Iglesia», la roca de la fe cuya forma 
redonda significa la plenitud. Las siete barras verticales 
colocadas bajo el trono reproducen el «palacio de las siete 
columnas» y simbolizan los siete dones del Espíritu Santo 
según Isaías. La Sabiduría está en el centro de las esferas 
de gloria. Encima vemos un busto de Cristo bajando sus 
manos hacia el Angel. En lo alto, el trono de la Parusía y 
los ángeles. El Angel está junto a la Theotókos, que sostiene 


347 



al Cristo-Emmanuel, y a san Juan Bautista, recuerdo con- 
movedor del icono de la Deisis. 

El tema iconográfico de la «Sabiduría» procede de Pro- 
verbios IX: «La Sabiduría se ha construido una casa y ha 
levantado siete columnas; sacrificó sus víctimas, mezcló su 
vino en un vaso y preparó su mesa. Envió a sus sirvientes 
a que invitaran en voz alta a su festín y dijeran: Si alguno 
es simple, que venga. Y para los que desean comprender, 
dijo: Venid, comed mi pan y bebed el vino que he mezcla- 
do para vosotros». Los comentarios patrióticos relacionan 
este texto con la economía de la salvación, con la eucaristía 
en el centro. Este mismo texto se escogía como lectura 
litúrgica para el oficio de la consagración de una iglesia y 
para las fiestas marianas; en los dos casos, esta elección 
hacía ver en la Iglesia y en la Theotókos los receptáculos de 
la Sabiduría. 

El libro de Isaías habla del «Angel del Gran Consejo», 
nombre que, aplicado siempre al Verbo encamado, desig- 
na su misión en el mundo, como «enviado» de la Trinidad. 
Pero las composiciones iconográficas de este tipo, forzosa- 
mente simbólicas, han suscitado vivas controversias, de 
suerte que el Concilio TruIIano (canon 82) prohíbe los 
«símbolos» y las «sombras» (ángel, cordero, pez) al referir- 
se al Verbo después de su Encarnación. 

Dada esta prohibición, ¿cómo comprender el célebre 
icono de la Trinidad de Rublév? Según san Justino 1 , en el 
relato bíblico de la «filoxenia» -hospitalidad de Abraham-, 
dos ángeles solamente eran verdaderamente ángeles, el 
tercero era el Señor, pero sólo El. Lo mismo dice Oríge- 
nes 2 : Abraham «encuentra tres, pero sólo adora a uno». 


1 Dial, cum Tryp/z. 57, 2. 

/ lom. sobre el Génesis . 


348 



Todo comentario del icono de Rublév que ve a Cristo 
en el Angel de en medio corre el riesgo de encontrarse en 
esta tradición. Su posición central subrayada no concuerda 
con la posición del Padre, Fuente y Principio monárquico 
de la unidad, puesto de lado. Ahora bien, esta tradición 
(Justino y Orígenes) suprime el sentido trinitario del ico- 
no. Por el contrario, si es el Padre quien está en medio, 
inmediatamente aparece afirmado de manera explícita el 
sentido trinitario, y la presentación del Padre y del Espíri- 
tu Santo bajo la apariencia de ángeles es perfectamente 
legítima; del mismo modo Cristo, en esta perspectiva trini- 
taria, pero únicamente en ella, puede igualmente tomar la 
figura de un Angel sin contradecir el decreto del Concilio 
Trullano. El icono no describe nunca las Hipóstasis, sino 
que se abre al misterio de la Unidad de los Tres. 

En un manuscrito de san Juan Clímaco, que data del 
siglo XII, conservado en el monasterio de Santa Catalina 
en el Sinaí, vemos una imagen de las tres figuras: un An- 
gel en medio está sentado en un trono situado en el centro 
de una gloria oval, su puesto está visiblemente a parte, 
pues está rodeado de dos figuras aladas que permanecen 
de pie a una cierta distancia del trono. La regia posición 
del Angel de en medio rodeado de gloria está fuertemente 
puesta de relieve. Las inscripciones precisan el significado 
de los personajes: en medio está el Agape divino sentado 
con realeza, rodeado de las virtudes humanas de la Fe y la 
Esperanza. Encima, el busto de Cristo que baja sus manos 
hacia el Angel de en medio. Esta composición recuerda 
exactamente la de nuestro icono de la Sabiduría y puede 
considerarse como su prefiguración. Es evidente que Cris- 
to en alto, bajando las manos, no representa en modo al- 
guno su propia figura en el Angel de en medio. Esta figura 
estaría en contradicción con el Concilio Trullano y haría 


349 



incomprensible, junto a la imagen del Cristo encamado, su 
doble simbolismo, aparentemente inútil. 

Debemos recordar aquí la enseñanza de san Gregorio 
Falamas: el Espíritu Santo enhipostasía el eterno movi- 
miento del amor trinitario. El amor es inherente a cada 
hipóstasis de la Trinidad, pero, en la circulación de la vida 
intradivina, el Espíritu Santo es el Agape trinitario por ex- 
celencia. Es perfectamente plausible, pues, ver en el Angel 
de en medio la figuración simbólica del Espíritu Santo, en 
cuanto Agape divino rodeado de las virtudes humanas de 
la Fe y la Esperanza que conducen hacia el corazón de la 
vida divina y humana, hacia el Amor, como en la D eisis la 
Virgen y san Juan rodean al Verbo. 

Haciendo un recorrido por la Tradición, se pueden se- 
ñalar varias figuras de la Sabiduría de Dios: 1) la imagen 
del Verbo encamado, partiendo de 1 Cor 1, 24; 2) en san 
Teófilo de Antioquía 3 y san Ireneo 4 , la Sabiduría no es la 
imagen de la segunda sino de la tercera hipóstasis, del 
Espíritu Santo; 3) la imagen de la energía trinitaria (en el 
palamismo); 4) finalmente la Sabiduría encuentra su ima- 
gen en la Virgen y 5) en la Iglesia. 

Tal riqueza simbólica significa que sería erróneo aislar 
un solo significado. La Sabiduría es el atributo del Dios 
trinitario y posee una pluralidad de representaciones. An- 
te todo, la Sabiduría es el lugar de la manifestación de 
cada Hipóstasis; más precisamente y según el esquema 
clásico de los Padres, ella es la revelación del Padr e-el Sa- 
bio en el Hijo-/a Sabiduría por el Espíritu Santo -Espíritu de 
Sabiduría. En el plano de la economía de la salvación, la 


3 AdAutol.2, 10. 

4 Adv. Haer. 4, 20, 1 : «A! Padre siempre son inherentes la Palabra y la Sabiduría, el 
Hijo y el Espíritu». San Juan Damasceno, por su parte, dice: «El Espíritu Santo 
es la Fuente de la Sabiduría», De fideorih. 1,8. 


350 



Sabiduría es más en concreto el lugar de la diada Hijo-Es- 
píritu que revela al Padre y por eso puede identificarse 
tanto con el Hijo como con el Espíritu Santo. La identifica- 
ción con el Hijo es la más frecuente, pues el Hijo es el 
Verbo encamado y posee la figura humana. 

En el siglo XIV, con san Gregorio Palamas la Tradición 
realiza una síntesis doctrinal sobre el Espíritu Santo. La 
energía increada es «inseparable del muy Santo Espíritu». 
El palamismo realiza la distinción entre el Espíritu (con 
artículo) en cuanto Persona y Espíritu (sin artículo) en 
cuanto energía. Es la distinción capital entre el plano esen- 
cial y el de las manifestaciones energéticas. Si, en la patrística, 
la realidad misteriosa de la Sophia-Sabiduría se identifica 
tanto con el Espíritu Santo como, y más amenudo, con el 
Verbo, el palamismo ha visto en ella la energía divina, ma- 
nifestada en el Hijo, pero común a las Tres Personas de la 
Trinidad y comunicada en el Espíritu Santo : «Sabiduría por 
la cual y en la cual Dios creó el universo» s . El Patriarca 
Filoteo precisa: «La Sabiduría es una energía común de la 
Trinidad... energía otorgada en el Espíritu Santo a los que 
son dignos de ella». 

La iconografía sigue la tradición y hace ver la Sabiduría 
bajo una figura femenina alada, en el trasfondo de una 
arquitectura con siete columnas. «Por ser un hálito del po- 
der divino y una emanación pura de la gloria de Dios 
onmi potente» (Sab 7, 25), «juega en la superficie terrestre 
con los hijos de los hombres» (Prov 8, 31); con toda clari- 
dad lo divino en su nota dominante se siente como ternura 
y belleza... 

En nuestra hipótesis, el icono de la Sophia reúne todas las 
imágenes de la Sabiduría. En lo alto, el Evangelio colocado 


Palamas, Diálogo con Crégoras. 


351 



sobre el «trono de preparación» constituye el contenido de 
la Sabiduría predicada. Cristo con busto y traje de Rey es 
la Sabiduría identificada con el Verbo encamado. La Theo- 
tókos sosteniendo en medallón a Cristo-Emmanuel es la 
Sabiduría en el misterio teándrico de la Encamación y el 
lugar privilegiado de su presencia, la virginidad maternal. 
La Virgen con san Juan Bautista («hijo de la Sabiduría» Le 
7, 35), la Sierva del Señor y el Amigo del Esposo de la 
Deisis, representan la Sabiduría en tanto que Iglesia en su 
ministerio de intercesión. Y, finalmente, el Angel de en 
medio es la Sabiduría en tanto que Fuente personificada 
de las energías y de la santificación, pneüma-Espíritu sin 
artículo. 

Su misterio sin embargo nos obliga a ir más lejos. San 
Juan Damasceno 6 dice: «El Hijo es la imagen del Padre y el 
Espíritu Santo es la imagen del Hijo». La tercera Hipóstasis es 
la única que no tiene su imagen en otra Persona. Ella se 
oculta en su misma epifanía. Aparece «como», «bajo la 
forma» simbólica de la Paloma y de las lenguas de fuego. 
Algunos iconos, en lo alto, al lado del Evangelio, colocan 
la Cruz. En san Pablo, 1 Cor 2, la «locura de la Cruz» se 
refiere a la Sabiduría de Dios, misterio que sólo el Espíritu 
revela. Por eso se le llama: «el poder invencible de la 
Cruz». En el trono de la hétimasia , la Sabiduría está repre- 
sentada por el Evangelio y la Cruz, figuras del Verbo y del 
Espíritu. 

Ya hemos mencionado a san Teófilo y a san Ireneo, que 
identifican la Sabiduría con el Espíritu Santo. Hay que de- 
cir, en efecto, que se identifica de igual manera con el 
Verbo y con el Espíritu, con «las dos manos del Padre», 
según la expresión de Ireneo. Pero el Espíritu, así como el 
Padre, no tiene una imagen encamada. El Hijo es el único 


6 Defide or th. 1 , 13 . 


352 



que nos muestra el rostro humano. Sin embargo, su miste- 
rio no está por eso limitado, pues «El que me ha visto, ha 
visto al Padre». También puede decir: «El que ha visto al 
Espíritu Santo, a mí me ha visto», pues el Espíritu Santo es 
la imagen del Hijo. Leyendo el cuarto Evangelio, sorpren- 
de el mismo nombre de Consolador, de «segundo Paráclito» 
íntimamente ligado al primero, lo que nos hace compren- 
der por qué su unidad díptica culmina en su identificación 
recíproca con la Sabiduría. 

«Como el sol cuando encuentra un ojo puro, el Espíritu 
Santo te mostrará en Sí mismo la Imagen del Invisible. En 
la feliz contemplación de esta Imagen verás la Inefable 
Belleza del Arquetipo» 7 . Toda visión de Dios es trinitaria. 

Podemos considerar al Angel del icono de la Sophia como el 
icono del Espíritu Santo , no en su Hipóstasis, radicalmente es- 
condida, sino en tanto que «imagen del Hijo», según palabras de 
san Juan Damasceno. 

Visiblemente, el Angel del icono de la Sophia desciende 
del icono de Rublév, donde el Espíritu tampoco está repre- 
sentado en su Hipóstasis sino en tanto que tercer Principio 
de la unidad trinitaria. Sólo el Hijo es «verdadero Hom- 
bre», sólo el Hijo posee el rostro humano. Pero este rostro, 
en cierto sentido, es también el rostro humano del Dios 
trinitario; por eso el Padre y el Espíritu pueden aparecer 
«como» Angeles con rostro humano. 

El Angel de nuestro icono lleva corona y cetro, atribu- 
tos del Rey, y está cubierto con el oro del Dios de la gloria. 

El púrpura 8 de su rostro es lo enigmático. Según la anti- 
gua tradición bizantina, la Sabiduría con el rostro púrpura 


1 San Basilio, De Spiritu Sancto IX, 23; P C. 32, 109. 

8 Ver E. TkOUHETZKOY, Dos mundos en la antigua iconografía rusa. 


353 



se había aparecido al hijo del maestro de los trabajos de la 
catedral de Santa Sofía en Constantinopla. 

El icono en su última amplitud representa la economía 
de la salvación, la Sabiduría de Dios en su totalidad. El 
púrpura nos sitúa en el «comienzo», en la fuente de la 
Creación. Por lo tanto es la primera palabra de la Biblia: 
«Que se haga la luz», es el Alba preeterna (que explica el 
color púrpura) que se levanta por encima del abismo aún 
privado de vida y de luz y de donde el acto divino va a 
sacar el ser. Las esferas alrededor del Angel son la repre- 
sentación del Universo; están sembradas de estrellas, de 
mundos innumerables. Es el Proyecto de Dios para su 
creación, pero las dos figuras que rodean el Angel son ya 
su culminación. 

«En el principio era el Verbo» (Jn 1, 1) es el Evangelio 
sobre el trono de gloria bajo la sombra ya de la Cruz. «El 
Verbo era Dios» es el busto de Cristo: «El Verbo se hizo 
carne» (Jn 1,1; 14). «La luz luce en las tinieblas» (Jn 1, 5) es 
el resplandor del Angel en el fondo estrellado de las esfe- 
ras y de los mundos. La Theotókos mostrando a Cristo-Em- 
manuel (imagen del Verbo eterno, anterior a la creación) y 
san Juan, el amigo del Esposo, son los testigos del cumpli- 
miento del Proyecto divino. 

El Alba preetema púrpura anuncia el Mediodía esplen- 
doroso, la luz del Tabor y de la Parusía, el Sol del Verbo 
encarnado. Cristo, en busto, baja sus manos hacia el Angel 
con el gesto del que ha cumplido su misión y muestra «la 
obra del Espíritu que comienza». Cristo viene para «hacer 
descender el fuego», y el fuego según los Padres es el 
Espíritu Santo. 

En el orden ascendente, según la vertical del icono, se 
revela la Trinidad. Por el contrario, en la composición en 
círculo, el Angel es el centro arquitectural, con los poderes 
celestes y los ángeles en lo alto y la humanidad abajo. 


354 



Todo el Universo está reunido alrededor de la Gloria de 
Dios; el cielo y la tierra, los ángeles y los hombres, consti- 
tuyen una espléndida doxología. 

El icono de la Sophia reproduce la Deisis, pero ésta en 
una perspectiva escatológica transforma el Juicio en Bodas 
del Cordero. Nuestro icono, en su punto culminante, rep- 
resenta el icono del Reino, y el Reino según los Padres es 
el Espíritu Santo. En esta perspectiva final, ya no es el Alba 
de la Historia, sino el Alba de la Eternidad. El alfa y la omega 
se unen, «Que se haga la Luz» se culmina en un «Que se 
haga la Belleza». En el icono de la Sophia podemos con- 
templar la Belleza divina que salva. 

Lo indecible del Reino, su visión, desbordan el alma y 
hacen presentir la luz del Octavo Día, haciendo el Espíritu 
Santo resplandecer la humanidad de Cristo, esa «antorcha 
de cristal» que brilla con todos los colores del más allá e 
icono fulgurante de la Gloria trinitaria. 


355 



Sumario bibliográfico 


Alpatov, M., Altrussische íkonenmalerei, Dresden, 1958. 

BULGAKOV, S., El icono y su culto (en ruso), París, 1931. 

DAVY, M. M., Essai sur la symbolique romane , París, 1955. 

DEMINE, N., La Trinidad de Andrés Rublév, Moscú, 1963 (en 
ruso). 

FEUCETTI-LlEBENFELS, W., Geschichte der Byzantinischen Iko- 
nenmalerei, Lausanne, 1956. 

GERHARD, W., Véelt der Ikonen, Recklingshausen, 1957. 
Marie Mere de Dieu, Neuchátel, Suiza. 

GRABAR, A., L' iconoclasme byzantin, Dosier arqueológico, 
París, 1957. 

La Peinture byzantine, Ginebra, 1953. 

KONDAKOV, N., El icono ruso, Praga, 1931 (en ruso). 

KÜPPERS, L., Gottliche Ikonen, Düsseldorf, 1949. 

Lazarev, V., La historia de la pintura bizantina, Moscú, 1947 
(en ruso) 

MERCIER, G., L'Art abstrait dans l'Art Sacré, París, 1964. 
MICHELIS, P. A., Esthétique de l'Art Byzantin, París, 1959. 
MURATOV, P., Les icones russes, París, 1927. 

ONASCH, K., Ikonen, Berlín, 1961. 

OUSPENSKY, L. y LOSSKY, V., Der Sinn der Ikonen, Berna, 
1952. 

OUSPENSKY, L., Essai sur la Théologie de l’icóne, París, 1960. 


356 



PAPAIOANOU, K., La peinture byzantine et russe, Lausanne, 
1965. 

Russische Ikonen (recopilación de artículos), Baden-Ba- 
den, 1951. 

Seminarium Kundakovianum , Praga. 

TALBOT RICE, Art Byzantin, París-Bruselas, 1959. 

TRUBETZKOI, E., Los tres estudios sobre el icono ruso. Nueva 
edición, París, 1965 (en ruso) 

Weidle, W., Les icones byzantines et russes, Florencia, 1950. 
WlLD, D., Les icones, Lausanne. 

WlNKLER, M., Les jours de jetes, Neuchátel. 


357 



ÍNDICE 


Primera Parte 
La Belleza 

Visión bíblica de la belleza 7 

La teología de la belleza en los Padres 15 

De la experiencia estética a la experiencia religiosa 25 

La palabra y la imagen 37 

La ambigüedad de la belleza 41 

La cultura, el arte y sus carismas 49 

El arte moderno a la luz del Icono 77 

Segunda Parte 

Lo Sagrado 

La cosmología bíblica y patrística 103 

Lo sagrad o 125 

El tiempo sagrado 131 

El espacio sagrado 143 


359 



El templo 


147 


Tercera Parte 

La teología del icono 

Preliminares históricos 1 67 

El paso de los signos a los símbolos 177 

El icono y la liturgia 179 

Teología de la presencia 181 

Teología de la gloria-luz 185 

El fundamento bíblico del icono 1 93 

El iconoclasmo 197 

El fundamento dogmático del icono 205 

Los cánones y la libertad creadora 21 5 

El arte divino 221 


La apófasis o la vía ascendente del icono 233 


Cuarta Parte 
Una teología de la visión 

El icono de la Santa Trinidad de Andrés Rublev 245 


360 



El icono de Nuestra Señora de Vladimir 


261 


El icono de la natividad de Cristo 271 

El icono del bautismo del Señor (la Epifanía) 289 

El icono de la transfiguración del Señor 299 

El icono de la crucifixión 309 

Los iconos de la resurrección de Cristo 319 

El icono de la Ascensión 331 

El icono de Pentecostés 337 

El icono de la divina Sabiduría 347 

Sumario bibliográfico 356 


361 








1 |r'iS¡ 

Hat s 

flr 

J 

_ V 

V 


5TK»a 



a>- x 



THicr 


’V. 1 wfrif . 1 


LA MADRE DE DIOS 

Fragmento del Icono «Tú alegras a todas las criaturas». 

Hacia c! año 1500 — Maestro Dionisi. Galería Tretiakov — Moscú. 



LA MAOKh DE DIOS Dl-I MONASTERIO DE I AS CiKlTAS 
(Con los sanios TeodOSio y Antonio) 

Hada el año 1288 — Escuela de Kiev. Galería Tretiakov - Moscú 







I I DESCENSO DE l A CRUZ 

Siglo XV. escuela del Norte. Galería Tretiakov — Moscú. 





I II 

1 t 

/ * 



1 / 







\JK ANUNCIACION 

F in del s. XV. Escuela de Moscú. Galería Treliakov — Moscú. 

















I A TRINIDAD 

Obra de A. Kublcv, hacia el año 14 15. Galería Tretiakov — Moscú 





I A MADR1 1)1 DIOS. !>!: VIADIMIR 

Icono bizantino de los ss. XI o XII. Galería Tretiakov — Moscú. 









* | vf 1 1 



. 7 V AI # J'I / >y í H j 

8 p r H^M 


illW^al 

rJS5^ • >^<4 

PSSSBr V 

r/ f* Hl| ^NlAyl \ F 

*1 o: ®>/?MK(tfí 

A’ Wi y s ) 7 íjfá 

^r* i 1 ftll! 1 . 


1 1 f 

» L A /mV • 


#J l ~ mj\ \ v^T* ♦ > i 

rrvju 
> 794* 7*9 

cSlLJlm 

l^rwH 

A 

rm ^ Vfli*W ,/ v 

# 4 Al ' V ^ 1 | ^1 




EL BAUTISMO DE CRISTO 
Museo bizantino de Atenas. 



1 A TRANSFIGURACION 
Finales del s. XIV. Teófanes el Griego. 
Galería I retiakov — Moscú. 






I A CRUCIFIXION 

1500. Maestro Dionisi. Galería I rctiakov — Moscú. 



* 



I A RESl RRI i C ION (DESCANSO A ! OS INFIERNOS) 
Iglesia ele! Redentor de C hora (Kariye Cami) 
Hacia el 1310 — Estambul, 










I AS NfUJKRJES PORTADORAS Oh MIRRA A I A TUMBA 
Final del s. XV. Vologda. Museo nacional rus*) — Leningrado. 






yWf J 

,\ . \ i / n / f/ 

m f Wm 

F- 

P JV \nk 

, v A 

* S 6 

Il\t ' & 









LA DIVINA SABIDURIA 

l'inalcs del s. XVI. Escuela de Navgorod. 



Este libro, editado por Publica- 
ciones Claretianas de Madrid, 

SE TERMINO DE IMPRIMIR EN TALLE- 
RES gráficos Anzos, S. A., Fuen- 
labrada (Madrid), el día 14 de 
MARZO DE 1991 .